Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
—Te llamaré desde allí, te lo prometo.
—¡Sí, sí, llámame!
La azafata le indicó a Julia que tenía que embarcar inmediatamente, la tripulación ya sólo la esperaba a ella para cerrar la puerta del avión. Y cuando Stanley le preguntó qué debía decirle a Adam si éste lo llamaba, Julia ya había colgado.
Cuando se llevaron las bandejas de la cena, la azafata disminuyó la intensidad de las luces, sumiendo el habitáculo en la penumbra. Desde el principio del viaje, Julia nunca había visto a su padre probar bocado ni dormir, ni siquiera descansar. Probablemente fuera normal para una máquina, pero se le hacía muy raro aceptar esa idea. Sobre todo porque eran los únicos detalles que le recordaban que ese viaje juntos los dos sólo ofrecía unos pocos días que le robaban al tiempo. La mayor parte de los pasajeros dormía, algunos veían una película en unas pequeñas pantallas; en la última fila de asientos, un hombre revisaba unos papeles a la luz de una lamparita de lectura. Anthony hojeaba un periódico, y Julia miraba por la ventanilla los reflejos plateados de la luna sobre el ala del avión y la superficie agitada del océano en la noche azul.
En primavera decidí dejar la carrera de Bellas Artes y no regresar a París. Tú hiciste todo lo posible por disuadirme, pero yo había tomado una decisión: como tú, sería periodista y, como tú, salía todas las mañanas en busca de un empleo, aunque como americana no tuviera ninguna esperanza de encontrarlo. Hacía pocos días que las líneas de tranvía volvían a unir ambos lados de la ciudad. A nuestro alrededor, reinaba una agitación constante; la gente hablaba de reunificar tu país para que volviera a formar uno solo, como antes, cuando las cosas de la vida no eran las de la guerra fría. Los que habían servido en las filas de la policía secreta parecían haberse evaporado, llevándose consigo sus archivos. Unos meses antes, habían emprendido ya la tarea de suprimir todos los documentos comprometedores, todos los expedientes que habían constituido sobre millones de tus conciudadanos, y tú habías sido de los primeros en manifestarse para impedírselo.
¿Tenías, tú también, un número en un expediente? ¿Duerme todavía en algún archivo secreto, junto con alguna fotografía tuya robada en la calle, en tu lugar de trabajo, la lista de las personas a las que frecuentabas, los nombres de tus amigos y el de tu abuela? ¿Era sospechosa tu juventud a ojos de las autoridades de entonces? ¿Cómo pudimos permitir que ocurriera todo aquello, después de lo que habíamos aprendido tras años de guerra? ¿Era acaso la única manera que encontró nuestro mundo de tomarse la revancha? Tú y yo habíamos nacido demasiado tarde para odiarnos, teníamos tantas cosas que inventar. Por las noches, cuando paseábamos por tu barrio, a menudo notaba que seguías teniendo miedo. El temor se apoderaba de ti con sólo ver un uniforme o un vehículo que, según tú, circulaba demasiado despacio. «Ven, no nos quedemos aquí», decías entonces; y me arrastrabas al amparo de la primera callejuela, de la primera escalera que nos permitía escapar, despistar a un enemigo invisible. Y cuando me burlaba de ti, te enfadabas, me decías que no entendía nada, que no sabía nada de lo que habían sido capaces. ¿Cuántas veces no habré sorprendido tu mirada recorrer la sala de un pequeño restaurante al que te llevaba a veces a cenar? Cuántas veces no me habrás dicho «salgamos de aquí», al ver el rostro sombrío de un cliente que te recordaba un pasado inquietante. Perdóname, Tomas, tenías razón, yo no sabía lo que era tener miedo. Perdóname por haberme reído cuando nos obligabas a escondernos bajo los pilares de un puente porque un convoy militar cruzaba el río. No sabía, no podía comprender, nadie de mi gente podía hacerlo.
Cuando señalabas a alguien con el dedo en un tranvía, comprendía por tu mirada que habías reconocido a alguno de los que habían trabajado en la policía secreta.
Despojados de sus uniformes, de su autoridad y de su arrogancia, los antiguos miembros de la Stasi se disimulaban en tu ciudad, se adaptaban a la banalidad de la vida de aquellos a los que, tan sólo ayer, aún perseguían, espiaban, juzgaban y a veces torturaban, y ello durante años y años. Desde la caída del Muro, la mayoría se había inventado un pasado para que no los identificaran, otros proseguían tranquilamente su carrera, y, para muchos, los remordimientos se disipaban con el paso de los meses, y, con ellos, el recuerdo de sus crímenes.
No he olvidado aquella noche en que fuimos a visitar a Knapp. Caminábamos los tres por un parque. Knapp no dejaba de hacerte preguntas sobre tu vida, sin saber lo doloroso que era para ti contestarlas. Pretendía que el Muro de Berlín había extendido su sombra hasta el Oeste, donde él vivía, cuando tú le gritabas que era el Este, donde habías vivido tú, lo que habían encerrado en hormigón. ¿Cómo podíais acostumbraros a esa existencia?, insistía Knapp. Y tú sonreías, preguntándole si de verdad lo había olvidado todo. Knapp volvía a la carga, y entonces tú capitulabas y respondías a sus preguntas. Y, con paciencia, le hablabas de una vida en la que todo estaba organizado, en la que todo era seguro, no había ninguna responsabilidad que asumir, una vida en la que el riesgo de hacer las cosas mal era muy pequeño. «Conocíamos el pleno empleo, el Estado era omnipresente», decías, encogiéndote de hombros. «Así funcionan las dictaduras», concluía Knapp. Ello convenía a mucha gente, la libertad es un reto enorme, la mayoría de los hombres aspira a ella, pero no sabe cómo emplearla. Y todavía resuena en mis oídos tu voz mientras nos decías en ese café de Berlín Occidental que, en el Este, cada uno a su manera reinventaba su vida en cálidos apartamentos. Vuestra conversación se envenenó cuando tu amigo quiso saber cuántas personas, según tú, habían colaborado con las autoridades durante esos años oscuros; nunca os pusisteis de acuerdo sobre la cifra. Knapp hablaba de un treinta por ciento de la población como máximo. Tú justificabas tu ignorancia, ¿cómo podrías haberlo sabido?, nunca habías trabajado para la Stasi.
Perdóname, Tomas, tenías razón, habré tenido que esperar a emprender el camino hacia ti para saber lo que es tener miedo.
—¿Por qué no me invitaste a tu boda? —preguntó Anthony dejando el periódico sobre su regazo. Julia se sobresaltó.
—Perdona, no quería asustarte. ¿Estabas pensando en otra cosa?
—No, miraba por la ventanilla, nada más.
—No se ve más que la noche —replicó Anthony asomándose a mirar.
—Sí, pero hay luna llena.
—Un poco alto para saltar al agua, ¿verdad?
—Te mandé una invitación.
—Como a otras doscientas personas. Eso no es lo que yo llamo invitar a un padre. Se suponía que yo te llevaría hasta el altar, ello quizá merecía que habláramos del tema en persona.
—¿De qué hemos hablado tú y yo en los últimos veinte años? Esperaba una llamada tuya, esperaba que me pidieras que te presentara a mi futuro marido.
—Creo recordar que ya lo conocía.
—Te lo encontraste de pura casualidad, en una escalera mecánica de Bloomingdale's, yo a eso no lo llamaría conocer a alguien. No se puede concluir con ello que te interesaras por él o por mi vida.
—Fuimos los tres juntos a tomar el té, si mal no recuerdo.
—Porque te lo había propuesto él, porque resulta que él sí quería conocerte. Veinte minutos durante los cuales monopolizaste la conversación.
—No era muy hablador, tu futuro marido; más bien casi autista, llegué a creer que era mudo.
—¿Acaso le hiciste una sola pregunta siquiera?
—¿Y tú, Julia, me has hecho alguna vez preguntas, me has pedido el más mínimo consejo?
—¿De qué habría servido? ¿Para que me dijeras lo que tú hacías a mi edad o para que me dijeras lo que se suponía que tenía que hacer yo? Podría haberme callado para siempre para que comprendieras, por fin, que nunca he querido parecerme a ti.
—Quizá deberías dormir un poco —dijo Anthony Walsh—, mañana será un día muy largo. Nada más aterrizar en París, tenemos que coger otro avión antes de llegar al final de nuestro viaje.
Subió la manta de Julia hasta taparle los hombros y volvió a enfrascarse en la lectura de su periódico.
El avión acababa de aterrizar en la pista del aeropuerto Charles de Gaulle. Anthony puso en hora su reloj de acuerdo con el huso horario de París.
—Nos quedan dos horas antes de que salga nuestro avión para Berlín, no deberíamos tener ningún problema.
En ese momento, Anthony ignoraba que el aparato que se suponía debía llegar a la terminal E sería redirigido a una puerta de la terminal F; que la puerta en cuestión estaba equipada con una pasarela incompatible con su avión, lo que explicó la azafata para justificar la llegada de un autobús que los conduciría hasta la terminal B.
Anthony levantó el dedo e indicó al sobrecargo que se acercara.
—¡A la terminal E! —le dijo.
—¿Perdón? —contestó éste.
—Por megafonía han dicho la terminal B, y creo que debíamos llegar a la E.
—Es posible, nosotros mismos nos hacemos un poco de lío.
—Despéjeme una duda, ¿estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle?
—Tres puertas diferentes, nada de pasarela, y los autobuses aún no han llegado: ¡no cabe duda de que estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, sí!
Cuarenta y cinco minutos después de aterrizar bajaron por fin del avión. Quedaba aún pasar el control de pasaportes y encontrar la terminal desde la que salía el vuelo a Berlín.
Había dos agentes de policía encargados de controlar los centenares de pasaportes de los pasajeros que acababan de desembarcar de tres vuelos distintos. Anthony comprobó la hora en una pantalla.
—Tenemos doscientas personas por delante en la cola, me temo que no nos va a dar tiempo.
—¡Pues cogeremos el vuelo siguiente! —contestó Julia.
Una vez pasado el control, recorrieron una interminable serie de pasillos y cintas transportadoras.
—Para eso podríamos haber venido a pie desde Nueva York —se quejó Anthony.
Y, nada más terminar la frase, se desplomó.
Julia trató de retenerlo, pero la caída fue tan repentina que no pudo hacer nada por evitarla. La cinta transportadora seguía avanzando, arrastrando consigo a Anthony, tumbado cuan largo era en el suelo.
—¡Papá, papá, despierta! —gritó Julia, sacudiéndolo muy asustada.
Se oía el ruidito metálico de la cinta. Un viajero se precipitó para ayudar a Julia. Levantaron a Anthony del suelo y lo instalaron un poco más lejos. El hombre se quitó la chaqueta y la puso debajo de la cabeza de Anthony, que seguía inerte. Se ofreció a llamar a una ambulancia.
—¡No, no, no lo haga! —insistió Julia—. No es nada, un simple desmayo, estoy acostumbrada.
—¿Está usted segura? Su marido no parece estar nada bien.
—¡Es mi padre! Es que es diabético —mintió Julia—. Papá, despierta —dijo, sacudiéndolo otra vez.
—Deje que le tome el pulso.
—¡No lo toque! —gritó Julia, presa del pánico. Anthony abrió un ojo.
—¿Dónde estamos? —preguntó, tratando de incorporarse.
El hombre que había sido tan atento con él lo ayudó a levantarse. Anthony se apoyó en la pared, mientras recuperaba del todo el equilibrio.
—¿Qué hora es?
—¿Está segura de que no es más que un simple desmayo? No parece que le funcione muy bien la cabeza...
—¡Oiga, un respeto! —replicó Anthony, repuesto del todo.
El hombre recuperó su chaqueta y se alejó.
—Al menos podrías haberle dado las gracias —le reprochó Julia.
—¿Por qué, porque trataba patéticamente de ligar contigo fingiendo socorrerme? ¡Vamos, hombre, hasta ahí podíamos llegar!
—¡Eres de lo que no hay, vaya susto me has dado!
—No es para tanto, ¿qué quieres que me ocurra? ¡Ya estoy muerto! —concluyó Anthony.
—¿Puedo saber lo que te ha pasado exactamente?
—Un cortocircuito, imagino, o una interferencia cualquiera. Habrá que notificárselo. Si alguien me apaga desconectando su teléfono móvil, la cosa se pone ya más fea.
—Nunca podré contar lo que estoy viviendo ahora —dijo Julia encogiéndose de hombros.
—¿Lo he soñado, o antes me has llamado papá?
—¡Lo has soñado! —contestó, arrastrándolo hacia la zona de embarque.
Sólo les quedaba un cuarto de hora para pasar el control de seguridad.
—¡Vaya, hombre! —dijo Anthony, abriendo su pasaporte.
—¿Y ahora qué pasa?
—Mi certificado del marcapasos, que no lo encuentro.
—Lo tendrás en el fondo de algún bolsillo.
—¡Acabo de comprobar en todos y nada!
Con aire contrariado, miró los arcos que tenía enfrente.
—Si paso por debajo de una de esas cosas, pondré en alerta a todas las fuerzas policiales del aeropuerto.
—¡Entonces vuelve a buscar en tus bolsillos! —se impacientó Julia.
—No insistas, te digo que lo he perdido, se me habrá caído en el avión cuando le he dado la chaqueta a la azafata para que me la guardara. Lo siento, no encuentro ninguna solución.
—No hemos venido hasta aquí para volver ahora a Nueva York. Y, de todas maneras, ¿cómo nos las apañaríamos para hacerlo?
—Alquilemos un coche y vayamos al centro. De aquí a entonces ya se me ocurrirá algo.
Anthony propuso a su hija que reservaran una habitación de hotel para pasar la noche.
—Dentro de dos horas toda Nueva York estará despierta. No tendrás más que llamar a mi médico, él te mandará por fax un duplicado del certificado.
—¿Tu médico no sabe que has muerto?
—¡No, qué tontería, ¿verdad?, pero se me ha olvidado avisarlo!
—¿Por qué no cogemos un taxi? —preguntó Julia.
—¿Un taxi en París? ¡No conoces la ciudad!
—¡Desde luego, tienes prejuicios sobre todo!
—No creo que sea el momento más adecuado para pelearnos; ya veo ahí las oficinas de alquiler de coches. Uno pequeño nos bastará. ¡Mira, no, pensándolo mejor, coge una berlina! Es una cuestión de estatus. —Julia se rindió. Era más de mediodía cuando tomaron por la salida que llevaba a la autopista Al. Anthony se inclinó sobre el parabrisas, observando atentamente los paneles indicadores.
—¡Gira a la derecha! —ordenó.
—París está a la izquierda, lo pone en letras bien grandes.
—¡Muchas gracias pero aún sé leer! Haz lo que te digo —se quejó Anthony, obligándola a girar el volante.
—¡Estás loco! ¿Se puede saber a qué juegas? —gritó Julia mientras el coche daba un peligroso bandazo.