Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Tenía razón. El cuñado Kosta fue el primer rival. Nos alojaba gratis pero nos odiaba. Ernie llegó a la conclusión de que nos alojaba sólo para podernos espiar, y optó por suspender toda conversación sobre sus proyectos mientras estuviéramos en la pensión. Nos quedamos sin tener de qué hablar, pero él aseguraba que había espías hasta debajo de la cama. Una noche bebimos dos tragos en la discoteca de Konstantino, donde solíamos consumir gratis, y nos pasaron una cuenta por cuatro tragos. La esposa de Konstantino no nos saludó en la playa, al día siguiente, y la esposa de Kosta ordenó que no nos limpiaran la habitación, al día subsiguiente. Probamos saludar a los padres de Alexis, que tan acogedores habían sido hasta entonces, pero no lograron reconocernos más.
Total que sólo faltaba Alexis para que el odio familiar quedara completo, pero Alexis le tenía mucha confianza al espíritu inversionista norteamericano, y no se decidía a traicionarnos. Sin embargo, Ernie pensaba que la presión familiar terminaría por convertirlo en enemigo. Era preciso actuar por nuestra cuenta. Le dije que eso de actuar por nuestra cuenta iba a ser un poquito difícil, porque ni él ni yo hablábamos una palabra de griego, pero él sonrió y me dijo que ese problema ya lo tenía prácticamente solucionado. Terminó su frase con una miradita dirigida a la izquierda. Miré a la izquierda. No estaba mal la cuarentona bronceadísima. Cincuentona, más bien, pero no estaba nada mal, y sus miraditas se dirigían constantemente hacia la derecha. Ernie se acomodó el pañuelito de seda que se ponía al cuello, todas las tardes, y me anunció que ya teníamos intérprete.
Fue un romance apasionado. Ernie le besaba la mano, porque decía que Helena era una mujer con mucha clase y con muchas islas en su vida, y Helena desempeñaba perfectamente el papel de aliada, a cambio de mucha esperma porque en septiembre-octubre sopla sobre Mikonos un fuerte viento que enloquece a la gente. De esas cosas ella sabía más que nadie. Ernie la respetaba mucho y se tragaba docenas de huevos crudos antes de cada cita. Un día se amaron tanto en una playa, que no lograron ni siquiera ver a los ladrones. Ernie regresó sin un cobre.
Pero la cosa no era tan grave. Ernie no pensaba que la cosa fuese tan grave. Siempre lo habíamos compartido todo, y ahora lo compartiríamos todo sólo con mi dinero. Alcanzaría, ajustándonos un poco los cinturones, alcanzaría. Y algún día, tirados en mi habitación siempre gratis de su hotel en Grecia, nos mataríamos de risa recordando esos pequeños contratiempos. Empecé a entonar la melodía griega que se le había pegado a todo el mundo ese verano. Ernie se tarareó la canción íntegra. Me la tarareaba cada vez que me veía. Era su manera de levantarme el ánimo, de decirme que tuviera paciencia, de relatarme los progresos que iba haciendo, de ponerme al día de su romance con Helena, de contarme que ella estaba dispuesta a convencer al propietario de un terreno de inmejorable situación, y de pedirme más plata. Era prácticamente el único contacto que tenía con él, porque ya ni siquiera dormía en la pensión. Sólo venía a pegarse un duchazo, a ponerse el pañuelito de seda de las tardes, y a comerse los huevos crudos. Se los comía tarareando y yo le tarareaba también. Estoy seguro de que a Helena le contaba que yo era el mejor amigo que había tenido en su vida, a pesar de que Alexis aún no le había traicionado. Y estoy seguro de que se lo contaba cada vez que me veían pasar frente a la terraza del restaurant en que cenaban mariscos entre botellas de vino blanco. Yo pasaba comiendo mi segundo y último sándwich del día.
Lo que seguía ignorando era de dónde iba a sacar Ernie el dinero para la compra del terreno. Una tarde decidí no tararear y le hice la pregunta. Ernie se mató de risa. Siempre se mataba de risa y fortísimo. Tanta euforia permanente había empezado a molestarme desde Italia, pero con Ernie no había nada que hacer. Ése era el volumen en que vivía. En París tenía unos cuantos dolarcillos ahorrados, y en Nueva York tenía un abuelo c|ue no tardaba en morirse. Además, en vista de que a Alexis era ya prácticamente imposible sacarle un centavo, Helena estaba dispuesta a adelantarle unos cuantos dolarcillos si el abuelo neoyorquino se atrasaba en sus fechas. Por ese lado no debía preocuparme, todo estaba supercalculado. Le pregunté si quería a Helena, y me gané el palmazo más eufórico y detestable de cuantos me había dado desde que empezamos a conocernos de verdad. Me dijo que querer era una cosa muy complicada, muy seria, demasiado importante. Pero me aseguró que Helena le gustaba mucho.
Empecé a odiarlo, y hasta pensé en largarme de improviso y dejarlo sin un cobre, pero la guerra con la familia de Alexis estaba ya declarada, y mi curiosidad por conocer el desenlace me retenía. Lo único que me faltaba era diversión, y a juzgar por mis observaciones en los cafés del pueblo, no quedaba otra Helena en toda la isla. ¿Por qué no joder a Ernie? Alguien lo tenía que joder alguna vez en la vida. Un buen golpe de ese tipo lo ayudaría a ir menos confiado por el mundo. Ernie necesitaba un golpe así. Un futuro magnate hotelero necesitaba de un revés afectivo para aplastar mejor a sus futuros rivales. En el fondo le estaba haciendo un gran favor. Además, siempre me quedaba la excusa de los vientos de septiembre-octubre que volvían loco a todo el mundo en Mikonos. Yo no tenía por qué ser la excepción.
Una buena dosis de
ouzo
me convenció de que había llegado el momento, y aparecí en el puerto con un pañuelito de seda en una mano y una bolsa de huevos en la otra. Los amantes estaban en la terraza de siempre. Era la hora en que yo pasaba comiendo mi último sándwich. Me acerqué, coloqué las prendas íntimas de Ernie sobre la mesa, le besé la mano a Helena y la invité a cenar pero sin la permanente y molesta euforia del futuro magnatillo. Helena soltó la carcajada cuando anuncié que además venía arrastrado por los famosos vientos. Ernie ya estaba de pie y ya quería trompearme. Le dije que no lo creía tan tonto como para quedarse sin banquero a causa de una mujer que sólo le gustaba mucho.
—Son tus palabras, Ernie —agregué.
Le cayó la bofetada que correspondía a la reputación de la isla en septiembre-octubre. Pobre Ernie, nunca lo vi tan solo, tan abatido. Nunca lo vi con esa cara de no saber qué hacer. Sin duda estaba haciendo cálculos como loco, mientras nos miraba desconcertado, pero por ahora se había quedado solo contra el mundo. Aproveché para darle un palmazo en la espalda y le sugerí vender el auto.
—Aquí en la isla no te sirve para nada —le dije.
Seguía mirándome como si no pudiese entender de dónde provenía mi fuerza. Pero lo sabía mejor que yo. Mucho mejor. Simplemente estaba atravesando por ese minuto fatal por el que debió atravesar Henry Ford cuando empezó de la nada. Le dejé algo de dinero sobre la mesa para que se alimentara esa noche, y me fui explicándole a Helena que no se lo había entregado en la mano porque era demasiado valiente y a lo mejor no lo aceptaba. Al restaurant llegué muy bien acompañado y sintiendo que había pasado a la historia. Helena me observaba como se observa a la revelación del campeonato. Había vivido en todas las islas del Mediterráneo, y sin embargo…
—Yo vengo de un país con islas guaneras —le dije.
Terminé comiendo huevos duros y creyendo en el asunto de los vientos. Lo malo es que me estaba divirtiendo demasiado y que los negocios de Ernie no avanzaban. Habíamos hecho las paces, y nuevamente Helena estaba dispuesta a ayudarlo porque el despecho era cosa de novatos. Detestaba a la familia de Alexis, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por impedir que le ganaran el terreno a Ernie. Decidí que cenáramos los tres juntos una noche, y Helena apareció con el dueño del terreno en el bolsillo y con un cheque y un recibito que Ernie debía firmar, eso sí, para que todo quedara
comme il faut
. Quedaban por firmar un montón de papeles y no estaba de más que se discutieran un poco algunos pormenores esa misma noche. Se discutió con champán, y Ernie volvió a ser Ernie y yo volví a ser yo. También Helena volvió a ser Helena, porque nos dejó a los dos con la cuenta y se fue bronceadísima con su compatriota. Al despedirse nos miró como si fuéramos dos niños infectos que, sin embargo, le inspiraban mucha ternura. Como si nos quedaran muchísimas islas por recorrer.
—¿Dónde crees tú que pasan el invierno estas mujeres? —le pregunté a Ernie.
Me miró tan desconcertado que comprendí que era el tipo de problema que jamás se planteaba. Ahora nos tocaba regresar a París, pero él ya tenía un terreno para su hotel en Grecia. No pararía hasta construirlo. Con eso contaba Helena. Ernie volvería antes de lo que él mismo se imaginaba. Tarareamos hasta Zagreb, hasta Belgrado, Trieste, Venecia. Hasta París y los besos de Inés.
Inés tenía una habitación reservada en una residencia estudiantil del Boulevard Saint-Michel, pero había decidido pasar unos días en el departamento de nuestra amiga Rosario, mientras se iba ambientando a la nueva ciudad. Ahí me esperaba, a mi regreso de Italia y de Grecia, en el carro sport de Ernie. Llegamos casi a medianoche y con varios días de atraso. Ella nunca olvidó eso. Nunca olvidó que yo hubiese podido llegar tarde a nuestro soñado encuentro en París. Traté de explicarle que era culpa de Ernie y de su famoso hotel, pero para ella siguió siendo culpa mía siempre. Hasta hoy debe ser culpa mía. En ese departamento me esperaba también la carta que me había escrito a mí mismo desde Perugia. La leí en brazos de Inés, que se debatía entre la felicidad de volverme a ver, y esos perdones suyos con los que me perdonaba todo el tiempo. En fin, qué le quedaba con un tipo como yo más que andarlo perdonando todo el tiempo.
Esa noche Inés no lograba comprenderme. Le iba leyendo la carta, le iba hablando de Perugia, pero ella simplemente no lograba comprenderme. Yo quería partir con ella, lo más pronto posible, regresar en el acto a la ciudad de mi carta, quería explicarle algo que ni yo mismo entendía. En Perugia sobreviviríamos. En París, no. Mira, le decía, mira lo que es Perugia. Y continuaba leyéndole cosas totalmente incoherentes, escenas de robos extraordinarios, inacabables diálogos en los que los tres, cuatro, y hasta siete interlocutores eran yo, hablando solo, hablando y hablando tantas veces de ella y de mí en Perugia, cuando regresáramos tras haberla rescatado anticipadamente del fracaso que nos esperaba en París. No había un solo argumento lógico en toda la carta. No había nada que dejara claramente explícita la razón para una vida entera en esa ciudad. Inés no lograba entender que yo sentía nuestro afecto amenazado y que pensaba que sólo Perugia lo trataría con gran cuidado, con muchísima ternura.
Esa noche me perdonó también el estar loco, tan loco como en Lima, eternamente inquieto, viéndolo todo siempre antes de que ocurriera, anunciando que pronto se iba a derrumbar un edificio que todavía no se había empezado a construir. Me sentí muy solo, pero al mismo tiempo sabía que Inés era la única compañera que la ciudad de Lima le había otorgado a ese solitario. Intenté mi último recurso. Salir al carro de Ernie, que dormía despatarrado en un rincón del departamento, a buscar las maletas para enseñarle a Inés todo lo que traía de Perugia para los dos, aparte de tres meses en esa ciudad sin beber ni fumar. Afuera estaba el carro, pero con la capota cortada. Ernie había dejado sus cosas en la maletera, y a mí me había tocado dejarlas en el interior. Alzaron en masa todo lo mío. Me robaron esos deliciosos robos, mis manuscritos, me robaron Perugia. Corrí a avisarle a Ernie que le habían cortado la capota de su carro, corrí en busca de mi carta, corrí en busca de una comisaría, cosa que resultó tan inútil como si hubiese decidido buscar al ladrón sin ayuda de nadie. Leí mil veces mi carta en la antesala del comisario. Mil veces en los días en que me volvió a citar. Mientras tanto, Inés había escrito su primera carta al Perú. En ella contaba que me había encontrado excesivamente descuidado, excitado y flaco. En fin, todo lo contrario de lo que le traía preparado de Perugia. Y su primera compra en París fue un par de tirantes porque los mismos pantalones que tan bien lucía en Lima, según ella, ahora se me iban cayendo por todas partes.
Nunca fuimos a Perugia. Para mí ése fue el gran error de nuestra vida. Aunque claro, cómo explicar cosas así. Cómo explicar que la mirada tierna y preocupada de Inés se fue apoderando de mí hasta hacerme sentir que lo de Perugia no era más que un producto de mi imaginación excitándose siempre con cosas que no existían. Me amputó Perugia con sus cuidados. Y lo peor es que yo no tenía ni las cosas robadas para probarle que no requería de sus cuidados, como otras veces, como en Lima. Pero Inés era así y yo era así para Inés. Y con el tiempo volvimos a instalarnos en lo que había sido nuestra relación de siempre: la de una madre muy permisiva y un niño muy perdonable. Sí, parece mentira, pero a mí no bien alguien me quiere, me declara niño. Inés fue la mejor prueba de este asunto tan complicado. Se pasó la vida conmigo perdonando a un niño. Así era nuestra relación, aunque detrás de ella, paradójicamente, existió casi siempre un oculto y profundo respeto por el adulto que, al menos cuantitativamente, cada uno había llegado a ser. Más lo otro: el amor increíble que nos teníamos. Casi nos mata, con el tiempo.
París nos esperaba agazapada por todas partes, adentro y afuera, en todo. Mal signo. Pero ésas son las cosas que sólo yo capto y también aquella vez sólo yo me di cuenta. Inútil decírselo a Inés, tras la fantasía de Perugia, ciudad en la cual hasta he llegado a dudar si viví o no. Inés era una persona muy fuerte, contra lo que muchos creen. Así es. Y si no me he atrevido a contar más cosas y aventuras sobre mi vida en Perugia, es porque aún hoy me cuesta trabajo acordarme cómo fue, qué pasó exactamente en esa ciudad. Sé que fue delicioso, sé que fui feliz, sé que me sentí adulto y maduro y sano y joven y fuerte, pero el cómo y el porqué me los remitió Inés con sus cuidados a una reencarnación anterior. En ésta, ya lo dije, me tocaba ser niño solamente. Total que nunca me atreví a decirle que París nos esperaba agazapada por todas partes, adentro y afuera, y en todo.
La verdad es que tampoco importó mucho mi omisión. Un día Inés lo descubrió sin mi ayuda. Lo descubrió cuando ya se notaba a gritos, pero en todo caso supo sacarle mucho más provecho que yo a su descubrimiento. Simplemente descubrió y se fue. Y a mí me dejó botado y creyendo que me sabía íntegro el rollo, cuando me faltaba lo más importante, nada menos que el secreto profundo que Inés se llevó al partir y yo tardé tanto en descubrir. En fin, todo el mundo sabe que todo el mundo ha sido siempre más realista que yo, pero contra lo que muchos creen, Inés fue también mil veces más inteligente y ordenó siempre más que yo a qué volumen se ponía el tocadiscos en casa. Un día lo puso al volumen de partir y partió y yo crecí inmediatamente. Claro, después me han vuelto a reducir hasta la infancia con cuentos de hadas, varias veces. No bien una persona me quiere, veo la mirada de Inés por todas partes y pierdo personalidad adulta y estatura.