Las benévolas (82 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Globocnik llevaba unos cuantos minutos llamando a los invitados para que se sentaran a la mesa. Fui a caer enfrente de Kurt Claasen, un colega de Höfle, y al lado de una secretaria SS muy locuaz. Enseguida quiso empezar a contarme sus desventuras, pero Globocnik comenzó a soltar un discurso en honor del general Moser que la obligó a aplazarlo. Acabó enseguida y todos los asistentes se pusieron de pie para beber a la salud de Moser; luego, el general pronunció unas cuantas palabras de agradecimiento. Trajeron las viandas: habían trinchado con arte los animales asados y los trozos, apilados en bandejas de madera, estaban repartidos por encima de las mesas; todo el mundo podía servirse a su gusto. También había ensaladas y verdura; estaba delicioso. La chica mordisqueaba una zanahoria e intentó enseguida seguir con su relato: yo la escuchaba distraídamente mientras comía. Hablaba de su novio, un Hauptscharführer destinado en Galitzia, en Drohobycz. Era una historia trágica: ella había dejado, por él, a su prometido, un soldado vienes, y él estaba casado, pero con una mujer a la que no quería. «Iba a pedir el divorcio, pero yo hice una bobada, volví a ver al soldado con quien había roto, fue él quien me lo pidió, pero yo dije que sí, y Lexi -era el novio- se enteró, y se desilusionó, porque ya no estaba seguro de mi amor, y se volvió a Galitzia. Pero menos mal que me sigue queriendo».—
«¿Y
qué hace en Drohobycz?». —«Está en la SP. Juega a hacer de general con los judíos de la Durchgangstrasse».. —«Ya veo.
¿Y
se ven ustedes mucho?. —«Cuando estamos de permiso. Quiere que me vaya a vivir con él, pero no sé qué hacer. Por lo visto aquello es muy sucio. Pero él dice que no tendré que ver a sus judíos, que puede encontrar una casa que esté bien. Pero si no estamos casados, pues no sé, tendría que divorciarse. ¿A usted qué le parece?» Yo tenía la boca llena de ciervo y me limité a encogerme de hombros. Luego charlé un rato con Claasen. Al final de la comida, se presentó una orquesta, se instaló en la escalera que llevaba al jardín y empezó a tocar un vals. Varias parejas se pusieron de pie para bailar en el césped. La joven secretaria, chasqueada sin duda al verme con tan poco interés por sus cuitas sentimentales, se fue a bailar con Claasen. Vi en otra mesa a Horn, que había llegado tarde, y me levanté para cruzar con él unas cuantas palabras. Un día, al fijarse en mi cartera de piel de imitación, me propuso, so pretexto de que viera la calidad del trabajo que hacían sus judíos, encargarles que me hicieran una de cuero; me acababa de llegar, un estupendo portafolios de tafilete con cremallera de latón. Le di las gracias calurosamente, pero insistí también en pagar el cuero y la mano de obra, para evitar cualquier tipo de malentendido. «No hay problema -accedió Horn-. Le haremos una factura». Morgen, aparentemente, se había esfumado. Bebí otra cerveza, fumé, miré a los que bailaban. Hacía calor y, con la comida pesada y el alcohol, el uniforme me hacía sudar. Miré a mi alrededor: varias personas se habían abierto las guerreras, e incluso las habían desabotonado; me desabroché el cuello de la mía. Globocnik no se perdía una pieza, invitaba por turnos a las mujeres vestidas de calle y a las secretarias; mi vecina de mesa llegó también a sus brazos. Pero pocas personas eran tan animadas como él: tras unos cuantos valses, y algún que otro baile, pidieron a la orquesta que cambiara de música y se formó un coro de oficiales de la Wehrmacht y de las SS para cantar
Drei Lilien, kommt ein Reiter, bringt die Lilien
y otras canciones. Claasen se había reunido conmigo, con una copa de coñac en la mano; estaba en mangas de camisa y con la cara roja y abotargada; reía con maldad y, mientras la orquesta tocaba
Es geht alies vorüber,
él cantaba una variante cínica:

Es geht alies vorüber

Es geht alies vorbei

Zwei Jahre in Russland

Und nix ponimai.

«Kurt, como te oiga el Gruppenführer acabarás de Sturmmann en Orel y tú tampoco
nix ponimai».
Wippern, otro jefe de departamento de la Einsatz se había acercado y le echaba una reprimenda a Claasen. «Bueno, vamos a nadar. ¿Te vienes?» Claasen me miró: «¿Viene? Hay una piscina al fondo del parque». Cogí otra cerveza de un cubo con hielo y me fui con ellos, por entre los árboles. Frente a nosotros, oía risas y chapuzones. A la izquierda, unas alambradas corrían por detrás de los pinos: «¿Qué es eso?», le pregunté a Claasen.. —«Un campo pequeño de
Arbeitjuden.
El Gruppenführer los tiene ahí para trabajos de mantenimiento: el jardín, los coches y cosas por el estilo». Una elevación poco pronunciada del terreno separaba la piscina del campo; varias personas, entre las cuales había dos mujeres en traje de baño, nadaban o tomaban el sol en la hierba. Claasen se desnudó hasta quedarse en calzoncillos y se tiró al agua. «¿Viene?», gritó al volver a la superficie. Bebí otro poco y, luego, dejé el uniforme doblado junto a las botas, me desnudé y me metí en el agua. Estaba fresca y un poco del color del té; hice unos cuantos largos y, luego, me quedé en el centro, flotando de espaldas y mirando el cielo y las copas estremecidas de los árboles. Detrás de mí, oía charlar a las dos chicas, sentadas en el borde de la piscina y balanceando las piernas dentro del agua. Estalló una bronca: unos oficiales le habían dado un empujón a Wippern, que no quería desnudarse, y lo habían tirado al agua; maldecía y echaba pestes mientras salía de la piscina con el uniforme empapado. Mientras estaba mirando como se reían los otros, manteniéndome en el centro de la piscina con leves movimientos de la mano, aparecieron, por detrás de la elevación, dos Orpo con casco y con el fusil echado al hombro, que iban empujando ante sí a dos hombres muy flacos con uniforme de rayas. Claasen, de pie al borde de la piscina, en calzoncillos y chorreando, llamó: «¡Franz! ¿Qué cojones están haciendo?». Los dos Orpo saludaron; los presos, que caminaban con los ojos clavados en el suelo, se detuvieron. «Son unos judíos a los que han pillado robando cascaras de patatas, Herr Sturmbannführer -explicó uno de los Orpo en un torpe dialecto de
Volksdeutschen-.
Nuestro Scharführer ha dicho que los fusilemos». Claasen puso cara de contrariedad: «Bueno, pues espero que no piensen hacerlo aquí. El Gruppenführer tiene invitados».. —«No, no, Herr Sturmbannführer; vamos más allá... a aquella zanja». Sin transición alguna, me invadió una angustia desmedida: los Orpo iban a fusilar a los judíos aquí mismo y los tirarían a la piscina, y tendríamos que nadar en sangre, entre los cuerpos flotando bocabajo. Miré a los judíos; uno de ellos, que debía de andar por los cuarenta años, miraba a las chicas de reojo; el otro, más joven, de piel amarillenta, seguía con los ojos clavados en el suelo. En vez de tranquilizarme lo que acababa de decir el Orpo, note una tensión fortísima; mi angustia iba a más. Mientras los Orpo echaban a andar de nuevo, me quedé en el centro de la piscina, esforzándome en respirar hondo y en flotar. Pero el agua me parecía ahora una capa pesada y asfixiante. Aquel estado extraño duró hasta que me llegaron los dos disparos, desde algo más lejos, casi inaudibles, como el ipop! de una botella de champaña cuando la descorchan. La angustia fue refluyendo despacio, hasta desaparecer por completo cuando vi volver a los dos Orpo, caminando con el mismo paso pesado y calmoso. Nos saludaron otra vez al pasar y siguieron en dirección al campo. Claasen estaba charlando con una de las chicas, Wippern intentaba escurrir el agua del uniforme. Me relajé, de espaldas, y seguí flotando.

Volví a ver a Morgen. Estaba a punto de inculpar a Koch y a su mujer, y también a otros cuantos oficiales y suboficiales de Buchenwald y de Lublin; me reveló, pidiéndome que guardara el secreto, que también iba a inculpar a Florstedt. Me describió con todo detalle las argucias a las que recurrían aquellos hombres corruptos para ocultar sus malversaciones y el sistema que utilizó para pillarlos con las manos en la masa. Comparaba las letras de los
Abteilungen
del campo; incluso cuando los culpables falsificaban un juego, no se molestaban en que las falsificaciones coincidieran con los documentos y los informes de los demás departamentos. Así fue como pudo hacerse en Buchenwald con las primeras pruebas serias acerca de los crímenes de Koch, cuando comprobó que el mismo preso estaba registrado al tiempo en dos sitios diferentes: en determinada fecha, en el registro de la cárcel de la
Politische Abteilung
ponía, junto al nombre del preso «Puesto en libertad a las 12:00», mientras que en el cuaderno de registros del Revier especificaba: «Paciente fallecido a las 9:15». En realidad, al preso lo habían asesinado en la cárcel de la Gestapo, pero pretendían hacer creer que había muerto de enfermedad. Morgen me explicó también cómo se podían comparar diversos libros de la administración o del Revier con los de los blocks para intentar dar con pruebas de desvío de alimentos, medicamentos o posesiones personales. Le interesó mucho enterarse de que yo pensaba ir a Auschwitz: algunas de las pistas que estaba siguiendo se remontaban precisamente hasta ese campo. «Es sin duda alguna el Lager más rico, ahí es donde llegan ahora la mayoría de los transportes especiales de la RSHA. Tienen almacenes gigantescos, como aquí, en la Einsatz, para clasificar y preparar todos los bienes incautados. Sospecho que de ahí se derivan malversaciones y robos colosales. Nos dio la voz de alarma un paquete enviado desde el KL por el servicio de correos militar: lo abrieron porque tenía un peso anómalo; dentro, encontraron tres trozos de oro de uso dental, del tamaño de un puño cada uno, que le enviaba un enfermero del campo a su mujer. Calculé que semejante cantidad de oro equivalía a más de cien mil muertos». Solté una exclamación. «¡Y fíjese! -seguía diciendo Morgen-. Eso es con lo que pudo quedarse un solo hombre. Cuando acabemos aquí, iré a organizar una comisión a Auschwitz».

En lo que a mí se refería, casi había acabado en Lublin. Hice una breve gira de adioses. Fui a pagarle a Horn la cartera y me lo encontré tan deprimido y nervioso como siempre, peleando con las dificultades de su gestión, las pérdidas económicas y las directrices contradictorias. Globocnik me recibió mucho más calmado que la primera vez: tuvimos una conversación breve, pero seria, acerca de los campos de trabajo que Globocnik quería desarrollar más adelante: me explicó que se trataba de liquidar los últimos guetos, de forma tal que no quedase ya ni un judío en el General-Gouvernement que no estuviera en los campos bajo control de las SS; tal era, por lo que afirmaba, la inflexible voluntad del Reichsführer. En el GG quedaban, en conjunto, ciento treinta mil judíos, sobre todo en Lublin, en Radom y en Galitzia; Varsovia y Cracovia, prescindiendo de los clandestinos, eran
judenrein
por completo. Eran muchos judíos todavía. Pero actuando con determinación se resolverían los problemas.

Había pensado ir a Galitzia para pasar revista a un campo de trabajo, como el del infortunado Lexi; pero contaba con tiempo limitado, debía escoger y sabía que, dejando aparte diferencias menores fruto de las condiciones locales o de las personalidades, los problemas iban a ser los mismos. Ahora quería concentrarme en los campos de Alta Silesia, el «Ruhr del Este»: el KL Auschwitz y sus numerosas dependencias. Desde Lublin, lo más rápido era pasar por Kielce y, luego, por la región industrial de Kattowitz, un paisaje llano, triste, salpicado de bosquecillos de pinos o de abedules, que desfiguraban las elevadas chimeneas de las fábricas y de los altos hornos, que destacaban contra el cielo y vomitaban un humo acre y siniestro. Treinta kilómetros antes de llegar a Auschwitz había ya puestos de control SS que examinaban cuidadosamente nuestra documentación. Llegamos, luego, al Vístula, ancho y revuelto. Se divisaba, a lo lejos, la línea blanca de los Beskides, pálida, estremecida en la bruma del verano, menos espectacular que el Cáucaso, pero con el nimbo de una hermosura suave. También allí humeaban las chimeneas en la llanura, al pie de las montañas: no hacía viento, y el humo subía recto antes de sucumbir por su propio peso, ensuciando apenas el cielo. La carretera iba a dar a la estación y a la
Haus der Waffen-SS
, en donde nos esperaba un alojamiento. La sala de la entrada estaba casi vacía; me enseñaron una habitación sencilla y limpia; dejé mis cosas, me lavé, me cambié de uniforme y salí, luego, para presentarme en la Kommandantur. La carretera que iba al campo bordeaba el Sola, un afluente del Vístula; lo ocultaban a medias los árboles frondosos y era más verde que el gran río en el que desembocaba; corría con apacibles meandros al pie de una ribera abrupta y herbosa; en el agua, unos patos silvestres muy bonitos dejaban que los llevara la corriente y, luego con una tensión de todo el cuerpo se elevaban, estirando el cuello, doblando las patas, proyectando hacia arriba con las alas el cuerpo verde, antes de dejarse caer perezosamente algo más allá, cerca de la orilla. Un puesto de control impedía entrar en la Kasernestrasse; más allá, detrás de una torre de vigilancia de madera, se alzaba el largo muro de hormigón gris del campo, coronado de alambradas, tras el que asomaban los tejados rojos de los barracones. La Kommandantur estaba en el primero de los tres edificios, entre la calle y el muro, una edificación rechoncha con fachada de estuco y una elevada escalera, flanqueada de farolas de hierro forjado, que conducía a la puerta de entrada. Me llevaron en el acto ante el Kommandant del campo, el Obersturmbannführer Höss. Aquel oficial adquirió cierta notoriedad después de la guerra debido al número colosal de personas que murieron bajo su responsabilidad y también por las memorias sinceras y lúcidas que escribió en la cárcel, mientras lo juzgaban. Era, no obstante, un oficial completamente típico de la IKL, trabajador, obstinado y limitado, carente de fantasía y de imaginación; por todo tener, tenía, en la forma de moverse y hablar, algo de aquel sabor viril, que ya se diluyó en el tiempo, de quienes supieron de los zafarranchos de los Freikorps y de las cargas de caballería. Me recibió con el saludo alemán y, luego, me estrechó la mano; no sonreía, pero tampoco parecía que verme le causara descontento. Llevaba un pantalón de montar de cuero que, en él, no parecía una afectación de oficial: en el campo había cuadras y montaba con frecuencia; decían en Oranienburg que estaba más tiempo encima del caballo que detrás de su escritorio. Al hablar, me clavaba constantemente en el rostro unos ojos asombrosamente pálidos y de mirada ida, y a mí me parecía muy desconcertante, como si estuviera siempre a punto de entender algo que le faltaba poco para captar. La WVHA le había mandado un télex referido a mí: «Tiene el campo a su disposición». Los campos más bien, pues Höss dirigía toda una red de KL: el
Stammlager,
el campo principal, que estaba detrás de la Kommandantur, pero también Auschwitz II, un campo para prisioneros de guerra convertido en campo de concentración y situado a pocos kilómetros de la estación, en el llano, cerca del antiguo pueblo polaco de Birkenau; un campo de trabajo grande, pasados el Sola y la ciudad, creado para atender la fábrica de caucho sintético de IG Farben en Dwory; y, en las inmediaciones, alrededor de diez campos auxiliares o
Nebenlager,
dispersos, creados para proyectos agrícolas o para empresas mineras o metalúrgicas. Höss, mientras hablaba, me lo iba enseñando todo en un mapa grande clavado en la pared del despacho: indicaba con el dedo el ámbito del campo, que abarcaba toda la región comprendida entre el Vístula y el Sola, hasta más de diez kilómetros hacia el sur, con la excepción de los terrenos que rodeaban la estación de viajeros, que dependían del municipio. «En esto tuvimos una controversia el año pasado -me explicó-. La ciudad quería edificar ahí un barrio nuevo para dar viviendas a unos empleados de los ferrocarriles y nosotros queríamos comprar parte de ese terreno para hacer un pueblo para nuestros SS casados y sus familias. Al final, no se hizo nada. Pero el campo sigue en fase de expansión».

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