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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (40 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Capítulo LV
Habitaciones de servicio, 10

Henri Fresnel, el cocinero, vino a vivir a esta habitación en junio de mil novecientos diecinueve. Era un meridional melancólico, de unos veinticinco años de edad, bajo, seco, con fino bigote negro. Preparaba con bastante exquisitez el pescado y los mariscos, y los entremeses de hortalizas: alcachofas a la pimienta, pepinos al anet, calabacines a la cúrcuma, pisto frío a la menta, rabanitos a la crema y al perifollo, pimientos a la salsa de albahaca,
olivette
al romero. En homenaje a su remoto homónimo
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había inventado también una receta de lentejas, cocidas en sidra, servidas frías y rociadas con aceite de oliva y azafrán sobre rebanadas tostadas de esos panes redondos que se usan para preparar los
pan bagnats
56
.

En mil novecientos veinticuatro, aquel hombre poco hablador se casó con la hija del director de ventas de una importante salchichería de Pithiviers, especializada en el excelente paté de alondra al que debe aquella ciudad una parte de su fama, viniéndole la otra de su famoso pastel de almendras. Habiendo cobrado confianza con el éxito que obtenía su cocina y juzgando con razón que el señor Hardy, demasiado ocupado en promocionar su aceite de oliva y sus barriles de anchoas, no le daría oportunidad de desarrollarla, decidió establecerse por su cuenta y, con la ayuda de Alice, su joven esposa, que aportó su dote, puso un restaurante en la calle de Les Mathurins, en el barrio de la Madeleine. Lo llamaron
La belle Alouette
. Fresnel se encargaba de la cocina, Alice del comedor: el local estaba abierto hasta muy tarde, para aprovechar la clientela de actores, periodistas, noctámbulos y juerguistas que abundaban en el barrio, y la modicidad de los precios unida a la superior calidad de la cocina hizo que pronto no dieran abasto y que las paredes de madera clara del comedor se fueran cubriendo de fotografías con dedicatorias de vedettes de music-hall, actores de moda y púgiles triunfantes.

Todo iba viento en popa y muy pronto pudieron hacer proyectos para el futuro; pensaron en tener un hijo y en abandonar su cuartito angosto. Pero una mañana de octubre de mil novecientos veintinueve, estando Alice embarazada de seis meses, desapareció Henri, dejándole a su mujer una notita lacónica en la que le explicaba que se moría de hastío en su cocina y se iba para realizar el sueño de toda su vida: ¡ser actor!

Ante esta noticia reaccionó Alice Fresnel con una flema sorprendente: aquel mismo día contrató a un cocinero y empuñó, con rara energía, las riendas de su establecimiento, no soltándolas más que el tiempo preciso para traer al mundo a un mozo mofletudo al que bautizó con el nombre de Ghislain y al que dio a criar en seguida a una nodriza. Respecto a su marido, no hizo nada para averiguar su paradero.

Lo volvió a ver cuarenta años más tarde. Entretanto había periclitado el restaurante y lo había vendido; Ghislain se había hecho mayor y había ingresado en el ejército, y ella, provista de algunas rentas, seguía viviendo en su cuartito, cociendo a fuego muy lento, en una punta de su cocina económica esmaltada, rapes a la americana, estofados y guisos de ternera y buey, que llenaban de olores deliciosos la escalera de servicio y con los que agasajaba a algunos de sus vecinos.

Henri Fresnel lo había abandonado todo no por una artista —como creyó siempre Alice—, sino realmente por el teatro. Como aquellos cómicos de la legua del Grand Siécle, que llegaban bajo torrentes de lluvia al patio de algún castillo en ruinas, a pedirles hospitalidad a unos hidalguillos muertos de hambre, llevándoselos consigo a la mañana siguiente, se había lanzado por los caminos con cuatro compañeros de infortunio, suspendidos en el Conservatorio y sin esperanzas de pisar las tablas algún día: dos gemelos, Isidore y Lucas, dos hijos del Jura altos y fuertes, que hacían de Matamoros y de galanes, una ingenua natural de Toulon y una dueña algo hombruna, que era en realidad la benjamina de la compañía. Isidore y Lucas conducían las dos camionetas acondicionadas como carromatos y levantaban el tablado. Henri hacía de cocinero, contable y director de escena; Lucette, la ingenua, dibujaba, cosía y, sobre todo, remendaba el vestuario; y Charlotte, la dueña, hacía lo demás: fregaba los cacharros de la cocina, limpiaba los carromatos, iba a la compra, daba los últimos toques al peinado y rizado de los artistas, etc. Tenían dos decoraciones de tela pintada: una representaba un palacio con efectos de perspectiva y servía indistintamente para Racine, Molière, Labiche, Feydeau, Caillavet y Courteline; la otra, exhumada en un centro parroquial, representaba el portal de Belén: con dos árboles de chapa de madera y unas cuantas flores de trapo, se convertía en el Bosque Encantado en el que se desarrollaba la acción del gran éxito de la compañía,
La fuerza del sino
, un drama postromántico, sin relación alguna con Verdi, que había dado días de gloria al Théâtre de la Porte Saint-Martin y a seis generaciones de empresarios de giras provincianas: la Reina (Lucette) veía a un feroz bandido (Isidore) atado, en pleno sol, a un aparato de tormento. Se compadecía, se le acercaba, le daba de beber, veía que se trataba de un joven amable y bien parecido. Lo dejaba libre al amparo de la noche, invitándolo a que huyera como vagabundo y aguardara en la oscuridad del bosque a que llegase ella con su carro regio. Pero la increpaba una espléndida guerrera (Charlotte, tocada con un casco de cartón de color de oro) que le salía al paso seguida de su ejército (Lucas y Fresnel):

—Reina de la Noche, el hombre a quien has libertado me pertenece: prepárate a combatir; la guerra contra el ejército del día, entre los árboles del bosque, durará hasta la aurora.

(
Exeunt omnes
. Oscuridad. Silencio. Trueno. Trompetas.)

Y volvían a salir las dos Reinas, con cascos empenachados, con armaduras incrustadas de pedrería, con manoplas, con largas lanzas y escudos de cartón adornados, uno con un sol llameante, el otro con una media luna sobre fondo de constelaciones, montadas en sendos animales fabulosos, uno parecido a un dragón (Fresnel) y el otro a un camello (Isidore y Lucas), cuyas pieles había cosido un sastre húngaro de la avenida del Maine.

Con unos míseros accesorios más, una silla de tijera para el trono, un viejo catre y tres cojines, una estantería de música pintada de negro; con unos practicables hechos con viejas cajas de madera transformadas por un trozo de tapete verde remendado en aquel escritorio de ángulos dorados, cubierto de papeles y libros, en el que un cardenal pensativo, que no es Richelieu sino su fantasma Mazarino (Fresnel), decide traer de la Bastilla a un viejo prisionero, que no es otro que Rochefort (Isidore), y confía la misión a un teniente de los Mosqueteros Negros, que no es otro que d’Artagnan (Lucas); con unos trajes arreglados, reparados, pegados, remendados mil veces a fuerza de alambre, cinta aislante e imperdibles; con un par de focos oxidados, que hacían funcionar por turnos y que se fundían cada dos por tres, montaban dramas históricos, comedias de costumbres, grandes clásicos, tragedias burguesas, melodramas modernos, vodeviles, farsas, granguiñoladas, adaptaciones improvisadas de
Sin familia, Los miserables
y
Pinocho
, en la que Fresnel hacía de Pepito Grillo, con un viejo frac pintado, que quería representar un cuerpo de grillo, y dos muelles, rematados con tapones y pegados a la frente para hacer de antenas.

Actuaban en los patios y en las galerías cubiertas de las escuelas, o en las plazas de poblachos increíbles, en el corazón de las Cevenas o de la Alta Provenza, desplegando cada noche prodigios de inventiva e improvisación, cambiando seis veces de papel y doce de traje en una misma obra, teniendo por público a diez adultos dormidos, con sus blusas de los domingos, y a quince niños con boina, abrigados con bufandas tejidas en casa y calzados con zuecos, que se daban codazos y soltaban risotadas porque a la dama joven se le veían las bragas rosa por los agujeros del vestido.

La lluvia interrumpió el espectáculo, no quisieron arrancar los camiones, se derramó una botella de aceite, pocos minutos antes de salir Monsieur Jourdain a escena, sobre el único traje Luis XIV relativamente presentable: una chupa de terciopelo azul celeste con un justillo bordado de flores y unos puños de encaje; a las heroínas les salieron obscenos forúnculos en el pecho; pero durante tres años no se desanimó nadie. Y luego, en unos pocos días, se deshizo todo: Lucas e Isidore huyeron en plena noche al volante de una camioneta, llevándose la liquidación de la semana, que por una vez no había sido desastrosa; a los dos días, se dejó raptar Lucette por el bobo de un agente catastral que llevaba tres meses rondándola en vano. Charlotte y Fresnel aguantaron juntos unos quince días, intentado representar solos las obras de su repertorio y queriéndose engañar con la falaz ilusión de que les sería fácil recomponer la compañía cuando llegaran a una población grande. Fueron hasta Lyon y allí se separaron de común acuerdo. Charlotte volvió con su familia, una familia de banqueros suizos para los que el teatro era pecado; Fresnel se sumó a una compañía de saltimbanquis que iba a España; un hombre serpiente, vestido siempre con unas finas mallas de escamas, que pasaba contorsionándose por debajo de una chapa encendida colocada a treinta y cinco centímetros del suelo, y una pareja de enanas, una de las cuales era por cierto un enano, que hacían un número de hermanas siamesas con banjo, claqué y canciones. En cuanto a Fresnel, se transformó en Míster Mephisto, el mago, el adivino, el curandero aclamado por todas las cabezas coronadas de Europa. De smoking rojo con un clavel en el ojal, chistera, bastón de pomo de diamante e imperceptible acento ruso, sacaba de una caja alta y estrecha de cuero viejo sin tapa una gran baraja de tarots; disponía ocho en forma de rectángulo sobre una mesa y los espolvoreaba, mediante una espátula de marfil, con un polvo gris azulado, que no era otra cosa que galena triturada, pero que él llamaba polvos de Galeno, atribuyéndoles ciertas propiedades opoterápicas capaces de curar cualquier afección pasada, presente o futura y especialmente recomendados en casos de extracción dental, jaquecas y cefaleas, dolores menstruales, artritis y artrosis, neuralgias, calambres y luxaciones, cólicos y cálculos, y muchísimas dolencias más, oportunamente elegidas según los lugares, las estaciones y las particularidades de la asistencia.

Tardaron dos años en cruzar España, pasaron a Marruecos, bajaron a Mauritania y fueron hasta Senegal. Hacia mil novecientos treinta y siete se embarcaron con rumbo a Brasil, llegaron a Venezuela, Nicaragua, Honduras; y fue así como por fin Henri Fresnel se encontró un día en Nueva York, NY, Estados Unidos de América, solo, una mañana de abril de mil novecientos cuarenta, con diecisiete cents en el bolsillo, sentado en un banco frente a la iglesia de
Saint Mark’s in the Bouwerie
, delante de una lápida colocada oblicuamente junto al pórtico de madera, que atestiguaba que aquella iglesia, edificada en 1779, era una de las 28 construcciones americanas anteriores a 1800. Fue a pedir ayuda al sacerdote de aquella parroquia, el cual, impresionado quizá por su acento, consintió en oírlo. Movió tristemente la cabeza al enterarse de que Fresnel había sido charlatán, ilusionista y actor, pero, tan pronto como supo que había llevado un restaurante en París y había contado entre sus parroquianos a Mistinguett, Maurice Chevalier, Lifar, el jockey Tom Lane, Nungesser y Picasso, se le dibujó una ancha sonrisa en los labios y, acercándose al teléfono, le aseguró al francés que habían terminado sus apuros.

De este modo, Henri Fresnel, al cabo de once años de vagabundeo, entró como cocinero en casa de una americana excéntrica y riquísima, Grace Twinker. Grace Twinker, que tenía entonces setenta años, no era otra que la famosa
Twinkie
, la misma que había debutado en un espectáculo musical disfrazada de estatua de la Libertad —acabada de inaugurar entonces— y fue, a la vuelta del siglo, una de las más fabulosas Reinas de Broadway, antes de casarse sucesivamente con cinco multimillonarios que tuvieron todos la buena idea de morirse a poco de contraer matrimonio, dejándole toda su fortuna.

Twinkie, extravagante y generosa, mantenía a su alrededor a toda una corte de gente de teatro, directores de escena, músicos, coreógrafos y bailarines, autores, libretistas, decoradores, etc., a los que había contratado para escribir una comedia musical que presentase su vida fabulosa: su triunfo vestida de lady Godiva por las calles de Nueva York, su boda con el príncipe de Guéménolé, sus borrascosos amores con el alcalde Groncz, su llegada en Duesenberg al campo de aviación de East Knoyle con motivo del festival en el que el aviador argentino Carlos Kravchnik, loco de amor por ella, se arrojó de su biplano, tras una sucesión de once
hojas muertas
y el más impresionante ascenso en
cirio
que se había visto nunca, la compra del convento de los Hermanos de la Misericordia de Granbin, cerca de Pont-Audemer, trasladado piedra por piedra a Connecticut y regalado a la Universidad de Highpool, que hizo de él su biblioteca, su bañera gigante de cristal, tallada en forma de copa, que hacía llenar de champán (de California), sus ocho gatos siameses de ojos azul marino, atendidos día y noche por dos médicos y cuatro enfermeras, sus intervenciones fastuosas y suntuarias en las campañas electorales de Harding, Coolidge y Hoover, los cuales, según se rumoreó varias veces, quizás hubieran preferido ahorrárselas, el célebre telegrama
—Shut up, you singing-boy&mdash
; que había enviado a Caruso pocos minutos antes de entrar por primera vez el divo italiano en el Metropolitan Opera, todo ello debía figurar en un espectáculo «americano cien por cien», junto al cual las
Folies
más delirantes de la época quedasen en pálidas verbenas de suburbio.

El nacionalismo exacerbado de Grace Slaughter —era el apellido de su quinto marido, un fabricante de envases farmacéuticos y artículos «profilácticos», que acababa de morir de una hernia en el peritoneo— sólo admitía dos salvedades, a las que seguramente no era ajeno su primer marido, Astolphe de Guéménolé-Longtgermain: la cocina debía hacerla un francés de sexo masculino; lavado y planchado eran labores de inglesas de sexo femenino (quedando excluidos sobre todo los chinos). Eso permitió que Fresnel se colocara sin tener que disimular su nacionalidad de origen, como se veían constantemente obligados a hacerlo el director de escena (húngaro), el decorador (ruso), el coreógrafo (lituano), los bailarines (italiano, griego, egipcio), el guionista (inglés), el libretista (austriaco) y el compositor, finlandés de origen búlgaro muy cruzado de rumano.

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