Las benévolas (81 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Después de la guerra, para intentar explicar qué había sucedido, se habló mucho de lo inhumano. Pues lo siento una barbaridad, pero lo inhumano no existe. Sólo existe lo humano, una y otra vez, y aquel Dóll es un buen ejemplo. ¿Qué era Dóll sino un buen padre de familia que quería dar de comer a sus hijos y que obedecía a su gobierno, incluso aunque en su fuero interno no estuviera de acuerdo del todo? Si hubiera nacido en Francia o en América, habrían dicho de él que era un pilar de su comunidad y un patriota; pero nació en Alemania, así que era un criminal. La necesidad, ya lo sabían los griegos, es una diosa no sólo ciega, sino además cruel. No es que escasearan los criminales por entonces. Ya he intentado dejar claro que toda Lublin estaba sumida en un turbio ambiente de corrupción y excesos; la Einsatz, pero también la colonización y la explotación de aquella comarca aislada, hacían que más de uno perdiera la cabeza. Desde que mi amigo Voss me comentó cosas al respecto, anduve pensando acerca de la diferencia entre el colonialismo alemán, tal y como se practicó en el Este en aquellos años, y el colonialismo de los británicos y los franceses, más civilizado a todas luces. Como destacaba Voss, hay hechos objetivos: tras la pérdida de las colonias, en 1919, Alemania tuvo que repatriar a sus directivos y cerrar sus oficinas administrativas coloniales; las escuelas de formación siguieron abiertas, por principio, pero ya no atraían a nadie porque esos estudios no tenían salida; veinte años después, ya se había perdido todo un conjunto de conocimientos y destrezas. Así estaban las cosas cuando el nacionalsocialismo dio impulso a toda una generación, rebosante de ideas nuevas y ávida de experiencias nuevas, que, en materia de colonización, es posible que fueran tan buenas o mejores que las antiguas. En cuanto a los excesos -esas salidas de madre aberrantes, como las que podían verse en la
Deutsche Haus
o, de forma más sistemática, la imposibilidad en que parecían hallarse nuestras administraciones de tratar con los pueblos colonizados, algunos de los cuales habría estado dispuesto a servirnos de buen grado si hubiéramos sabido darles algunas garantías y no violencia y desprecio-, no hay que olvidarse tampoco de que nuestro colonialismo, incluso el africano, era un fenómeno joven y que los demás países, al principio, no lo hicieron mucho mejor; recordemos los numerosísimos exterminios de los belgas en el Congo, su política de mutilación sistemática, o la política americana, precursora y modelo de la nuestra, de creación de espacio vital mediante el crimen y los desplazamientos forzados -hay una tendencia a olvidarse de que Norteamérica no era ni mucho menos «un territorio virgen», pero que los americanos tuvieron éxito en donde nosotros fracasamos y que en eso reside toda la diferencia. Incluso los ingleses, cuyo ejemplo se cita tantas veces y a quienes tanto admiraba Voss, necesitaron el traumatismo de 1858 para empezar a desarrollar herramientas de control algo más complejas; y si bien es cierto que, poco a poco, aprendieron a ser unos virtuosos del arte de alternar la zanahoria y el palo, no debemos olvidar que no hacían, ni mucho menos, ascos al palo, como pudo verse en la matanza de Amritsar, el bombardeo de Kabul y otros casos más, muchos y caídos en el olvido.

Heme aquí muy alejado de mis primeras reflexiones. Lo que quería decir es que si bien el hombre no es, como lo pretendieron algunos poetas y algunos filósofos, bueno por naturaleza, tampoco quiere eso decir que sea malo por naturaleza; el bien y el mal son categorías que pueden valer para calificar la consecuencia de las acciones de un hombre contra otro hombre; pero, en mi opinión, carecen radicalmente de adecuación, e incluso de utilidad, para juzgar lo que ocurre en el corazón de un hombre. Dóll mataba a gente, o mandaba a otros que la mataran, y, en consecuencia, es el Mal; pero en sí, era un hombre que se portaba bien con sus parientes, a quien no le importaban nada quienes no lo fueran y que, de propina, respetaba las leyes. ¿Qué más se le pide al hombre de a pie de nuestras ciudades civilizadas y democráticas? ¿Y cuántos filántropos de esos que andan por el mundo, famosos por su generosidad extravagante son, por el contrario, unos monstruos de egoísmo y de insensibilidad, ávidos de gloria pública, henchidos de vanidad y tiránicos con sus semejantes? Todo hombre desea satisfacer sus necesidades y las de los demás le resultan indiferentes. Y, para que los hombres puedan vivir juntos, para evitar el estado hobbesiano del «todos contra todos» y, antes bien, poder satisfacer una suma mayor de sus deseos, merced a la ayuda mutua y al incremento de la producción que de ella se deriva, se precisan procesos reguladores que pongan límites a esos deseos y arbitren los conflictos: y ese mecanismo es la Ley. Pero para todo ello es preciso que los hombres egoístas y flojos acepten el imperio de la Ley y ésta debe, pues, referirse a una entidad externa al hombre y debe basarse en una potestad que el hombre sienta superior a él. Como sugerí a Eichmann durante aquella cena en su casa, la referencia suprema e imaginaria fue, durante mucho tiempo, la idea de Dios; desde ese Dios invisible y todopoderoso fue resbalando luego hacia la persona física del rey, soberano por derecho divino; y cuando ese rey perdió la cabeza, la soberanía pasó al Pueblo, o a la Nación, y se basó en un «contrato» ficticio sin fundamento histórico ni biológico y, por lo tanto, tan abstracto como la idea de Dios. El nacionalsocialismo alemán quiso anclar esa idea en el
Volk,
una realidad histórica: el
Volk
es soberano y en el Führer se expresa o se encarna esa soberanía, o él la representa. Y de esa soberanía se deriva la Ley, y para la mayoría de los hombres de todos los países, la moral no es sino la Ley: en ese sentido, la moral kantiana, que tanto preocupaba a Eichmann, fruto de la razón e idéntica para todos los hombres, es una ficción, como todas las leyes (aunque es posible que sea una ficción útil). La Ley bíblica dice: no matarás, y no prevé excepción alguna; pero todo judío o todo cristiano admite que, en tiempo de guerra, esa ley queda en suspenso, que es de justicia matar al enemigo de su pueblo, que no hay en ello pecado alguno; al acabar la guerra, y tras colgar las armas, la ley anterior reanuda su apacible curso, como si nunca hubiera habido una interrupción. Así, para un alemán, ser un buen alemán quiere decir obedecer las leyes y, en consecuencia, al Führer: no puede haber nada más ético, pues no podría fundamentarse en nada (y no fue un azar que los escasos oponentes al poder fueran, en su mayoría, creyentes: conservaban otra referencia moral y podían juzgar el Bien y el Mal según un referente que no fuera el Führer; Dios les hacía las veces de punto de apoyo para traicionar a su jefe y a su país; sin Dios, les habría sido imposible, pues ¿dónde hallar la justificación? ¿Qué hombre solo puede, únicamente por voluntad propia, zanjar el asunto y decir: esto está bien y esto está mal? Qué tremenda desmesura sería, y qué tremendo caos también, si a todos y a cada uno se les ocurriera hacer otro tanto: si cada hombre viviera según su Ley privada, por muy kantiana que fuera, volveríamos a Hobbes). Por lo tanto, quien desee emitir el juicio de que las acciones alemanas durante aquella guerra fueron criminales, es a toda Alemania a quien hay que pedir cuentas y no sólo a los Dóll. Si Dóll llegó a Sobibor y su vecino no llegó, fue por casualidad, y Dóll no tiene mayor responsabilidad en lo de Sobibor que ese vecino suyo con más suerte; y, al mismo tiempo, también su vecino es tan responsable como él de Sobibor, pues ambos sirven con integridad y devoción al mismo país y ese país es el que ha creado Sobibor. Cuando mandan a un soldado al frente, no protesta; no sólo se juega la vida, sino que lo obligan a matar, incluso aunque no quiera matar; su voluntad abdica; si sigue en su puesto, es un hombre virtuoso; si huye, es un desertor, un traidor. Así es como razona casi siempre el hombre a quien envían a un campo de concentración, e igualmente aquel a quien destinan a un Einsatzkommando o a un batallón de la policía: él sabe que su voluntad no tiene arte ni parte en aquello y que es sólo el azar lo que lo convierte en asesino en vez de en héroe o muerto. O, si no, habría que considerar esas cosas desde un punto de vista ético no ya judeocristiano (o laico y democrático, que viene a ser exactamente lo mismo), sino griego: los griegos contaban con el azar en los asuntos de los hombres (también hay que decir que era con frecuencia un azar disfrazado de intervención de los dioses), pero no estimaban ni poco ni mucho que ese azar menguara su responsabilidad. El crimen tiene que ver con el acto y no con la voluntad. Cuando Edipo mata a su padre, no sabe que está cometiendo parricidio; matar, en el camino, a un extraño que nos ha insultado es, para la conciencia y la ley griegas, un acto legítimo y no hay en él culpa alguna; pero ese hombre era Laertes, y la ignorancia no hace que el crimen sea diferente: y eso Edipo lo admite y, cuando se entera por fin de la verdad, él mismo escoge el castigo y se lo inflige. El nexo entre voluntad y crimen es una noción cristiana que persiste en el derecho moderno; el derecho penal, por ejemplo, considera que el homicidio involuntario o por negligencia es un asesinato, pero menos grave que el homicidio premeditado; otro tanto sucede con los conceptos jurídicos que atenúan la responsabilidad en caso de locura; el siglo XIX acabó de vincular la noción de crimen con la de anormalidad. A los griegos poco les importaba que Heracles matara a sus hijos en un arrebato de locura o que Edipo matase a su padre por accidente: la cosa no cambiaba, era un asesinato y los asesinos eran culpables; entraba dentro de lo posible compadecerlos, pero no absolverlos, y ello incluso aunque, frecuentemente, fuera a los dioses a quien correspondiera castigarlos, y no a los hombres. Desde este punto de vista, fue justo el principio a que se atuvieron los juicios de la posguerra, que juzgaban a los hombres por sus actos concretos, sin tomar en cuenta el azar, pero se llevaron a cabo con torpeza; los alemanes, al juzgarlos unos extranjeros cuyos valores no admitían (por más que les reconocieran el derecho de los vencedores), podían sentir que los descargaban de ese peso y que, por lo tanto, eran inocentes: como aquel a quien no juzgaban consideraba que era una víctima de la mala suerte, aquel a quien sí estaban juzgando lo absolvía y, ya de paso, se absolvía a sí mismo; y el que se estaba pudriendo en un calabozo inglés, o en un gulag ruso, hacía otro tanto. ¿Pero es que podía haber sido de otra forma? ¿Cómo puede un hombre corriente considerar un día que algo es justo y, al día siguiente, que es un crimen? Los hombres siempre necesitan que los guíen, no tienen ellos la culpa. Son éstas unas cuestiones complejas y no hay respuestas sencillas. ¿Y quién sabe en dónde está la Ley? Todos deben buscarla, pero no resulta fácil; y es lógico plegarse al consenso común. No todo el mundo puede ser legislador. Fue sin duda mi encuentro con un juez lo que me hizo ponerme a pensar en todo esto.

Para quien no disfrutase con las juergas de la
Deutsche Haus
había pocas distracciones en Lublin. En horas sueltas, fui a ver la ciudad vieja y el castillo; por la noche mandaba que me subieran la cena a la habitación y leía. Se habían quedado en la estantería el
Festgabe
de Best y el libro acerca del crimen ritual, pero me había traído la antología de Maurice Blanchot que compré en París y la había vuelto a empezar desde el principio; tras días de arduas conversaciones, sentía una gran satisfacción al sumergirme en aquel mundo diferente, hecho por completo de luz y pensamiento. Pequeños incidentes me seguían erosionando la tranquilidad; no podía ser de otra forma, seguramente, en aquella
Deutsche Haus.
Un noche en que estaba un poco nervioso y demasiado distraído para leer, bajé al bar a tomar un schnaps y charlar (ahora conocía a casi todos los clientes habituales). Al volver, estaba oscuro y me equivoqué de habitación; la puerta estaba abierta y entré: encima de la cama dos hombres copulaban a un tiempo con una muchacha, uno tendido de espaldas y el otro de rodillas; la muchacha estaba arrodillada también, entre los dos. Tardé un poco en comprender lo que estaba viendo y cuando, por fin, como en un sueño, las cosas se pusieron en su sitio, mascullé una disculpa y quise marcharme. Pero el hombre que estaba de rodillas, y desnudo pero con botas, se retiró y se incorporó. Agarrándose con la mano la verga tiesa y frotándosela despacio, me indicó con un gesto, como si me invitara a que ocupase su lugar, las nalgas de la muchacha, donde el ano, aureolado de rosa, se abría como una boca marina entre los dos globos blancos. Del otro hombre sólo veía las piernas peludas, los testículos y la verga que desaparecía entre el vello de la vagina. La muchacha gemía sin mucho entusiasmo. Sonriendo y sin decir palabra, negué con la cabeza y me fui, cerrando sin ruido la puerta. Después de ese episodio, me sentí cada vez menos dispuesto a salir de mi habitación. Pero cuando Höfle me invitó a una recepción al aire libre que organizaba Globocnik para celebrar el cumpleaños del comandante de la guarnición del distrito, acepté sin vacilar. La fiesta era en el Julius Schreck Kaserne, el cuartel general de las SS: detrás del bloque de un edificio antiguo, se extendía un parque bastante bonito, con césped muy verde, árboles altos en la parte de abajo y parterres de flores a ambos lados; al fondo, se veían unas cuantas casas; más allá, el campo. Pusieron mesas de madera encima de unos caballetes y los comensales bebían en grupos, en la hierba; delante de los árboles y encima de zanjas cavadas a tal efecto, un ciervo entero y dos cerdos se asaban en espetones que cuidaban algunos hombres de la tropa. El Spiess que me acompañó desde la entrada me llevó directamente hasta Globocnik, que estaba con el invitado de honor, el Generalleutnant Moser, y unos cuantos civiles, funcionarios. Apenas si eran las doce del mediodía. Globocnik ya estaba bebiendo coñac y fumaba un puro; le salía del cuello abrochado la cara roja y sudorosa. Saludé al grupo con un taconazo; luego Globocnik me estrechó la mano y me presentó a los demás; felicité al general por su cumpleaños. «¿Qué, Sturmbannführer? -me espetó Globocnik-. ¿Avanza esa investigación suya? ¿Qué ha encontrado?». —«Es todavía un poco pronto para sacar conclusiones, Herr Gruppenführer. Y, además, se trata de problemas bastante técnicos. No cabe duda de que, desde el punto de vista de la explotación de la mano de obra, se podrán introducir mejoras».. —«¡Todo es mejorable! En cualquier caso, un nacionalsocialista auténtico sólo entiende de movimiento y progreso. Debería hablar con el Generalleutnant aquí presente; precisamente se estaba quejando de que se hubieran llevado a unos cuantos judíos de las fábricas de la Wehrmacht. Explíquele que lo que tiene que hacer es sustituirlos por polacos». El general intervino: «Mi querido Gruppenführer, no me estaba quejando; comprendo esas medidas tanto como cualquiera. Decía, sencillamente, que habría que tener en cuenta los intereses de la Wehrmacht. A muchos polacos los han mandado a trabajar al Reich y a los que quedan hace falta tiempo para formarlos; si actúan ustedes de forma unilateral, alteran la producción de guerra». Globocnik soltó una risotada pastosa: «Lo que quiere usted decir, mi querido Generalleutnant, es que los
polskis
son demasiado gilipollas para aprender a trabajar como es debido y que la Wehrmacht prefiere a los judíos. Es cierto, los judíos son más espabilados que los polacos. Y por eso son más peligrosos también». Se interrumpió y se volvió hacia mí: «Pero no quiero entretenerlo, Sturmbannführer. Hay bebida en las mesas. ¡Sírvase, páselo bien!».. —«Gracias, Herr Gruppenführer». Saludé y me encaminé hacia una de las mesas que se hundía bajo el peso de las botellas de vino, de cerveza, de schnaps y de coñac. Me serví un vaso de cerveza y miré a mi alrededor. Llegaban nuevos comensales, pero no conocía a casi nadie. Había mujeres, unas cuantas empleadas del SSPF que iban de uniforme, pero, sobre todo, las mujeres de los oficiales, en traje de calle. Florstedt charlaba con sus colegas del campo, Höfle fumaba en un banco, a solas, con los codos encima de la mesa y una botella de cerveza abierta ante sí, con expresión pensativa, perdido en el vacío. Me había enterado hacía poco de que, en la primavera anterior, había perdido a sus dos hijitos gemelos, que habían muerto de difteria; contaban en la
Deutsche Haus
que, durante el entierro, se había venido abajo, llorando a gritos, pues veía en aquel infortunio un castigo divino, y que, desde entonces, ya no era el mismo hombre (por lo demás, se suicidó veinte años después en la cárcel de Viena, sin esperar siquiera a que dictara sentencia la justicia austriaca, que, no obstante, debía de ser más clemente que la de Dios). Decidí dejarlo en paz y me uní al grupito que estaba en torno al KdS de Lublin, Johannes Müller. Ya conocía de vista al KdO Kintrup; Müller me presentó a su otro interlocutor: «Este es el Sturmbannführer doctor Morgen. Trabaja directamente a las órdenes del Reichsführer, como usted».. —«Estupendo. ¿En calidad de qué?». —«El doctor Morgen es un juez SS con destino en la Kripo». Morgen amplió la explicación: «De momento dirijo una comisión especial a la que ha encargado el Reichsführer que investigue acerca de los campos de concentración. ¿Y usted?». Le expliqué mi cometido en pocas palabras. «Ah, así que usted también tiene que ver con los campos», comentó. Kintrup se había alejado. Müller me palmeó el hombro: «Meine Herrén, si van a hablar de trabajo, los dejo. Hoy es domingo». Lo saludé y me volví hacia Morgen. Me estaba mirando detenidamente con ojos vivaces e inteligentes, que velaban levemente las gafas de montura fina. «¿En qué consiste exactamente esa comisión suya?», le pregunté.. —«Es en esencia un tribunal de las SS y de la policía "con funciones especiales". Tengo una procuración directa del Reichsführer para investigar la corrupción en los KL».. —«Eso es muy interesante. ¿Hay muchos problemas?». —«Se queda usted corto. La corrupción es masiva». Indicó con un movimiento de la cabeza a alguien que estaba detrás de mí y sonrió levemente: «Si el Sturmbannführer Florstedt lo ve conmigo, no creo que eso le facilite a usted su trabajo».. —«¿Está investigando a Florstedt?». —«Entre otros». —«¿Y lo sabe?». —«Por supuesto. Es una investigación oficial. Ya lo he hecho comparecer varias veces». Tenía en la mano una copa de vino blanco; bebió un sorbo y yo también bebí; vacié el vaso. «Lo que está usted contando me interesa muchísimo», añadí. Le expliqué mis impresiones en lo referido a la diferencia entre las disposiciones oficiales sobre alimentos y lo que les daban en realidad a los presos. Me escuchaba asintiendo la cabeza: «Sí, desde luego; también arramblan con la comida».. —«¿Quiénes?». —«Todo el mundo. Desde el que está más abajo hasta el que está más arriba. Los cocineros, los kapos, los SS-Führer, los jefes de almacén, y también la cúpula de la jerarquía».. —«Si eso es cierto, es un escándalo».. —«Desde luego. Al Reichsführer le ha afectado mucho personalmente. Un hombre de las SS debe ser un idealista: no puede estar haciendo el trabajo que le compete y, al mismo tiempo, fornicar con las presas y llenarse los bolsillos. Y, sin embargo, es algo que sucede».. —«¿Y sus investigaciones llegan a buen término?. —«Es muy difícil. Esa gente se apoya entre sí y hay una resistencia tremenda».. —«Y, sin embargo, si cuenta con el respaldo total del Reichsführer.»... —«Es algo muy reciente. Hace apenas un mes que se constituyó este tribunal especial. Pero yo llevo dos años investigando y me he topado con obstáculos considerables. Empezamos -por entonces yo era miembro del tribunal XII de las SS y de la policía en Kasselcon el KL Buchenwald, cerca de Weimar. Más exactamente, con el comandante de ese campo, un tal Koch. Nos bloquearon las acusaciones: el Obergruppenführer Pohl, entonces, escribió una carta en la que felicitaba a Koch y en donde le decía, entre otras cosas, que haría de escudo
cada vez que un jurista en paro quiera extender otra vez sus manos de verdugo hacia el blanco cuerpo de Koch.
Lo sé porque Koch difundió esa carta por todas partes. Pero no dejé el caso. Trasladaron a Koch aquí, para ponerlo al mando del KL, y me vine detrás. Descubrí una red de corrupción que abarcaba todos los campos. Por fin cesaron a Koch el verano pasado. Pero había mandado asesinar a la mayoría de los testigos, incluido un Hauptscharführer de Buchenwald, uno de sus cómplices. Aquí mandó matar a todos los testigos judíos; abrimos una investigación sobre esto también; pero entonces ejecutaron a todos los judíos del KL; y cuando quisimos reaccionar, alegaron
órdenes superiores
». Ya antes de la guerra era juez en el
Landgericht
de Stettin, me revocaron porque no estuve de acuerdo con un veredicto. Y así fue como acabé en el
SS-Gericht»
.. —«¿Puedo preguntarle dónde estudió?» —«Uf, me moví mucho. Estudié en Francfort, en Berlín y en Kiel; y también en Roma y en La Haya».. —«¡En Kiel! ¿En el Instituto para la Economía Mundial? Yo también hice ahí parte de mis estudios. Con el profesor Jessen».. —«Lo conozco muy bien. Yo estudiaba derecho internacional con el profesor Ritterbusch». Estuvimos un rato intercambiando recuerdos de Kiel. Descubrí que Morgen hablaba un francés excelente y, de propina, otras cuatro lenguas. Volví al tema inicial: «¿Por qué ha empezado usted por Lublin?».. —«En primer lugar para coincidir con Koch. Ya casi lo he conseguido. Y además la denuncia del distrito me proporcionaba un buen pretexto. Pero pasan muchísimas cosas raras aquí. Antes de venir, recibí un informe del KdS acerca de una boda judía en un campo de trabajo. Por lo visto hubo más de mil invitados».. —«No entiendo».. —«Un judío, un kapo importante, se casó en ese
Judenlager.
Había cantidades astronómicas de comida y de alcohol. Asistieron guardianes SS. Está claro que tuvo que haber infracciones criminales».— «¿Dónde ocurrió eso?». —«No lo sé. Cuando llegué a Lublin, le pregunté a Müller y fue muy impreciso. Me mandó al campo del DAW, pero allí no sabían nada. Luego, me aconsejaron que fuera a ver a Wirth, un Kriminalkommissar. ¿Sabe a quién me refiero? Y Wirth me dijo que era cierto y que era el sistema que tenía para exterminar a los judíos: les concedía privilegios a algunos, que le ayudaban a exterminar a los otros, y luego se cargaba también a ésos. Quise enterarme de más cosas, pero el Gruppenführer me prohibió que fuera a los campos de la Einsatz y el Reichsführer ratificó esa prohibición».. —«¿Así que no tiene jurisdicción alguna en la Einsatz?». —«No en la cuestión del exterminio. Pero nadie me ha prohibido que me entere de qué sucede con los bienes incautados. La Einsatz produce cantidades colosales de oro, divisas y objetos. Todo eso pertenece al Reich. Ya he ido a ver sus almacenes de la calle Chopin y pienso profundizar en la investigación».. —«Todo lo que cuenta usted me interesa a más no poder -dije calurosamente-. Espero que podamos hablar de ello con más detalle. En cierto sentido, nuestras dos misiones son complementarias».. —«Sí, ya veo a qué se refiere. El Reichsführer quiere poner orden en todo esto. E incluso es posible que, como de usted desconfiarán menos, pueda descubrir cosas de las que yo no me podría enterar. Ya nos volveremos a ver».

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