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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (75 page)

BOOK: La yegua blanca
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Pero no podía evitar el presentimiento de que les esperaba algo más que todo eso.

Vio el camino plateado que resplandecía a lo lejos, primero en la Ría de las Focas, y luego un atisbo de antorchas y hogueras entre los albergues de las sacerdotisas, agrupados a sotavento del cabo. Fola hizo detenerse a su caballo.

—Las Piedras —susurró Rhiann, pasando de largo, el pálpito haciéndose cada vez más hondo, hasta convertirse en miedo—. Puedo sentir las Piedras.

Fola se giró en su silla de montar.

—¿Creías que no podrías? Una vez entrenada para oír y sentir, eso nunca se pierde. Te dan la bienvenida, tal y como nosotras lo hemos hecho.

Y Rhiann recordó de nuevo la sabiduría que había recibido, tantos años atrás.

Esta isla no está donde la puedas ver, sino donde la puedas sentir. Ríos de poder corren bajo la tierra y, donde se entrecruzan, se alzan los portales: los centinelas.

Un camino bordeaba los albergues, subiendo hasta el cabo y los dedos negros que se alzaban en su cima.

—¿Quieres ir a verlas? —le preguntó Fola—. No creo que nos lleve más de un momento.

Rhiann asintió y condujo al caballo por el camino corto y arenoso. Luego, allí estaban, alzándose como un círculo de bailarines en actitud de súplica hacia un cielo estrellado. Erigidas por los Antiguos tanto tiempo atrás que la fecha se había perdido en la memoria, adoptaban la forma de una gran cruz de brazos iguales con un círculo en el centro.

La noche se había vuelto más fría ahora, cerca del alba, y, en el silencio, el único sonido que resonaba entre una nube de vapor era el de la respiración de Rhiann.

Ahí, las vidas de las hermanas se consagraban al cuidado de esas piedras, propiciándolas con ritos y ofrendas. Mantenían el equilibro de la Fuente lo mejor que podían, pero las criaturas de la Madre aún morían sin razón. Miró hacia el Norte, ahí donde se encontraba el
broch,
fuera de la vista, detrás de las colinas. La gente que amaba aún moría.

¿Por qué?

Las Piedras no respondían. Sabía empero lo que hubieran podido decirle, ya que muchas veces había hecho la misma pregunta a las hermanas mayores, una pregunta que fue atormentándola cada vez más, después de la incursión. Y la respuesta era siempre la misma, hasta que llegó un momento en el que ya no quiso oírla más.

Existe un patrón en el tejido de Este Mundo que no podemos ver. Cada acción es un hilo en ese patrón, aun cuando traiga pesar y dolor. La Madre teje para todos sus hijos, pero nosotros sólo vemos los hilos más cercanos. Un día, sin embargo, lo veremos entero y entonces derramaremos lágrimas de alegría, no de dolor.

Hizo que el caballo enfilase el camino de vuelta, por la senda hasta la vía principal, con el corazón sombrío en el pecho. Conocía bien las enseñanzas, pero había perdido la fe. ¿Se darían cuenta las hermanas? En aquel lugar sacrosanto, esa falta de confianza y el haberse apartado de la Diosa se podrían interpretar casi como un insulto para aquellas que habían seguido el camino correcto durante toda la vida, intactas al mundo exterior.

Luego enderezó los hombros. Eso es lo que era… todo eso: rota, manchada y herida. Quizás no se atreviese a cruzar nunca más el umbral, pero era hora de que lo intentase.

Fola y ella cabalgaron hasta la hondonada cubierta, en la que marchitos serbales y espinos murmuraban juntos, y el pequeño grupo de casitas de piedra se apiñaban como ancianas ante un fuego invernal.

Fola se llevó los caballos y Rhiann se quedó sola con sus pensamientos durante un instante, en el patio ante el albergue de Nerida. El corazón le martilleaba ahora en el pecho y tomó una bocanada profunda de aire para calmarse, recurriendo a su calidez en la forma en que le habían enseñado. En la forma en que le habían enseñado
allí.

Más tarde, Fola regresó para tomarla de las manos y llevarla dentro.

La atmósfera de la habitación estaba viciada porque el fuego había ardido con fuerza durante toda la noche. Las llamas iluminaban los muros desnudos, los escasos bancos, la cama estrecha con el cobertor de lana desteñida. Nada sugería que vivía allí una gran sacerdotisa, pero todo estaba tal y como Rhiann lo había visto por última vez… cuando pronunció aquellas palabras amargas contra una a la que había amado con todo su corazón.

Y allí estaba ella, Nerida, sola en la silla de madera y mimbre, ante el fuego. Sólo habían transcurrido tres años. Se sentaba encorvada en la silla y no erguida, y sus rizos grises eran ahora tan blancos como la nieve, pero sus ojos azules eran aún claros y sin velar; a Rhiann le fallaron las palabras ante la pureza de su mirada.

La incomodidad sólo le duró un instante, ya que en esa mirada no había sombra de recriminación. Ninguna. Luego, la Hermana Mayor le tendió la mano.

Antes de saber lo que estaba haciendo, Rhiann se había lanzado a los pies de Nerida para apretar el rostro contra la palma blanda y arrugada. Nerida no se movió ni habló, mientras se producía el deshielo en el corazón de Rhiann. El hielo se resquebrajó y los tres años de soledad se liberaron en una cascada de lágrimas salinas; tres años de una soledad tan completa que le habían dolido desde el momento de levantarse hasta el de irse a dormir.

En mitad de todo ello, se dio cuenta de que había hundido el rostro en el regazo de la Hermana Mayor, las rodillas frías sobre el suelo de piedra, y que las viejas manos estaban revolviéndole el pelo. Allá donde se posaban, se veía bañada en calidez, como si sintiera el resplandor del Sol en su cabeza, y esa calidez parecía drenar el veneno de su corazón.

No ha sido tan duro, después de todo,
escuchó Rhiann en su mente.
Eres muy obstinada, pero eso no es malo. Necesitarás esa fuerza.

Rhiann alzó la mirada mientras se limpiaba el rostro.
¿Cómo has podido siempre hablarme así? ¿Incluso entonces?

Era como si Nerida guardase la profundidad del cielo nocturno en los ojos: estanques de zafiro como las centellas de la antigua sabiduría. Y aun así Rhiann sintió una sonrisa muy humana en su corazón.
Tú no eres la única que ha crecido estos últimos años.

Y Nerida habló, y su voz fue como viento cruzando las algas.

—Así que has venido por fin, niña, para dejar la carga en el mismo sitio en que la tomaste.

Capítulo 74

Rhiann abrió los ojos para encontrarse con el entramado de un tejado bajo y gastado y un muro de enyesado rústico: una visión que creía perdida para siempre. Se apoyó sobre los codos y parpadeó despacio. Tenía hinchados los parpados y se sentía molida, y aun así la energía cantaba en su corazón.

Generaciones de jóvenes habían contemplado ese techo mientras se preguntaban, en el caso de las recién llegadas, qué les ocurriría. Y más tarde, para revivir el prodigio de sus primeros ritos: el fértil Beltane, el embriagador jolgorio de Lughansa, el aroma de las hogueras de Samhain.

Sus propios recuerdos —las carreras de caballos con Fola por la pradera, las danzas al alba en la playa— brotaron entonces y se hundió otra vez en la almohada.

Más tarde irrumpió una imagen de Rhiann y Elavra, su madre adoptiva, mientras vendían alubias a las puertas del
broch.
Por una vez, los recuerdos se demoraron y ella no los obligó a avanzar…: la sal en el aire, los débiles balidos de las ovejas, la risa de Marda y Talen mientras jugaban en la playa de arenas pálidas hasta el caer de la noche.

Las imágenes pasaron por su mente, una tras otra, y la risa de Fola resonó al otro lado de la cortina de la cama justo cuando se acercaba el tiempo de la sangre y el dolor.

—¡Despierta, dormilona! Quedan dos días para Beltane y tenemos mucho que hacer; ya te has perdido las alabanzas al Sol. ¡Date prisa!

A pleno sol, el grupo de blancas casas, amarilleadas por el aire salino, le pareció más pequeño a Rhiann, pero los rostros que se agolpaban a su alrededor eran los mismos: viejas amigas que preguntaban y exclamaban ante el cambio que había experimentado, en tanto que las novicias la observaban llenas de curiosidad.

Rhiann miró a su alrededor.

—¿Dónde está Brica? —preguntó a Fola—. Esperaba verla.

—¿Brica? Ah, sí. Se volvió con su propia gente en la costa Norte, No quería servir aquí nunca más. —Fola se encogió de hombros—. La verás en Beltane… ¡Toda la isla va a estar presente!

Nerida estaba sentada en un banco apoyado contra un muro del edificio, empapando de sol sus viejos huesos. Cerca se encontraba Setana, la segunda de mayor edad y el mejor canal de la Hermandad para conectar con la Madre. La gente del
broch
creía que Setana estaba mal de la cabeza porque decía cosas extrañas y reía cuando otros guardaban silencio, pero eso formaba parte de su don: permanecía tan abierta que estaba con un pie en el Otro Mundo y un pie en éste. Eso se reflejaba en sus facciones: ojos videntes y extraños en un rostro infantil, de grandes mejillas y sonrosado por el sol.

Ambas hermanas habían pasado la vida entera al servicio de la Diosa en su propia isla. Muchos festivales se habían celebrado bajo su dirección, muchos niños habían nacido en sus manos firmes, muchas almas habían encontrado consuelo en sus cuidados, durante sus últimas horas en Este Mundo. Eran parte de la misma tierra, enraizadas con tanta fuerza como las Piedras mismas, y la actividad de las hermanas giraba en torno a Nerida y Setana como si fueran rocas gemelas en mitad de una torrentera mientras las otras atendían a sus deberes.

El regreso de Rhiann, aunque trascendental para ella, debía quedar postergado ese día, ya que había mucho que hacer al estar Beltane tan cercano. Pero, en todo caso, eso era lo que la joven quería: aún le resultaba inconcebible el paso que había dado y, tras encontrar alivio, sólo quería sumergirse en los ritmos de su viejo hogar.

Mientras seguía a Fola a la lechería, se detuvo a mirar los monolitos que coronaban lo más alto del cabo, sus superficies, hechas de una piedra extraña, que resplandecía al Sol. Ya los bardos reunían las energías del Otro Mundo mediante sus cánticos, que atraían la Fuente desde el río de poder subyacente.

Más allá de la escena que se desarrollaba delante de ella, de las casas, el ordeño de cabras y la siembra de grano, una opresión crecía en el aire. Rhiann la sentía hormiguear a su alrededor, así como en el batir de la leche y en el prensado del queso; la sentía crecer hasta que golpeteó en sus sienes como sangre latiendo en un día cálido.

La sacerdotisa más vieja no interrumpió sus labores y tan sólo intercambiaron miradas de conocimiento.

Pero las doncellas se miraban de refilón unas a otras y se preguntaban quién sería la enviada para yacer con el Venado en los fuegos de Beltane.

Eremon nunca había visto uno de los famosos
broch
norteños. Cuando sus hombres y él subieron por el camino hasta la monumental torre de piedra, encaramada a un acantilado sobre una resplandeciente ría, le maravilló que se hubiera construido una morada como aquélla en los límites de Alba.

Aunque, por supuesto, aparte de por la técnica empleada para erigirlo, aquel
broch
le interesaba por otras razones. Taloneó el caballo que le habían prestado y cuando llegaron a las puertas del muro miró por una angosta cañada hasta el mar, desde donde se obtenía un atisbo de guijarros bajo la marea en alza.

Ahí fue donde empezó la pesadilla de Rhiann. Ahí fue donde presenció la matanza de su familia.

Ese día el Sol se reflejaba sobre las aguas, bañando la colina sobre la que se alzaba el
broch,
salpicada de brezo y musgo, rozando los techos de paja del poblado disperso por la ladera. Pero, pese a la belleza del día, a Eremon le embargó un sentimiento de completa desolación, ya que, en verdad, era allí donde había perdido a Rhiann. Si no hubiese quedado tan herida por lo ocurrido, puede que su odio hacia los guerreros no se hubiera interpuesto entre ellos al comienzo, y agriado lo que de otra forma pudiera haber llegado a ser algo.

Aún estaba cegado por el arrebol del Sol cuando se inclinó para pasar bajo el ciclópeo dintel y ascender por las escaleras hasta el salón de la primera planta. Pero, cuando se le aclaró la vista, se vio frente a alrededor de una veintena de hombres acomodados en asientos junto al fuego, entregados ya por completo a sus cervezas. Vestían capas de cuadros y pieles de distintas bestias, y sus ornamentos eran conchas, pizarra y cobre.

Dejaron de hablar entre ellos de golpe. El erinés observó los ojos negros fijos en su brillante espada y en las torques de oro que sus hombres aún llevaban, ya que iban tan ceñidas al cuello que ni el mar podía arrebatarlas. Sí, pese a sus ropas maltratadas y manchadas de sal, aún tenían la suficiente prestancia ante los ojos de cualquiera. Y el mensaje de Nectan tenía que haberles servido de presentación. Eso esperaba.

Nectan se colocó a junto a él.

—Señores —dijo—. Éste es Eremon mac Ferdiad de Erín.

Eremon inclinó la cabeza y los reyes de las tribus occidentales asintieron.

—Eres bienvenido —le saludó uno de los hombres al tiempo que se incorporaba. Tendría sólo unos pocos años más que Eremon, pero era más bajo y fornido, de mejillas rubicundas y un bigote negro caído. Una capa de piel de foca le cubría las espaldas—. Soy Brethan, el jefe aquí, ahora que Kell y los suyos se han ido. Nectan dijo que eres el «hombre unido» a Rhiann, la hija adoptiva de Kell y Elavra.

Eremon asintió.

—Vienes de parte de Calgaco la Espada —recalcó otro hombre.

—Sí. Soy el actual caudillo de los epídeos. Ellos y los caledonios se han aliado contra los invasores…, los romanos. —Mientras hablaba, Eremon empujó la piedra de jabalí que llevaba a la garganta y la mostró a la luz—. Éste es un presente del propio Calgaco.

Brethan hizo una seña y un joven druida, que se había mantenido entre las sombras, se acercó para escrutar los símbolos antes de agitar la cabeza en señal de asentimiento.

—Es como él dice.

Se escuchó un murmullo general, pero ya Eremon pudo sentir, por lo lento de sus voces, que llevaría mucho trabajo galvanizar a esos hombres para que acometiesen actos y palabras ardientes.

—Creo que tienes mucho que contarnos —dijo Brethan—, pero los reyes han llegado esta misma mañana y primero tienen que arreglar sus propios asuntos. Luego, escucharemos tu alegación.

Setana golpeteó con su bastón en la jamba de la puerta de Nerida y entró sin esperar respuesta. Nerida se sentaba ante su hogar, como gustaba de hacer tras la salutación del Sol, bebiendo su matutina infusión de madreselva para los dolores de huesos y los achaques de la edad. Veía muchas cosas en el fuego.

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