Las cosas que no nos dijimos (23 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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—¿Tomas?

16

En Roma, el jefe del gobierno italiano acababa de anunciar su dimisión. Una vez terminada la conferencia de prensa, por última vez aceptó prestarse al juego de los fotógrafos. Los flashes chisporrotearon, irradiando el estrado. Al fondo de la sala, un hombre acodado sobre el radiador guardaba su material.

—¿No inmortalizas la escena? —preguntó una joven a su lado.

—No, Marina, hacer la misma foto que otros cincuenta tipos no tiene ningún interés. Francamente, no es lo que yo llamo un reportaje.

—¡Qué malas pulgas tienes, menos mal que al menos eres guapo y así compensas!

—Es una manera como otra cualquiera de decirme que tengo razón. ¿Y si en lugar de escuchar tus sermones te llevara a comer?

—¿Tienes algún restaurante en mente? —preguntó la periodista.

—¡No, pero estoy seguro de que tú, sí! Un periodista de la RAIRAI pasó junto a ellos y le besó la mano a Marina antes de desaparecer.

—¿Quién es?

—Un idiota —contestó ella.

—En cualquier caso, un idiota al que no pareces dejar indiferente.

—Precisamente lo que yo decía, ¿nos vamos?

—Recogemos nuestras credenciales en la entrada y nos largamos de aquí pitando.

Cogidos del brazo, salieron de la gran sala donde había tenido lugar la rueda de prensa y enfilaron el pasillo que conducía hacia la salida.

—¿Qué proyectos tienes? —preguntó Marina, mostrándole su carnet de prensa al guardia de seguridad.

—Espero noticias de mi redacción. Llevo tres semanas dedicándome a cosas sin ningún interés, como hoy, esperando a diario que me den luz verde para ir a Somalia.

—¡Excelentes noticias para mí!

A su vez, el periodista tendió su carnet de prensa para que el guardia de seguridad le devolviera el documento de identidad que cada visitante estaba obligado a entregar para poder entrar en el recinto del palazzo Montecitorio.

—¿Señor Ullmann? —preguntó el agente.

—Sí, ya lo sé, mi apellido de periodista difiere del que aparece en mi pasaporte, pero mire la fotografía de mi carnet de prensa, así como el nombre de pila, y verá que son iguales.

El guardia comprobó la semejanza de los rostros y, sin hacer más preguntas, le devolvió el pasaporte a su dueño.

—¿Cómo es que no firmas tus artículos con tu verdadero nombre? ¿Es una coquetería de divo?

—La razón es algo más sutil —contestó el periodista cogiendo a Marina por la cintura.

Cruzaron la piazza Colonna bajo un sol de justicia. Numerosos turistas buscaban refrescarse tomando un helado.

—Menos mal que has conservado el nombre de pila.

—¿Qué habría cambiado eso?

—Me gusta el nombre de Tomas, además te va como anillo al dedo, tienes cara de llamarte Tomas.

—¿Ah, sí? ¿Qué pasa, que ahora los nombres tienen cara? ¡Vaya ideas se te ocurren!

—Pues claro que sí —prosiguió Marina—, no podrías haberte llamado de otra manera; no te pega nada Massimo, ni Alfredo, ni siquiera Karl. Tomas es exactamente lo que necesitas.

—No dices más que tonterías. Bueno, ¿qué?, ¿adonde me llevas?

—Este calor y ver a toda esa gente comiendo helado me han dado ganas de un granizado, vamos a la Tazza d'Oro, está en la plaza del Panteón, no muy lejos de aquí.

Tomas se detuvo al pie de la columna Antonina. Abrió su bolsa, escogió una cámara a la que le ajustó un objetivo, se arrodilló y fotografió a Marina mientras ésta contemplaba los bajorrelieves esculpidos a la gloria de Marco Aurelio.

—¿Y ésta no es una foto que sacan igual cincuenta tipos? —preguntó la muchacha riendo.

—No sabía que tuvieras tantos admiradores —sonrió Tomas volviendo a pulsar el botón, esta vez para un primer plano.

—¡Me refiero a la columna! ¿Me estás sacando a mí?

—La columna se parece a la de la Victoria de Berlín, pero tú eres única.

—Lo que yo decía, el mérito es todo de tu cara bonita; eres un ligón patético, Tomas, en Italia no tendrías ninguna oportunidad. Anda, vamos, hace demasiado calor aquí.

Marina cogió a Tomas de la mano y se alejaron, dejando la columna Antonina a su espalda.

La mirada de Julia recorrió de arriba abajo la columna de la Victoria, que se erguía en el cielo de Berlín. Sentado en la base, Anthony se encogió de hombros.

—Tampoco podíamos dar con él a la primera —suspiró—. Reconocerás que si ese tipo del bar hubiera sido tu Tomas, la coincidencia habría sido de lo más pasmosa.

—Ya lo sé, me he equivocado y ya está.

—Quizá sea porque querías que fuera él.

—De espaldas tenía la misma silueta, el mismo corte de pelo, una manera parecida de pasar las páginas del periódico, al revés.

—¿Por qué ha puesto esa cara el dueño cuando le hemos preguntado si se acordaba de él? Se había mostrado más bien amable cuando le has rememorado vuestros buenos recuerdos.

—En cualquier caso, ha sido muy amable al decirme que no había cambiado, nunca hubiera imaginado que me reconocería.

—Pero ¿a ti quién podría olvidarte, hija mía?

Julia le dio un codazo de complicidad a su padre.

—Estoy seguro de que nos ha mentido y que se acordaba perfectamente de tu Tomas, ha sido justo cuando has pronunciado su nombre cuando se le ha ensombrecido el rostro.

—Para de decir «mi Tomas». Ya no sé siquiera qué estamos haciendo aquí, ni de qué sirve todo esto.

—¡Pues sirve para recordarme una vez más que elegí bien la fecha al morir la semana pasada!

—¡Quieres parar ya con eso! ¡Si crees que voy a dejar a Adam para perseguir a un fantasma, estás muy equivocado!

—Hija mía, aun a riesgo de irritarte un poco más, permíteme que te diga que el único fantasma en tu vida soy yo. Me lo has repetido bastantes veces, ¡así que no te creas que en estas circunstancias me vas a quitar ese privilegio!

—No me haces ni pizca de gracia...

—No te hago ni pizca de gracia porque en cuanto abro la boca me interrumpes... De acuerdo, no soy divertido, y no te apetece oír lo que te digo, pero a juzgar por tu reacción en ese bar cuando has creído reconocer a Tomas, no me gustaría estar en el lugar de Adam. ¡Y ahora, anda, dime que estoy equivocado!

—¡Estás equivocado!

—¡Pues mira, al menos habré permanecido fiel a esa costumbre! —replicó Anthony cruzándose de brazos. Julia sonrió.

—¿Y ahora qué he hecho?

—Nada, nada —contestó Julia.

—¡Vamos, por favor!

—No sé, tienes un lado como chapado a la antigua que no conocía.

—¡No seas hiriente, por favor! —contestó Anthony poniéndose en pie—. Anda, ven, te invito a comer, son las tres y no has probado bocado desde esta mañana.

De camino hacia su oficina, Adam pasó por una licorería. El dueño le propuso un vino de California con un tanino excelente, mucho cuerpo, quizá un poco fuerte. La idea lo seducía, pero buscaba algo más refinado, a imagen y semejanza de la persona a quien iba destinada la botella. Comprendiendo lo que su cliente deseaba, el comerciante desapareció en la trastienda y volvió con un gran vino de Burdeos. Una añada así no se situaba por supuesto en la misma gama de precios, pero ¿acaso tenía precio la excelencia? ¿No le había dicho Julia que su mejor amigo no sabía resistirse a un buen vino y que, cuando éste era excepcional, Stanley ya no era capaz de controlarse? Dos botellas tendrían que bastar para emborracharlo y, lo quisiera o no, terminaría por confesarle dónde estaba Julia.

—Reconsideremos las cosas desde el principio —dijo Anthony, instalado en la terraza de una cafetería—. Hemos probado en el sindicato, y no aparece en ninguna lista. Estás convencida de que sigue siendo periodista; bien, puede ser, fiémonos de tu instinto, aunque todo nos indique lo contrario. Hemos vuelto allí donde vivía, pero han echado abajo el edificio. Desde luego, es lo que se llama destruir el pasado y empezar de cero. Lo que me lleva a preguntarme si todo esto no tiene un porqué.

—Mensaje recibido. Pero ¿dónde quieres llegar exactamente? Tomas ha roto con la época que nos unía; entonces ¿qué estamos haciendo aquí? ¡Regresemos, si de verdad es lo que piensas! —se enojó Julia, rechazando con un gesto el capuchino que le servía el camarero.

Anthony le indicó que lo dejara sobre la mesa.

—Ya sé que no te gusta el café, pero preparado así está delicioso.

—¿Qué más te da que prefiera el té?

—Nada, es sólo que me gustaría que hicieras un esfuerzo, ¡no te pido gran cosa!

Julia bebió un trago haciendo muchas muecas.

—No hace falta que dejes claro que te da asco, ya me he dado cuenta, pero ya te lo he dicho: un día superarás la impresión de amargor que te impide apreciar el sabor de las cosas. Y si piensas que tu amigo ha buscado borrar todos los vínculos que lo unían a vuestra historia, te otorgas demasiada importancia. Quizá simplemente haya roto con su pasado, y no con el vuestro. No me parece que hayas comprendido todas las dificultades que habrá tenido que superar para adaptarse a un mundo en el que las costumbres eran contrarias a todo lo que había conocido hasta entonces. Un sistema en el que todas y cada una de las libertades se asentaban a costa de negar los valores de su infancia.

—¿Y ahora lo defiendes?

—Rectificar es de sabios. El aeropuerto está a treinta minutos de aquí, podemos pasar por el hotel, recoger nuestras cosas y tomar el último vuelo. Esta noche dormirás en tu precioso apartamento de Nueva York. Aun a riesgo de repetirme, rectificar es de sabios, ¡más te valdría reflexionar un poco sobre eso antes de que sea demasiado tarde! ¿Quieres regresar o prefieres proseguir con la investigación?

Julia se levantó; se bebió el capuchino de un trago, sin una sola mueca, se limpió la boca con el dorso de la mano y dejó la taza sobre la mesa, haciendo mucho ruido.

—Y bien, Sherlock, ¿tienes alguna nueva pista que proponernos?

Anthony dejó unas monedas en el platillo y se levantó a su vez.

—¿No me hablaste un día de un amigo íntimo de Tomas al que solíais ver a menudo?

—¿Knapp? Era su mejor amigo, pero no recuerdo haberte hablado de él.

—Entonces digamos que tengo mejor memoria que tú. ¿Y a qué se dedicaba ese Knapp? ¿No era periodista?

—¡Sí, claro!

—¿Y no te pareció sensato mencionar su nombre esta mañana cuando tuvimos acceso a la agenda de la prensa profesional?

—No se me ocurrió ni por un momento...

—¿Lo ves? ¡Lo que yo decía, te estás volviendo tonta por completo! ¡Anda, vamos!

—¿De vuelta al sindicato?

—¡Qué idea más estúpida! —dijo Anthony con un gesto de exasperación—. No creo que nos recibieran muy bien.

—Entonces ¿adonde?

—¿Acaso tiene un hombre de mi edad que descubrirle las maravillas de Internet a una joven que se pasa la vida pegada a una pantalla de ordenador? ¡Es patético! Busquemos un cibercafé por aquí y, por favor, recógete el pelo, con este viento ya no se te ve la cara.

Marina se había empeñado en invitar a Tomas. Después de todo, se encontraban en su terreno, y cuando ella iba a visitarlo a Berlín, él siempre pagaba la cuenta. Por dos simples granizados de café, Tomas no había puesto objeciones.

—¿Tienes trabajo hoy? —le preguntó.

—Ya has visto la hora que es, se ha pasado casi la tarde, y además mi trabajo eres tú. ¡Si no hay foto, no hay artículo!

—Entonces ¿qué quieres hacer?

—Hasta que llegue la noche no me importaría ir a pasear un poco, por fin hace menos calor, estamos en el centro, hay que aprovechar.

—Tengo que llamar a Knapp antes de que se marche de la redacción.

Marina le acarició la mejilla.

—Sé que estás dispuesto a todo para separarte de mí lo antes posible, pero no te preocupes tanto, ya te irás a Somalia. Knapp te necesita allí, me lo has dicho cien veces. Conozco la historia de memoria. Tiene en mente el puesto de director de la redacción, eres su mejor reportero, y tu trabajo es vital para su ascenso. Déjale el tiempo de preparar bien el terreno.

—¡Pero ya lleva tres semanas preparándolo, maldita sea!

—¿Va con más cuidado porque se trata de ti? ¿Y qué pasa? ¡No le puedes reprochar que también sea tu amigo! Anda, llévame de paseo por la ciudad.

—¿No estarás invirtiendo los papeles, por casualidad?

—¡Sí, pero es que contigo me encanta hacerlo!

—¿Te estás burlando de mí?

—¡Totalmente! —replicó Marina, echándose a reír.

Y tiró de él hacia los escalones de la piazza di Spagna, señalando con el dedo las dos cúpulas de la iglesia de la Trinitá dei Monti.

—¿Hay algún lugar más hermoso que éste? —quiso saber Marina.

—¡Berlín! —contestó Tomas sin pensarlo un segundo.

—¡Ni remotamente! Y si dejas de decir tonterías, luego te llevo al café Greco, ¡cuando hayas probado el capuchino me dices si en Berlín lo sirven tan bueno!

Sin apartar la vista del ordenador, Anthony trataba de descifrar las indicaciones que aparecían en la pantalla.

—Creía que hablabas bien alemán —comentó Julia.

—Hablarlo lo hablo, pero leerlo y escribirlo no es exactamente lo mismo, y además no es un problema de idioma, sino de que no entiendo nada de estas máquinas.

—¡Pues quita! —ordenó Julia, sentándose ante el teclado.

Se puso a escribir a toda velocidad, y el motor de búsqueda entregó sus resultados. Tecleó el nombre de Knapp en la casilla indicada y se interrumpió de pronto.

—¿Qué pasa?

—No recuerdo su nombre, no sé siquiera si Knapp es un nombre de pila o un apellido. Siempre lo llamábamos así.

—¡Quita! —ordenó a su vez Anthony y, junto a Knapp, añadió
«journalist».

Al instante apareció una lista con once nombres. Siete hombres y cuatro mujeres respondían al nombre de Knapp, y todos ejercían la misma profesión.

—¡Es él! —exclamó Anthony señalando la tercera línea—. ¡Jürgen Knapp!

—¿Por qué ése precisamente?

—Porque seguro que la palabra
Chefredakteur
significa redactor jefe.

—¡No me digas!

—Si no recuerdo mal cómo hablabas de ese joven, me imagino que a los cuarenta habrá sido lo bastante inteligente para hacer carrera, si no, seguramente habría cambiado de profesión, como tu Tomas. En lugar de ponerte así, mejor felicítame por mi perspicacia.

—No creo haberte hablado de Knapp, y no entiendo cómo haces para trazar su perfil psicológico —respondió Julia, estupefacta.

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