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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (21 page)

BOOK: La yegua blanca
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Sintió un escalofrío y dio media vuelta.

La cerveza y el hidromiel corrían en abundancia. Se dirigió adonde estaban los barriles, contento de poder envolverse en su manto, porque el frío era intenso en el estrecho valle rodeado de los montes de los antepasados. Habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo, que aprovechaba cualquier oportunidad que tenía para sentarse un rato y beber. Al fin y al cabo, era lo que mejor sabía hacer.

La danza adquirió un tono más salvaje. Había que alejar a los espíritus del Samhain. Eremon observó con una sonrisa que Garda, la muchacha amiga de Conaire, arrastraba con entusiasmo a su hermano, instándole a que se uniera a la refriega. Llevaba semanas persiguiéndole.

—Mi señor.

Volvió la cabeza con sobresalto. Allí, a su lado, había otra chica. La conocía del castro. Se había dado cuenta de que le seguía con la mirada a todas partes. Tenía los ojos redondos y azules, una figura exuberante y un cabello rubio y recio. Sonrió. Desconocía su nombre.

—Soy Aiveen, señor, hija de Talorc. Tenía ganas de hablar contigo.

Una muchacha atrevida. Ninguna mujer se había acercado a él. Esa noche, sin embargo, estaba preparado para que alguna lo hiciera. El ritmo de la música era contagioso y no había olvidado las palabras que, aquel día en las marismas, le había dicho Conaire. Tomó un sorbo de hidromiel y acto seguido, impulsivamente, le ofreció un trago a la muchacha.

—Pues siéntate y habla conmigo, hija de Talorc.

Aiveen se sentó a su lado y aceptó la cuerna. Bebió sin apartar los ojos de Eremon.

—¿Te gusta nuestra fiesta, mi señor?

—Desde luego. Mucho más ahora que tengo compañía.

La chica sonrió, bajó la mirada con un gesto de falsa modestia y volvió la cara ligeramente. Ah, ahí estaba. El comienzo del juego. Primero la timidez, a continuación los comentarios sugerentes y luego ella le rozaría con la pierna… De pronto, se preguntó si le apetecía molestarse con una diversión tan predecible.
Con esa actitud, muchacho, puedes prepararte a tener las bolas azules durante muchas lunas.

Admiró el cuello de la muchacha y bajó la mirada, hasta donde sus redondos senos se apretaban contra el escote del vestido. Y entonces, gracias a la luz del fuego cercano advirtió algo. El vestido estaba adornado con plumas, plumas de cisne.

Frunció el ceño.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó, tocando una de las plumas.

La chica parecía desconcertada.

—Mi madre las recibió. Eran un regalo para mí. Yo creía que…

Eremon se echó a reír, rascándose la cabeza.

—Comprendo.

De modo que eso era lo que Rhiann hacía con sus regalos. Volvió la cabeza. Allí seguía, aún al lado del fuego, inmóvil, pálida y distante, muy distante. Al fin y al cabo, quizá no tuviera ningún sentido intentarlo.

Cuando Aiveen le rozó con la pierna, decidió apartar a Rhiann de sus pensamientos. Se echó hacia atrás, apoyando los codos en el frío suelo, y miró a la muchacha con una sonrisa.

—Esas plumas te sientan muy bien.

Aiveen le devolvió la sonrisa, segura de sí misma una vez más.

—Gracias, mi señor.

—Y deja de llamarme «mi señor» —repuso el erinés, acariciando la mejilla de la chica con un dedo—. Me llamo Eremon. Llámame así.

—Gracias, Eremon. —Al pronunciar su nombre movió la lengua con exagerada y evidente delectación. El cuerpo del príncipe respondió al gesto con una oleada de calor entre las piernas. Aiveen bebió un poco más de hidromiel y le devolvió la cuerna—. ¿Celebráis en Erín el Samhain como lo hacemos nosotros?

—Más o menos —contestó Eremon, mirando los asadores, los músicos y los danzarines—, pero no tenemos sacerdotisas.

La chica frunció el ceño. No quería que la recordasen a Rhiann. Maldiciendo su estupidez, Eremon le acarició el brazo con el dorso de la mano. La chica se estremeció ligeramente y se apoyó en un codo, más cerca del príncipe. En aquella postura, sus pechos se apretaban contra la fina lana de su vestido todavía más. Al alzar la mirada para mirarla a los ojos, Eremon advirtió su sonrisa de complicidad.

—¿Y qué hacéis cuando la fiesta termina? —preguntó la chica, con voz insinuante.

Eremon conocía muy bien ese tono. Aquello estaba resultando mucho más fácil de lo que había imaginado. Demasiado fácil, a decir verdad, pero eso simplificaba las cosas. Si no tenía que ganársela, no esperaría nada de él.

—Honramos a los dioses con nuestros cuerpos. ¿Qué hacéis vosotros?

Aiveen se echó a reír, echando hacia atrás la cabeza para exhibir su blanco cuello. Sus dientes eran nacarados incluso a la luz del fuego.

—Nosotros hacemos lo mismo.

—¿Y cuánto tiempo hay que esperar para que comiencen esas… diversiones?

Aiveen sonrió y lo miró directamente a los ojos.

—Las mujeres hablaban mucho de ti. Decían que serías difícil, que, a lo mejor no te gustaban las chicas.

—Ninguna se había acercado.

—Bueno, yo soy muy valiente.

—Sí que lo eres. —Le acarició la mano—. ¿Y qué piensas decirles ahora?

—Evidentemente, les diré que no te gustan las mujeres.

Eremon se echó a reír. Por lo menos era ingeniosa, lo cual hacía las cosas mucho más interesantes.

—No has respondido a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Cuánto tiempo hay que esperar.

Aiveen le quitó la cuerna de la mano, la dejó en el suelo y se levantó. En sus ojos se vislumbraba el triunfo. Ah, sí. Ser la primera tendría gran importancia para una chica como ella. Por un momento, pensó en su padre, pero, acto seguido, apartó ese pensamiento de su mente, Era príncipe; para ella, era un honor entregarle sus favores, A Talorc le complacería la relación.

—Eremon de Erín no tiene por qué esperar —dijo la muchacha, tendiendo la mano para ayudarle a levantarse—. ¿Es caliente tu manto?

Eremon se arrimó a ella, cogiéndola por la cintura. Pudo sentir la curva del cuerpo, el calor de su piel a través de la ropa.

—El manto no mucho, yo lo soy más.

Se alejaron de la hoguera hacia la oscuridad de las lomas. Eremon se detuvo un momento para mirar atrás. La figura solitaria del montículo no se había movido. En mitad del tumulto, a la luz rojiza y titilante del fuego, seguía inmóvil y plateada.

—Eremon.

El susurro provenía de la oscuridad. Se dio la vuelta y lo siguió.

Capítulo 18

La larga oscuridad

El día en que el aire transportaba el sabor de las primeras nieves, los epídeos empezaron a curar carne para la estación venidera. Era una tarea ardua y también sangrienta que, sin embargo, agradaba a Rhiann, sobre todo porque requería esfuerzo físico. Era ella la encargada de supervisar el trabajo de las mujeres en el cobertizo donde se almacenaban las carnes para curar. Un lado estaba abierto al patio de la matanza, por lo que el lugar estaba impregnado del aliento del ganado, los juramentos de los hombres y el trajín de las bestias que éstos metían a empellones por las puertas.

—Tome, señora. Una de las sirvientas le ofreció un paño para limpiarse las manos. Acababa de meter un trozo de carne en un barril lleno de sal.

En realidad, no tenía por qué estar allí. Había bendecido ya el ganado para la matanza y las ancianas del castro sabían preparar la carne mejor que ella, pero, muy pronto, las nieves lo cubrirían todo y, durante muchas lunas, tendría que hacer frente a una reclusión obligada sin nada en que entretenerse salvo coser y poco más.

Reprimió un bostezo y observó que las sirvientas la miraban de reojo. Darles un nuevo motivo de conversación era lo último que deseaba. Las ojeras y el cansancio sólo podían significar una cosa cuando una era recién casada. Si supieran la verdad…

Apenas veía a su marido en los pocos momentos libres que tenía, entre la recogida de las últimas bayas, el descremado de la leche, la preparación de la cuajada y la bendición de los almacenes de grano antes de que quedaran sellados con tapas de arcilla. Se encargaba también de que al príncipe y a sus hombres no les faltara comida, pero no solía almorzar con ellos y siempre se excusaba, afirmando que tenía que atender a algún enfermo en su choza, lo que no siempre era mentira. Comía algunas veces en la Casa del Rey, pero se sentaba junto a Brica en el lado de la piedra del hogar reservado a las mujeres. Sólo por las noches estaba más cerca de Eremon, porque compartían una alcoba en el piso de arriba de la Casa del Rey.

Pero, y esto aún no podía creerlo, el príncipe jamás la tocaba. Aun más, evitaba toda posibilidad de tocarla. Después de conversar hasta muy entrada la noche con sus hombres, apartaba la mampara que protegía el lecho y la encontraba echada de lado, de espaldas a él, arrimada a la pared. Se tumbaba cerca del borde del camastro y ella ni siquiera sentía el calor de su cuerpo.

Al principio, se quedaba despierta, tensa y rígida, esperando sentir la mano del príncipe en el hombro y sin saber qué haría cuando eso ocurriera, porque ahora estaba en la casa real y allí dormían muchas otras personas. Todas las noches le oía moverse y dar vueltas; sabía que también él estaba despierto, pero no la tocaba. En consecuencia, las ojeras y el mal humor de ambos suscitaban muchas miradas cómplices en el castro y especulaciones sobre lo que les mantenía despiertos. Era una tortura insoportable para Rhiann, pero había algo peor.

Porque, a tenor de lo sucedido, no tenía más remedio que admitir que, después de todo, Eremon de Dalriada daba muestras de ser un hombre de honor.

Rhiann tenía los ojos entornados y llorosos a causa del viento helado que anunciaba la proximidad de la nieve, y tuvo que parpadear para aclarar la vista. Más miradas.
Diosa de mi corazón.

Introdujo la mano en uno de los barriles donde se guardaban los encurtidos y se lamió los dedos.

—Maire —dijo a la criada que tenía más cerca—, debes añadir otros cinco cazos de sal. Anga, este año necesitamos más toros ahumados, cien en total.

Dejó el paño, recogió su manto y se acercó a la puerta que daba a la calle principal de la ciudad. Le goteaba la nariz y las manos empezaban a dolerle de frío.

Voy a pedirle a Brica que me lave los pies con agua caliente.

Precisamente entonces, una dulce fragancia se impuso al olor de la sangre y de la nieve. Aiveen, toda enjoyada, y sus sirvientas pasaron apresuradamente. Rhiann no tardó en averiguar el motivo de sus prisas: Eremon y sus hombres se aproximaban a las puertas de la ciudad. Mientras el grupo pasaba por delante de ella en su camino hacia el castro, Rhiann oyó que Conaire decía algo y vio que Eremon le respondía con media sonrisa sardónica. A continuación, Aiveen echó hacia atrás la cabeza, llevándose los dedos al cuello. Su risa aguda y tintineante se elevó por encima del bullicio de la ciudad.

Rhiann torció el gesto. Tal vez el príncipe fuera un hombre honorable, pero tenía que ser también un poco estúpido para gustarle una chica como aquélla.

Eremon recibió la visita del druida en la Casa del Rey el día que cayó la primera nevada.

—No, Rori, tienes que agacharte, ¡no retroceder! —dijo Eremon, apartándose del poste del techo para agarrar a Rori por el brazo con que manejaba la espada.

El adversario del chico, Colum, apoyó en el suelo la punta de su arma. Estaba sin aliento, pero sonreía. Los hombres de Eremon habían apartado los bancos y practicaban por parejas en torno al hogar. Conaire y Aedan jugaban al
fidchell
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al otro lado del fuego, junto a una olla con un guiso de venado. Cù dormitaba tumbado al pie de las banquetas.

—Mira —le dijo Eremon a Rori—. Éste es el movimiento que ha hecho Colum. Voy a repetirlo más despacio. Y ahora, muéstrame lo que has hecho tú. Has retrocedido aquí y… —Eremon atacó a fondo con su espada, girándola hacia arriba en el último momento para tocar con la punta la axila de Rori, una de sus partes vulnerables—. ¿Lo ves? ¡Has dejado al descubierto todo tu flanco! Que él cambie el ataque no significa que tú tengas que abandonar la defensa que te he ensenado. ¿O sí?

Rori se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.

—No, señor.

—Haz lo mismo en la batalla y acabarás destripado igual que un pez.

—Sí, señor.

El hueco de la puerta se oscureció. Cuando Eremon levantó la vista, vio a Gelert.

—Ahora, hazlo otra vez —dijo, hablando todavía con Rori—. Colum, intercambia tu lugar con Fergus, quiero ver al muchacho frente a otro contrincante.

El príncipe se acercó al druida, que escudriñaba la sala sin perder detalle. Sobre su pálida túnica llevaba un manto de pieles.

—Has convertido la casa de nuestro rey en un campo de batalla —observó Gelert.

Eremon se limpió el sudor de la cara con su túnica, que había enrollado, y la puso bajo el brazo. Para ejercitarse junto al fuego, él y sus hombres estaban con el torso desnudo.

—¿Y no es ésa la razón de que me hayáis invitado a vivir aquí? ¿Quieres cerveza?

El druida rechazó la invitación de Eremon con un gesto, pero el príncipe aceptó la copa que le llevó una sirvienta. La apuró de un trago y no quiso ponerse la túnica. Gelert observó su cuerpo bañado en sudor con evidente menosprecio.

—Belen me ha dicho que has convencido al Consejo para que apoye un extraño plan de tu invención mientras yo estaba en el Norte. ¿Quieres que hagamos levas?

Eremon devolvió la copa a la muchacha.

—Exacto.

—Esa es una cuestión muy delicada, príncipe. Queremos conservar el trono, no invitar a los clanes rivales a vivir aquí.

—Ya le dije a los miembros del Consejo que hay razones de peso, por eso aceptaron. Si queréis que sea vuestro caudillo, tenéis que dejar que tome alguna iniciativa.

—En el campo de batalla sí, pero…

—Gran druida, estoy intentando formar aquí un ejército lo bastante fuerte para resistir a los romanos. No es a una partida de ladrones de ganado a lo que nos enfrentamos. Es necesario cambiar algunas cosas.

Gelert miró al príncipe con un destello de furia.

—Te estás inmiscuyendo en los asuntos de la tribu. Tenías que haber hablado conmigo, ése era nuestro… pacto.

Muy despacio, Eremon puso la punta de su espada de instrucción en el suelo de tierra y se apoyó en la empuñadura con ambas manos. Aunque el druida no se movió, en su mejilla temblaba un músculo.

—Me he inmiscuido en los asuntos de la tribu, es cierto —aceptó Eremon—, pero en estos tiempos, la política y la guerra son una misma cosa. —Recorrió con la mirada los escudos que adornaban la sala—. Es extraño, pero, en Erín, los druidas circunscriben sus considerables poderes al mundo de los espíritus. Dejan asuntos más mundanos, como la guerra, en manos de tipos como yo. —Contempló a Gelert con frialdad—. ¿He de entender que aquí las cosas son distintas? Si es así, pediré a Belen y al resto del Consejo que me expliquen cómo son.

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