Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
—Uno termina por acostumbrarse a ese sabor amargo... o al final termina también por apreciar la sensualidad que emana de él —dijo Anthony.
—Tengo que ir a trabajar —prosiguió Julia, abriendo el tarro de miel.
—¿Has tomado una decisión, sí o no? Esta situación es irritante, ¡tengo derecho a saber a qué atenerme, vamos, digo yo!
—No sé qué decirte, no me pidas imposibles. A tus socios y a ti se os olvidó otro problema ético.
—A ver, cuenta, me interesa.
—Trastocar la vida de alguien que no os ha pedido nada.
—¿Alguien? —replicó Anthony con voz molesta.
—No juegues con las palabras, no sé qué decirte, haz lo que quieras, descuelga el teléfono, llámalos, dales el código, y que decidan por mí a distancia.
—Seis días, Julia, tan sólo seis días para que pases el duelo de tu padre, no el de un desconocido, ¿estás segura de no querer elegir tú misma?
—¡Seis días para ti, entonces!
—Yo ya no estoy en este mundo, ¿qué quieres que gane con ello? No imaginaba decir esto algún día, pero ese día ha llegado. De hecho, si lo piensas, es bastante cómico —prosiguió Anthony Walsh, divertido—. Esto tampoco lo habíamos pensado. ¡Es increíble! Reconocerás que, hasta la realización de este invento genial, era difícilmente imaginable poder decirle a tu propia hija que habías muerto y acechar a la vez su reacción, ¿no? Bueno, veo que ni siquiera sonríes, así que supongo que en realidad no era muy divertido.
—¡Pues no, en efecto no lo era!
—Tengo una mala noticia que darte. No puedo llamarlos. No es posible. La única persona que puede interrumpir el programa es la beneficiaría. De hecho, ya he olvidado el número que te dije, al instante se borró de mi memoria. Espero que lo hayas apuntado..., por si acaso...
—1-800-300 00 01, código 654!
—¡Anda, pues sí que lo has memorizado bien!
Julia se levantó y fue a dejar su taza en el fregadero. Se volvió para mirar largo rato a su padre y descolgó el teléfono que pendía de la pared de la cocina.
—Soy yo —le dijo a su compañero de trabajo—. Voy a seguir tu consejo, bueno, casi... Hoy me tomaré el día libre y mañana también, y quizá alguno más, aún no lo sé, pero te mantendré informado. Mandadme un e-mail todas las noches con lo que hayáis avanzado en el proyecto, y sobre todo llamadme si tenéis el menor problema. Una última cosa, hazle caso a ese tal Charles, el nuevo en el equipo, le debemos una. No quiero que lo tengan al margen, ayúdalo a integrarse en el grupo. Cuento contigo, Dray.
Julia colgó el teléfono sin apartar la mirada de su padre.
—Está bien eso de velar por los colaboradores —comentó Anthony Walsh—. Siempre he dicho que una empresa reposa sobre tres pilares: ¡sus trabajadores, sus trabajadores y sus trabajadores!
—¡Dos días! Nos doy dos días, ¿me oyes? Tú decides si los aceptas o no. Dentro de cuarenta y ocho horas, me devuelves a mi vida y tú...
—¡Seis días!
—¡Dos!
—¡Seis! —insistió Anthony Walsh.
El timbre del teléfono puso fin a la negociación. Anthony lo descolgó, Julia le arrancó el auricular de las manos y lo tapó con la mano indicándole a su padre que fuera lo más silencioso posible. Adam estaba preocupado al no haberla encontrado en la oficina cuando la había llamado. Se reprochaba haberse mostrado susceptible y desconfiado con ella. Julia se disculpó a su vez por haber estado tan irascible el día anterior, le dio las gracias por haber reaccionado a su mensaje y haberse acercado a verla. Y aunque el momento no había sido de los más tiernos, su aparición inesperada bajo su ventana tenía a fin de cuentas un toque muy romántico.
Adam le propuso pasar a recogerla cuando hubiera terminado de trabajar. Y mientras Anthony Walsh lavaba los platos, haciendo todo el ruido que podía y más, Julia le explicó que la muerte de su padre la había afectado más de lo que en un principio había estado dispuesta a reconocer. Había tenido muchas pesadillas esa noche y estaba agotada. De nada servía reproducir la experiencia del día anterior. Necesitaba pasar una tarde tranquila y acostarse temprano, y al día siguiente, o como muy tarde dentro de dos días, volverían a verse. Para entonces habría recuperado la digna apariencia de la mujer con la que quería casarse.
—Lo que yo decía, de tal palo, tal astilla —repitió Anthony Walsh cuando Julia colgaba.
Ella lo fusiló con la mirada.
—¿Y ahora qué pasa?
—¡Nunca has lavado un mísero plato en tu vida!
—Eso tú no lo sabes, ¡y además, lavar los platos es una tarea incluida en mi nuevo programa! —contestó alegremente Anthony Walsh.
Julia no contestó y cogió el manojo de llaves colgado del clavo.
—¿Adonde vas?
—A preparar una habitación en el piso de arriba. No pienso dejar que pases la noche en mi salón sin estarte quieto un momento. Tengo unas cuantas horas de sueño que recuperar, no sé si me explico.
—Si es por el ruido de la televisión, puedo bajar el sonido...
—¡Esta noche duermes arriba, o lo tomas o lo dejas!
—¿No irás a recluirme en el desván?
—Dame una buena razón para no hacerlo.
—Hay ratas..., tú misma lo dijiste ayer —añadió su padre con la entonación de un niño castigado.
Y cuando ya Julia se disponía a salir del apartamento, su padre la retuvo con voz firme:
—¡Aquí nunca lo conseguiremos!
Julia cerró la puerta y subió la escalera. Anthony Walsh consultó la hora en el reloj del horno, vaciló un instante y luego buscó el mando a distancia blanco que Julia había abandonado sobre la encimera.
Oyó los pasos de su hija por encima de su cabeza, los muebles que arrastraba por el suelo, el ruido de la ventana que abría y cerraba. Cuando volvió a bajar, Julia se encontró a su padre metido de nuevo en la caja, con el mando a distancia en la mano.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Me voy a apagar, quizá sea lo mejor para los dos, en fin, sobre todo para ti, me doy perfecta cuenta de que te molesto.
—Creía que no podías hacerlo tú mismo —le dijo, arrancándole el mando de las manos.
—He dicho que tú eras la única que podía llamar a la empresa y dar el código, ¡pero creo que todavía soy capaz de pulsar un botón! —rezongó, saliendo de la caja.
—Anda, toma, haz lo que quieras —le contestó Julia, devolviéndole el mando—. ¡Eres agotador!
Anthony Walsh lo dejó sobre la mesa baja y se colocó delante de su hija.
—Por cierto, ¿adonde pensabais iros de viaje?
—A Montreal, ¿por qué?
—Caray, pues sí que se ha estirado el prometido —silbó él entre dientes.
—¿Tienes algo en contra de Quebec?
—¡En absoluto! ¡Montreal es una ciudad del todo encantadora, y de hecho he pasado muy buenos momentos allí! Pero bueno, no es ésa la cuestión —carraspeó.
—¿Y cuál es la cuestión, según tú?
—Pues es sólo que...
—¿Que qué?
—Pues que un viaje de novios a una hora de avión nada más... ¡A eso se lo llama cambiar de aires! ¡Ya de paso que te lleve de camping para ahorrarse el hotel!
—¿Y si el destino lo hubiera elegido yo? ¿Y si adorara esa ciudad, y si compartiéramos muy bellos recuerdos, Adam y yo? ¿Tú qué sabes, eh?
—¡Si fueras tú la que ha decidido pasar tu noche de bodas a una hora de tu casa, no serías mi hija, y ya está! —afirmó Anthony con tono irónico—. Vale que te guste el jarabe de arce, pero hasta ese punto...
—Nunca te librarás de tus prejuicios, ¿eh?
—Reconozco que ya es un poco tarde para eso. De acuerdo, admitamos que has decidido pasar la noche más memorable de tu vida en una ciudad que ya conoces. ¡Adiós a las ansias de descubrir cosas nuevas! ¡Adiós al romanticismo! Hostelero, dénos la misma habitación que la última vez, ¡después de todo no es más que una noche como otra cualquiera! Sírvanos nuestra cena habitual, ¡mi futuro marido, qué digo, mi recién estrenado marido odia cambiar sus costumbres!
Anthony Walsh se echó a reír.
—¿Has terminado?
—Sí —se disculpó—. ¡Señor, qué maravilla la muerte, uno se permite decir todo lo que se le pasa por los circuitos, es un gusto!
—¡Tienes razón, nunca lo conseguiremos! —dijo Julia, poniendo punto final al buen humor de su padre.
—En todo caso aquí no. Necesitamos un territorio neutro. Julia lo miró, perpleja.
—Vamos a dejar de jugar al escondite en este apartamento, ¿quieres? Aun contando la habitación de arriba en la que querías meterme, no hay sitio suficiente, ni tampoco nos bastan estos valiosos minutos que estamos desperdiciando como dos niños caprichosos. Nunca más volverán.
—¿Y qué propones?
—Un pequeño viaje. Así no habrá llamadas de tu trabajo, ni aparición inesperada de tu Adam, no nos pasaremos las veladas viendo la televisión sin decir nada, sino que iremos a pasear juntos y hablaremos. Por eso he vuelto desde tan lejos. ¡Un momento, unos días, los dos solos, para nosotros dos nada más!
—Me pides que te regale lo que tú nunca has querido darme, ¿es eso?
—Deja de enfrentarte conmigo, Julia. Luego tendrás toda la eternidad para retomar el combate, mis armas ya sólo existirán en tu memoria. Seis días es todo lo que nos queda, eso es lo que te pido.
—¿Y dónde iríamos a hacer ese pequeño viaje?
—¡A Montreal!
Julia no pudo reprimir la sonrisa sincera que acababa de iluminar su rostro.
—¿A Montreal?
—¡Hombre, ya que no te devuelven el dinero de los billetes...! Siempre podemos intentar cambiar el nombre de uno de los pasajeros...
Julia se hizo una coleta y se puso una chaqueta sobre los hombros. Como era obvio que se disponía a salir sin contestarle, Anthony Walsh se interpuso entre ella y la puerta.
—¡No pongas esa cara, Adam dijo que hasta podías tirarlos!
—Me propuso que guardara los billetes de recuerdo y, por si acaso no te habías dado cuenta, lo decía en plan irónico. Pero no creo que me sugiriera que me marchara con otra persona.
—¡No se trata de cualquier persona, se trata de tu padre!
—¡Haz el favor de apartarte de la puerta!
—¿Adonde vas? —le preguntó Anthony Walsh dejándola pasar.
—A tomar el aire.
—¿Estás enfadada?
Por toda respuesta, oyó los pasos de su hija bajando la escalera.
Un taxi aminoró la marcha en el cruce con la calle Greenwich Street, y Julia se subió a toda prisa. No necesitaba levantar la mirada hacia la fachada de su casa. Sabía que su padre debía de mirar desde la ventana del salón cómo se alejaba el Ford amarillo hacia la Novena Avenida. En cuanto su hija hubo desaparecido en el cruce, Anthony Walsh se dirigió a la cocina, cogió el teléfono e hizo dos llamadas.
Julia pidió al taxista que la dejara en la entrada del Soho. En un día normal, habría recorrido a pie ese camino que conocía de memoria. Apenas quince minutos andando pero, para huir de su casa, habría sido capaz de robar una bicicleta si a alguien se le hubiera ocurrido dejar una aparcada sin candado en la esquina de su calle. Abrió la puerta de la pequeña tienda de antigüedades, y se oyó una campanita. Sentado en una butaca barroca, Stanley abandonó su lectura.
—¡Greta Garbo en
La reina Cristina de Suecia
no lo habría hecho mejor!
—¿De qué estás hablando?
—¡De tu entrada, princesa, majestuosa y aterradora a la vez!
—No es el día más indicado para burlarte de mí.
—No hay día, por hermoso que sea, que pueda transcurrir sin una pizca de ironía. ¿No trabajas hoy?
Julia se acercó a una vieja biblioteca y miró atentamente el reloj de delicadas molduras doradas colocado en el estante más alto.
—¿Has hecho novillos para ver qué hora era en el siglo XVIII? —quiso saber Stanley, ajustándose las gafas que resbalaban sobre su nariz.
—Es un reloj muy bello.
—Sí, y yo también. ¿Qué te pasa?
—Nada, simplemente me he acercado a verte, nada más.
—¡Sí, claro, y yo voy a abandonar el estilo Luis XVI y me voy a dedicar al pop art! —replicó Stanley dejando caer su libro.
Se levantó y se sentó en la esquina de una mesa de caoba.
—¿Se ha puesto triste esa carita tan linda?
—Sí, algo así.
Julia apoyó la cabeza sobre el hombro de Stanley.
—¡Sí, desde luego, te ocurre algo grave! Voy a prepararte un té que me manda un amigo mío desde Vietnam. Una maravilla para eliminar toxinas, ya lo verás, sus virtudes son insospechables, probablemente porque mi amigo no tiene ninguna.
Stanley cogió una tetera que había sobre una estantería. Encendió el hervidor eléctrico que estaba sobre el antiguo escritorio que hacía las veces de mostrador. Tras unos minutos necesarios para la infusión, la bebida mágica llenaba dos tazas de porcelana recién sacadas de un viejo armario. Julia respiró el perfume de jazmín que exhalaba la suya y bebió un sorbito de té.
—Te escucho, y no trates de resistirte, esta pócima divina desata las lenguas más reacias.
—¿Te marcharías de viaje de novios conmigo?
—Si me hubiera casado contigo, ¿por qué no...? Pero tendrías que haberte llamado Julien, Julia, porque si no, a nuestro viaje de novios le habría faltado algo de fantasía.
—Stanley, si cerraras tu tienda una semanita de nada y me dejaras que te raptara...
—Es divinamente romántico, ¿y adonde me llevarías?
—A Montreal.
—¡Jamás!
—Pero ¿qué tienes tú también en contra de Quebec?
—He pasado seis meses de insoportables sufrimientos para perder tres kilos, así que no pienso recuperarlos en unos pocos días. ¡Sus restaurantes son irresistibles, y sus camareros también, de hecho! Y además, aborrezco la idea de ser el segundo plato de nadie.
—¿Por qué dices eso?
—Antes de mí, ¿quién más ha rechazado irse contigo?
—¡Qué más da! De todas maneras, no lo creerías.
—Quizá si empezaras por contarme lo que te preocupa...
—Aunque te lo contara todo desde el principio, tampoco me creerías.
—Admitamos que soy un imbécil... ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste medio día libre en plena semana de trabajo?
Ante el mutismo de Julia, Stanley prosiguió:
—Apareces un lunes por la mañana en mi tienda y te apesta el aliento a café, tú, que odias el café. Bajo ese maquillaje, muy mal extendido, por cierto, se esconde el rostro de alguien que, más que horas de sueño, como mucho habrá tenido minutos, y me pides, de buenas a primeras y sin avisar, que sustituya a tu prometido para acompañarte de viaje. ¿Qué ocurre? ¿Has pasado la noche con un hombre que no es Adam?