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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (42 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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El problema más arduo consistió en obtener las autorizaciones necesarias para el viaje de Elzbieta a Tunicia. Fueron más de dieciocho meses de triquiñuelas administrativas, tanto por parte de los tunecinos como de los polacos. Entre Tunicia y Polonia existían acuerdos de cooperación por los cuales podían ir estudiantes tunecinos a Polonia a estudiar ingeniería, mientras los dentistas, agrónomos y veterinarios polacos tenían la posibilidad de ir a trabajar como funcionarios a los Ministerios de Sanidad o Agricultura tunecinos. Pero Elzbieta no era ni dentista ni veterinaria ni agrónoma y, durante un año, todas las solicitudes de visados que hizo, acompañadas de las explicaciones que quiso, le fueron devueltas con la indicación: «No responde a los criterios definidos por los acuerdos invocados». Fue preciso, tras una serie de negociaciones particularmente complejas, que consiguiera saltarse los organismos oficiales y fuera a contar su historia a un subsecretario de Estado, para recibir, a los seis meses escasos, un contrato como traductora intérprete en el consulado de Polonia en Túnez —la administración tuvo por fin en cuenta que era licenciada en árabe y francés—.

Aterrizó en el aeropuerto de Tunis-Carthage el uno de junio de mil novecientos sesenta y seis. Hacía un sol radiante y ella resplandecía de dicha, libertad y amor. Entre la multitud de tunecinos que, desde las terrazas, hacían grandes gestos a los recién llegados, buscó con los ojos a su prometido, sin verlo. Varias veces se habían enviado fotos, él jugando al fútbol, o con bañador en la playa de Salammbo, o con chilaba y babuchas bordadas al lado de su padre, que apenas le llegaba al hombro, ella esquiando en Zakopane o saltando con un caballo de arzón. Estaba segura de reconocerlo y, sin embargo, cuando lo vio, vaciló un segundo: estaba en el vestíbulo, justo al otro lado del control de policía, y lo primero que le dijo fue:

—¡Si no has crecido nada!

Cuando se conocieron, en Parçay-les-Pins, tenían la misma estatura; pero, mientras que él sólo había crecido veinte o treinta centímetros, ella hacía por los menos sesenta más; medía un metro setenta y siete, y él no llegaba al metro cincuenta y cinco; ella parecía un girasol en el corazón del verano; él era seco y arrugado como un limón perdido en un armario de la cocina.

Lo primero que hizo Boubaker fue llevarla a ver a su padre. Era escribano público y calígrafo. Trabajaba en un minúsculo cajón de la Medina; allí vendía carteras para escolares, estuches y lapiceros, pero sus parroquianos iban más que nada a pedirle que les escribiera sus nombres en diplomas o certificados, o a que les copiara frases sagradas en pergaminos que enmarcaban luego. Elzbieta lo descubrió acuclillado, con una tablilla en el regazo, calzada la nariz con gafas de cristales gruesos como culos de vaso, afilando sus plumas con aire de importancia. Era un hombre bajo, flaco, muy envarado, de tez aceitunada y mirar falso, con una sonrisa abominable, desconcertado y mudo con las mujeres. En dos años, apenas si dirigió un par de veces la palabra a su nuera. El primer año fue el peor; Elzbieta y Boubaker lo pasaron en la casa del padre, en la ciudad árabe. Tenían una habitación para ellos, un espacio donde sólo cabía la cama, sin luz, separado de las habitaciones de los cuñados por tabiques delgados, a través de los cuales Elzbieta se sentía no sólo escuchada, sino también espiada. Ni siquiera podían comer juntos; él comía con su padre y sus hermanos mayores; ella tenía que servirlos en silencio o volverse a la cocina con las mujeres y los niños, donde la hartaba su suegra a fuerza de besos, caricias, golosinas, y agotadoras jeremiadas sobre su vientre y sus riñones y preguntas casi obscenas sobre la índole de las caricias que le hacía o le pedía a su marido.

El segundo año, después de dar a luz a su hijo, que recibió el nombre de Mahmoud, se rebeló y arrastró en su rebeldía a Boubaker. Alquilaron un piso de tres habitaciones en la ciudad europea, en la calle de Turquie, tres habitaciones altas y frías, amuebladas horriblemente. Una o dos veces fueron invitados por compañeros europeos de Boubaker; una o dos veces organizó ella cenas insulsas para cooperantes insípidos; el resto del tiempo, tenía que insistir durante semanas para ir a comer los dos a un restaurante; él buscaba cada vez una excusa para quedarse en casa o salir solo.

Tenía unos celos tenaces y quisquillosos; todas las tardes, cuando su mujer volvía del consulado, tenía que contarle, con los menores detalles, todo lo que había hecho y enumerar los hombres a quienes había visto, cuánto tiempo habían pasado en su despacho, qué le habían dicho, qué había contestado, dónde había ido a almorzar y por qué había estado tanto rato hablando por teléfono con fulanita de tal, etc. Y las veces que iban juntos por la calle y se volvían los hombres al paso de aquella belleza rubia, le hacía unas escenas terribles, apenas llegaban a casa, como si fuera responsable del color rubio de sus cabellos, la blancura de su tez y el azul de sus ojos. Sentía que hubiera querido secuestrarla, sustraerla para siempre a los ojos ajenos, guardársela para su mirada sola, su sola adoración muda y febril.

Tardó dos años en calcular la distancia que mediaba entre los sueños que habían acariciado durante diez años y aquella realidad mezquina que, de allí en adelante, iba a constituir su vida. Empezó a odiar a su marido y, volcando en su hijo todo el amor que había experimentado, decidió huir con el niño. Gracias a la complicidad de unos compatriotas suyos, logró abandonar Tunicia clandestinamente, a bordo de un buque lituano, que la desembarcó en Nápoles, desde donde se trasladó a Francia por vía terrestre…

La casualidad quiso que llegara a París en lo más fuerte de los sucesos de Mayo del 68. En medio de aquella avalancha de embriagueces y felicidades, vivió una pasión efímera con un joven americano, un cantante de folk-song que dejó París la noche de la caída del Odeón. Poco después encontró esta habitación: era la de Germaine, la planchadora de Bartlebooth, que se jubiló aquel año, sin que el inglés le buscara sustituta. Se escondió los primeros meses, temiendo que Boubaker irrumpiera un día en su cuarto y se le llevara al niño. Más adelante se enteró de que, cediendo a las exhortaciones de su padre, había dejado que una casamentera lo volviera a casar con una viuda, madre de cuatro hijos, y se había ido a vivir otra vez a la Medina.

Empezó a llevar una vida sencilla y casi monástica, centrada toda ella en su hijo. Para ganarse la vida encontró una colocación en una sociedad de exportación e importación, que hacía comercio con los países árabes, y para la que traducía instrucciones para uso, reglamentos administrativos y descripciones técnicas. Pero la empresa no tardó en quebrar y desde entonces vive con los modestos honorarios que le paga el C.N.R.S.
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, para el que redacta análisis de artículos árabes y polacos en el
Bulletin signalétique
, completando este exiguo salario con algunas horas de limpieza.

En seguida, fue muy querida en la casa. El propio Bartlebooth, a quien debió su alojamiento y cuya indiferencia por todo lo que pasaba en la escalera siempre les había parecido a todos definitiva, le cogió cariño. Varias veces, antes de que su pasión mórbida lo condenara para siempre a una soledad más rigurosa cada día, la invitó a cenar. Hasta una vez —cosa que no había hecho nunca con nadie y que no hizo más— le enseñó el puzzle que estaba reconstruyendo aquella quincena: era un puerto de pesca de la isla de Vancouver, Hammertown, un puerto blanco de nieve, con unas cuantas casitas bajas y unos pescadores con chaquetas forradas, arrastrando a la playa una larga barca pálida.

Fuera de las amistades que ha hecho en la casa, Elzbieta no conoce a casi nadie en París. Ha perdido todo contacto con Polonia y no tiene trato con polacos exiliados. Sólo uno viene a verla con regularidad, un hombre más bien mayor, de mirada vacía, con una eterna bufanda de franela blanca y un bastón. Este hombre, que parece estar de vuelta de todo, dice ella que antes de la guerra fue el payaso más popular de Varsovia y es el que está representado en el cartel. Lo conoció hace tres años en el jardín de la plaza Anne de Noailles, mientras vigilaba a su hijo que jugaba con la arena. Fue a sentarse al mismo banco que ella y advirtió que leía una edición polaca de
Las hijas del fuego

Silwia i inne opowiadania
—. Se hicieron amigos. Viene a cenar a su casa dos veces al mes. Como no le queda ni una muela, le da leche caliente y crema de huevos.

No vive en París, sino en un pueblecito llamado Nivillers, en el departamento del Oise, cerca de Beauvais, en una casa de una sola planta, con ventanas de pequeños cristales multicolores. Allá acaba de ir de vacaciones el pequeño Mahmoud, que cumple hoy nueve años.

Capítulo LVIII
Gratiolet, 1

El penúltimo descendiente de los propietarios de la finca vive en el séptimo piso, con su hija, en dos antiguas habitaciones de servicio acondicionadas en forma de vivienda exigua pero confortable.

Olivier Gratiolet, sentado delante de una mesa plegable cubierta con un tapete verde, está leyendo. Su hija Isabelle, que tiene trece años, está arrodillada en el parquet; construye un castillo de naipes tan ambicioso como frágil. Frente a ambos, en una pantalla de televisor que ninguno mira, una anunciadora, surgida de un espantoso decorado de ciencia ficción —paneles de metal brillantes adornados con patrioteras rúbricas— y enfundada en un traje que pretende sugerir el futuro atuendo espacial, presenta la programación de noche, en un cartel cuya forma hexagonal recuerda vagamente el perímetro de la república francesa: a las ocho y media
El hilo amarillo
, fantasía policiaca de Stewart Venter: a principios de siglo, un audaz ladrón de alhajas se refugia en una armadía que baja por el río Amarillo, y a las diez
Esa hoz de oro en el trigal de las estrellas
, ópera de cámara de Philoxanthe Schapska, inspirada en el
Booz dormido
de Victor Hugo, en su estreno mundial con motivo de la inauguración del Festival de Besançon.

El libro que lee Olivier Gratiolet es una historia de la anatomía, un tomo de gran formato, apoyado horizontalmente en la mesa y abierto por la reproducción a toda página de una lámina de Zorzi de Castelfranco, discípulo de Mondino di Luizi, acompañada, en la página contigua, de su descripción, hecha un siglo y medio más tarde, por François Béroalde de Verville en su
Cuadro de las ricas invenciones envueltas en el velo de las amorosas tretas que están representadas en la Hypnerotomachia Poliphili
:

«El cadáver no está reducido al esqueleto pero la carne que queda está impregnada de tierra, formando un magma seco y como acartonado. Sin embargo, permanecen acá y allá los huesos: en el esternón en las clavículas en las rótulas en las tibias. el color general es un amarillo pardo en la cara anterior, la cara posterior negruzca y de un verde oscuro, más húmeda, está llena de gusanos, la cabeza se inclina hacia el hombro izquierdo, el cráneo está cubierto de canas impregnadas de tierra y mezcladas con restos de arpillera, las cejas están desnudas; la mandíbula inferior presenta dos dientes, amarillos y semitransparentes, el cerebro y los sesos ocupan aproximadamente los dos tercios de la cavidad craneal, pero ya no se pueden reconocer los diversos órganos que componen el encéfalo. La duramadre existe en forma de membrana de color azulado; casi se diría que se halla en su estado normal. Ya no hay médula espinal, resultan visibles las vértebras cervicales aunque parcialmente cubiertas de una leve capa de color ocre, a la altura de la sexta vértebra se encuentran las partes blandas internas de la laringe saponificadas. Las dos cavidades del pecho parecen vacías, sólo que encierran un poco de tierra y alguna mosca pequeña: están renegridas, ahumadas, carbonizadas, el abdomen está hundido, cubierto de tierra y de crisálidas; los órganos abdominales reducidos de tamaño no son identificables; las partes genitales están destruidas hasta tal punto que no se puede reconocer el sexo, los miembros superiores están colocados a los lados del cuerpo para que queden juntos los brazos los antebrazos y las manos. A la izquierda, parece entera la mano de un gris mezclado de pardo. A la derecha, es de color más oscuro y ya se han separado algunos de sus huesos. Los miembros inferiores están enteros en apariencia. Los huesos cortos no son más esponjosos que en estado natural pero sí más secos por dentro».

Olivier debe su nombre al hermano gemelo de su abuelo Gérard, que resultó muerto, el 26 de septiembre de 1914, en Perthes-lès-Hurlus, en Champagne, durante los combates que prolongaron la primera batalla del Marne.

Gérard, el hijo de los Gratiolet que había heredado la explotación agrícola en el Berry y había vendido casi la mitad para intentar, como había hecho su hermano Emile dividiendo la casa en partes, acudir en ayuda de su hermano Ferdinand y poco después de su viuda, había tenido dos hijos. Henri, el menor, permaneció soltero. En 1934, al morir su padre, se encargó de la explotación de la finca. Intentó modernizar sus instalaciones y sus métodos; pidió un préstamo hipotecario para la compra de material; y a su muerte, en 1938, a consecuencia de una coz de caballo, dejó tantas deudas que su hermano mayor Louis, el padre de Olivier, prefirió renunciar pura y simplemente a la herencia a tener que cargar con una explotación que tardaría años en volver a ser rentable.

Louis había estudiado en Vierzon y en Tours y había ingresado como funcionario en la Administración de Montes. Terminada la guerra, cuando apenas tenía veintiún años, le encargaron que organizara una de las primeras reservas naturales de Francia, la de Saint-Trojan d’Oléron, donde, igual que en el archipiélago de las Sept-Îles, frente a Perros-Guirec, cuyo acondicionamiento se había llevado a cabo en 1912, había que poner todos los medios para la protección y conservación de la fauna y flora locales. Louis fue, pues, a establecerse a Oléron, donde se casó con France Lidron, la hija de un artesano especializado en el hierro forjado, un viejo estrafalario que empezaba a infestar la isla de verjas y ornamentos de bronce dorado, a cual más agresivamente feo, pero cuyo éxito no pararía de confirmarse en lo sucesivo. Olivier, nacido en 1920, creció en unas playas desiertas entonces casi siempre y a los diez años ingresó, como pensionista, en el Instituto de Rocherfort. Odiaba el internado y los estudios, y se pasaba la semana, muerto de aburrimiento en el fondo de una clase, soñando en los paseos que daría a caballo el domingo. Repitió el tercer curso y suspendió cuatro veces la reválida, hasta que su padre renunció a que fuese bachiller y se resignó a verlo convertido en mozo de cuadra de un ganadero próximo a Saint Jean-d’Angély. Era un trabajo que le gustaba y en el que tal vez se hubiera abierto camino, pero menos de dos años más tarde estalló la guerra: lo movilizaron, cayó prisionero cerca de Arras, en mayo de 1940, y fue a parar a un stalag de Hof, en Franconia. Allí pasó dos años. El 18 de abril de 1942, Marc, el hijo de Ferdinand, que el mismo año de la quiebra y huida de su padre había ganado las oposiciones a cátedra de filosofía y había colaborado después como animador en algunas secciones del Comité France-Allemagne, entró a formar parte del gabinete de Fernand de Brinon, que acababa de ser nombrado secretario de Estado en el segundo gobierno de Laval. Al cabo de un mes, tras escribirle Louis solicitando su intervención, consiguió sin dificultad el regreso a casa del hijo de su tío.

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