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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (71 page)

BOOK: La yegua blanca
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La epídea se encogió de hombros con tristeza.

—Puede que tengas razón. Tan sólo te pido que seas precavido.

Él cabeceó su asentimiento y puso sus manos sobre las de la joven, fija en el mástil.

—Dime siempre lo que sientas, Rhiann. Yo siempre te tomaré en serio.

Rhiann esbozó una sonrisa forzada.

—Lo sé.

Eremon apartó la mirada de repente, mientras la sangre se agolpaba en sus mejillas.

Se comportaba ahora con ella como un niño, pensó, asombrada. Tan diferente a antes, pero luego se corrigió.
Ha sido diferente desde hace muchas lunas. Soy yo quien mantiene la separación.

Más tarde se sentó junto a Dala, mientras ésta dormía, y observó las aguas oscuras y calmas que tenían a proa. Todo parecía ir bien, las olas livianas lamían la proa, las gaviotas chillaban y giraban alrededor. El borde de los acantilados de tierra firme se había desportillado donde las rocas quebradizas habían caído al mar; se veían arrecifes cubiertos de brillante césped verde y, de vez en cuando, ondulaciones de arena acumulada y bahías que ofrecían refugio contra el mar.

Por la noche dormían en tierra, en pequeñas caletas, aunque vieron poca gente o columnas de humo, ya que las tierras de la lejana costa Norte eran salvajes y pocos osaban alzar una morada en aquel suelo batido por la lluvia.

Por último, a la sexta mañana de calma, hicieron avanzar el bote y remaron hasta salir de los riscos que los encerraban, y a lo lejos, en el horizonte occidental, vislumbraron un débil atisbo ocre en el cielo. Las olas suaves que golpeaban contra el casco se quebraron coronadas de espuma al llegar a aguas más abiertas.

El capitán escupió sobre la borda y se frotó el mentón.

—Ahí viene —anunció; bizqueó, mirando en todas direcciones—. Nos acercamos con rapidez al gran cabo y en la punta no hay varaderos —explicó a Eremon. Los hombres de los remos ladearon las cabezas para escuchar—, aunque creo que pasaremos a tiempo y llegaremos a la bahía del otro lado.

—¿Seguro? —Eremon escrutó el cielo—. Estamos en tus manos.

El capitán dudó y luego sonrió de oreja a oreja, enseñando los dientes.

—¡Estaré seguro si tus hombres y los míos son capaces de remar tan rápido como vuelan los sabuesos de Araw!

Eremon miró a los riscos que caían a pico. Con el resurgir del viento, sus sentidos se habían agudizado ante la amenaza que había sentido Rhiann.

Bueno, le habían entrenado desde su nacimiento para lidiar con peligros inesperados. Lo mismo que él, sus hombres estaban preparados para casi cualquier cosa y los remeros de Calgaco sabían manejar un bote. Confiaba en que, todos juntos, estarían a salvo.

Dioses. Espero no atraer la mala suerte a los viajes por mar.

Capítulo 68

Parece que nuestro capitán fue demasiado optimista respecto al tiempo.

Eso ocurría unas pocas horas después. Eremon se agarraba a un cabo al tiempo que sujetaba a Rhiann con el otro brazo. El mar se agitaba incansable bajo el casco y la oscura nube situada a proa se encabritaba como si fuera una ola que crecía cada vez más rápido, según balbuceó furioso el capitán.

Luego, la nube eclipsó el Sol poniente de forma abrupta, cuajando el aire de oscuridad y haciendo amarillear la luz. Golpes racheados de viento azotaban las jarcias bajo la mano de Eremon, cuando soltó a Rhiann y se volvió hacia el capitán.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

El sudor, fruto de los nervios, bañaba el rostro del hombre, que se limpió la frente con un brazo.

—La marejada nos ha enviado cerca de los acantilados. —Señaló a las rocas, unos ominosos dientes refulgentes entre la espuma, que asomaban en la base del cabo—. Tenemos que virar de inmediato y buscar la última caleta.

Viraron y enfilaron la embarcación de vuelta al Este durante lo que pareció una eternidad; en medio de aquel resplandor sulfuroso y con el viento convertido en un gemido suave y fantasmal, se perdía la noción del tiempo. Ahora, encaramado sobre la proa en la creciente oscuridad, el rostro de Eremon había perdido cualquier rasgo infantil.

—¡Creí que tu Diosa velaba por nosotros! — murmuró cuando Rhiann, que se apartaba de los ojos el cabello azotado por el viento, se unió a él.

—Su voluntad nunca es clara —respondió ella.

—Entonces depositaré mi fe en poderes terrenales: las manos de mis hombres y las mías propias. Eso es lo que nos salvará. —Se giró y ordenó a voz en grito que trincaran los paquetes y barriles sueltos; mientras, Rhiann se deslizó de vuelta al refugio, donde se agazapaba Dala con los ojos desorbitados y la mirada extraviada. Caitlin permanecía tumbada bocabajo junto a Dala y sonrió débilmente al ver que Rhiann la miraba. Era criatura de tierra firme y los brebajes de Rhiann la habían ayudado muy poco en las últimas horas.

—La tormenta viene a buscarme —susurró entonces Dala—. Debo escapar de él, tengo que hacerlo.

—Nos salvaremos. —Rhiann espantó sus propios miedos y apoyó una mano en la cabeza de Dala, que estaba empapada de sudor—. Estamos ya cerca de un varadero, niña. No te preocupes.

—No, no. Voy a morir —dijo Dala con voz débil—. El final de mis tormentos se acerca y corro a su encuentro para ser libre.

Rhiann se estremeció ante la energía que surgía del liviano cuerpo que tenía junto a ella. ¡La muchacha tenía el poder! Tomó las manos heladas de Dala y las apretó entre las suyas.

—No, niña, regresa. ¡Corre hacia la vida, no hacia la muerte!

Pero Dala la miró con ojos ausentes y predijo:

—Vivirás, señora. Tú y tu amado.

Las miradas de Rhiann y Caitlin, que ahora tenía los ojos desorbitados y relucientes de pavor, se encontraron en el preciso momento en que una estremecedora secuencia de olas, una avanzadilla de la tormenta desatada sobre el océano días antes, embistió contra el bote. Aún asiendo los dedos helados de Dala, Rhiann cerró los ojos al verse las tres arrojadas contra el mamparo del cobijo por un golpe de viento, y cayó de rodillas.

Madre, libéranos.

Más a popa, los remeros luchaban por mantenerse en sus sitios frente a las olas desatadas, que no dejaban de cobrar fuerza gracias al viento que arreciaba rápidamente. Eremon tiró de su remo hasta que el sudor comenzó a brotar de su frente, al tiempo que lanzaba miradas desesperadas por encima del hombro esperando encontrar algún atisbo de la bahía que señalaría que llegaban a lugar seguro.

¡Por las pelotas de Hawen! ¡Nunca más volveré a subir a un bote!

Mientras miraba atrás de nuevo, el temor a las olas y el viento se convirtió en una súbita rabia al ver cómo uno de los hombres luchaba por ponerse en pie y abandonaba el remo. El hombre, aquel tipo alto de piel picada, se tambaleó y cayó en cubierta cuando otra ola golpeó el bote. Eremon apartó su propio remo y se lanzó adelante con los puños cerrados.

Pero la agria reprensión murió en su garganta cuando, a la cárdena luz de la tormenta, pudo ver curvados en un terrible rictus de desesperación los labios del hombre que le miraba desde el lugar donde permanecía acuclillado. El dolor rezumaba de él de tal forma que oprimió el pecho de Eremon y rebosó el bote igual que la sangre colma una herida.

Luego un grito hendió el aire; Eremon se volvió ahora hacia el ultraterreno sonido y vio a Dala parada junto al cobijo; señalaba con el brazo al hombre de la cara picada mientras Rhiann la sujetaba. Y cuando los ojos de Eremon siguieron la línea de los dedos de Dala, la impresión le hizo tambalear, ya que el hombre se había incorporado y ahora aferraba una espada con ambas manos. Se dirigía con dificultad hacia la borda del bote.

¿Irá a matarse?,
pensó atónito Eremon.

Pero, en vez de ello, el hombre miró a los ojos a Eremon y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—Perdóname —gritó.

Y, con esas palabras, se dejó caer con la espada apuntando hacia abajo como una gaviota que se lanza en picado. El peso de su propio cuerpo hizo que el acero traspasara el cuero endurecido del casco del
curragh.

Capítulo 69

¡No!

Con los brazos extendidos, Eremon se lanzó hacia el hombre por encima de los bancos de un gran salto, pero era demasiado tarde. El agua irrumpió a través de un gran boquete y le bañó el rostro cuando él cayó sobre el casco.

Se incorporó de inmediato en busca del traidor, pero éste, esquivo como una comadreja, saltó por encima de la borda a las negras aguas antes de que pudiera capturarlo.

Sólo entonces comprendió el erinés que el oleaje los había empujado hasta doblar por fin el cabo, pero se habían acercado demasiado al pie de las rocas desnudas y se vieron lanzados contra un chorro de hirviente espuma que le hizo caer de rodillas.

Se escuchó otro grito de agonía. Eremon bajó los ojos a tiempo de ver al amante de Dala inclinado con desesperación sobre la proa, pero no había rastro de la reina de Maelchon. Cuando Rhiann gritó de nuevo, el guardián había desaparecido también, había saltado en pos de su amada. El príncipe se tensó para seguirlos, mas una mano le agarró por el brazo y se lo impidió.

—No puedo permitírtelo, hermano —le advirtió Conaire al tiempo que le señalaba las revueltas aguas.

El capitán impartía órdenes frenéticas a los remeros de la banda de tierra y éstos, llenos de pánico, apartaron el bote de las rocas con unos cuantos golpes de remo. No vieron asomar ni a Dala ni a su guardián en la vorágine de espuma blanca y aguas negras. A quien se aventurase ahí, no le aguardaba otra cosa que la muerte.

Desesperado, Eremon observó el agujero abierto por la espada. La fuerza con que había caído el traidor había ocasionado un gran desgarrón y disponían de poco tiempo, dado que las bullentes aguas les llegaban ya a los tobillos. Alguno de los hombres había dejado de remar y comenzaba a achicar con el primer recipiente que encontraba a mano.

—¿Llegaremos a tierra? —le gritó Eremon al capitán para hacerse oír por encima del aullido creciente del viento.

—¡Creo que sí! —asintió el hombre con voz entrecortada, apuntando a las rocas. A través de la penumbra, Eremon pudo ver un pálido retazo de arena y escuchó el batir de las olas—. Nosotros sabemos nadar, príncipe, pero ¿y vosotros?

—Casi todos nosotros también —respondió Eremon—. ¡Vacía los barriles para que floten! ¡No tenemos mucho tiempo!

Avanzó chapoteando por el agua hacia proa, donde se acurrucaba Rhiann, abrazándose el cuerpo. Eremon se arrodilló y sostuvo el rostro mojado de la joven entre las manos, mientras Caitlin, conteniendo lágrimas amargas, se inclinaba sobre ella.

—Traté de retenerla, pero se me escapó. —Los ojos de Rhiann estaban muy abiertos, desgarrados por el dolor, y Eremon apretó el rostro de ésta contra su hombro.

—No ha sido culpa tuya, mi amor. —Le apartó el pelo húmedo de las mejillas—¿Sabes nadar?

No puedo perderla… no la perderé.

—Sí —susurró—. Aprendí en la isla… Sé nadar.

—¡Buena chica! —Sintió cómo le inundaba un gran alivio.

Conaire llegó entonces a proa y estrechó a Caitlin entre sus brazos. Murmuraron juntos y Conaire se volvió con el rostro desolado.

—Caitlin no sabe nadar, hermano.

Rhiann jadeó y se esforzó por ponerse en pie mientras Eremon buscaba por cubierta con ojos desesperados.

—Los barriles de comida ya están vacíos. Átala a uno. Tú puedes mantenerla a flote. Sé que puedes.

El miedo en el rostro de Conaire desgarró a Eremon, pero luego vio cómo captaba su sugerencia y recuperaba el control.

El agua marina les llegaba ahora a las rodillas, pero los hombres aún remaban en un intento de acercar más el bote a la playa y lograron rebasar los últimos riscos, que los contemplaban sin compasión. Olas cada vez mayores los ayudaron al golpear contra el costado que daba al mar mientras el viento lanzaba espuma por encima de la popa.

Eremon tomó uno de los barriles de manos de Conaire y lo llevó hasta donde estaba Rhiann, que tenía las manos entrelazadas con las de Caitlin.

—Agarra esto cuando saltes —le explicó a la muchacha mientras enlazaba un trozo de cabo alrededor del barril—. No te rindas, por lo que más quieras —le suplicó, acariciándole el rostro un instante hasta que Conaire se la quitó de entre los brazos.

Había aumentado el sonido de las olas que batían contra la playa. El bote se hundía, el agua que entraba por el desgarrón los sumergía lo bastante como para que el mar empezase a entrar por los costados. Ya no disponían de más tiempo.

Todos los miedos desaparecieron cuando se vieron en el mar ante la gélida temperatura que cortaba la respiración y el impacto de las aguas sofocantes, que ansiaban inundar sus pulmones. Luego los atrapó la fuerza de la corriente y se sucedieron una lucha desesperada en busca de aire y frenéticas patadas para alejarse del bote mientras éste se hundía bajo sus pies.

Eremon emergió resoplando, retorciéndose una y otra vez, mirando frenético a las figuras que chapoteaban a su alrededor.

¡Rhiann!,
clamó el corazón del príncipe.

El primer pensamiento de Rhiann fue «tengo frío»; el segundo, «¿por qué estoy en brazos de Eremon?».

Pero los recuerdos volvieron un instante más tarde y abrió los ojos a un alba tan gris como su corazón.

Se estremeció al recordar cómo la había engullido el mar y luego la habían golpeado las bullentes olas, abatiéndola, llenándole la nariz y los ojos de agua punzante…, y la lucha por llegar al aire fresco antes de que Eremon consiguiera arrastrarla hasta una franja de arena. Recordó haber intentado ponerse en pie mientras Conaire la seguía con Caitlin en brazos; también, haber estrechado a su hermana contra el pecho con fiereza hasta comprobar que respiraba, que vivía.

Luego, ninguno de ellos pudo hacer más que derrumbarse en la playa de guijarros completamente exhaustos, desparramados como el maderamen del naufragio. Más tarde, reptaron hasta la protección de un saliente de roca y pasaron toda la noche tiritando mientras la tormenta azotaba la bahía y el agua, empujada por el viento, se adentraba muy hondo en la arena.

La tormenta también terminó por disiparse, y, en el húmedo silencio, Rhiann se quedó a solas con el recuerdo de esa otra hermana que no había sobrevivido al mar. Dala.

Las lágrimas inundaron los ojos de la epídea hasta mezclarse con la sal incrustada en las pestañas. Eremon se removió al notar que se alteraba la respiración de Rhiann y la estrechó entre sus brazos. Ella sintió el habitual impulso de apartarse de él, pero prevaleció la necesidad de entregarse a la calidez y la seguridad de Eremon.

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