Las cosas que no nos dijimos (25 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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—Rojo, violeta, amarillo, me da igual, pero se lo suplico, encuéntreme un vestido de noche.

El recepcionista la miró consternado, arqueando la ceja izquierda. Movido por su conciencia profesional, no podía dejar así a la hija del señor Walsh. Encontraría una solución a su problema.

—Guarde ese batiburrillo en su bolso y sígame —dijo, conduciendo a Julia hacia la lavandería.

Incluso en la penumbra de la habitación, el vestido que le presentó parecía muy hermoso. Pertenecía a una cliente que ocupaba la suite 1206. El taller de costura lo había entregado en el hotel a una hora en la que ya no se importunaba a la señora condesa, explicó el empleado. Se daba por supuesto que no se toleraría ninguna mancha y que, como Cenicienta, Julia debía devolverlo antes de que la última campanada marcara la medianoche.

La dejó sola en la lavandería, no sin antes invitarla a colgar su ropa de una percha.

Julia se desvistió y se puso la delicada pieza de alta costura con sumo cuidado. No había ningún espejo donde mirarse, buscó su reflejo en el metal de un perchero, pero el cilindro le devolvía una imagen deformada. Se soltó el cabello, se maquilló a tientas, dejó allí su bolso con su pantalón y su jersey, y regresó al vestíbulo por un pasillo oscuro.

El recepcionista le indicó con un gesto que se acercara. Julia obedeció sin rechistar. Un espejo cubría la pared a su espalda, pero en cuanto Julia quiso comprobar su apariencia, el empleado del hotel se lo impidió, colocándose delante.

—¡No, no, no! —dijo mientras Julia hacía un segundo intento—. Si la señorita me lo permite...

Sacando un pañuelo de papel de un cajón, corrigió un trazo del pintalabios.

—¡Ahora ya puede admirarse! —concluyó, apartándose del espejo.

Julia no había visto nunca nada tan espectacular como ese vestido. Mucho más bello que todos aquellos con los que había soñado en los escaparates de los grandes modistos.

—¡No sé cómo darle las gracias! —murmuró, pasmada.

—Honra usted al creador de este vestido, estoy seguro de que le sienta mil veces mejor que a la condesa —susurró—. Le he llamado un coche, la esperará en la puerta del palacio de la Fotografía y la llevará de vuelta al hotel.

—Podría haber cogido un taxi.

—¡Con un vestido como éste no lo dirá usted en serio! Considere que es su carroza, y mi garantía. Cenicienta, ¿recuerda? Que pase una agradable velada, señorita Walsh —dijo el recepcionista acompañándola hasta la limusina.

Una vez en la calle, Julia se puso de puntillas para besar al empleado.

—Señorita Walsh, un último favor...

—¡Lo que usted quiera!

—Tenemos la suerte de que este vestido sea largo, muy largo incluso. Así que, se lo ruego, no se lo levante de ese modo. ¡Sus alpargatas desentonan bastante con el resto de su atuendo!

El camarero dejó un plato de
antipasti
en la mesa. Tomas le sirvió a Marina unas verduritas a la brasa.

—¿Se puede saber por qué llevas gafas de sol en un restaurante en el que la luz es tan tenue que ni siquiera he podido leer la carta?

—¡Porque sí! —contestó Marina.

—Tu explicación al menos tiene el mérito de ser clarísima —replicó Tomas burlándose de ella.

—Porque no quiero que veas la mirada.

—¿Qué mirada?

—LA mirada.

—¡Ah! Perdona, pero no entiendo una palabra de lo que dices.

—Te hablo de esa mirada que, vosotros, los hombres, veis en nuestros ojos cuando nos sentimos bien con vosotros.

—No sabía que hubiera una mirada específica para eso.

—¡Sí, eres como los demás hombres, así que sabes reconocerla muy bien, confiesa!

—¡Bueno, si tú lo dices! ¿Y por qué no debería yo ver esa mirada que según tú traiciona el hecho de que, por una vez, estás bien conmigo?

—Porque si la vieras, en seguida empezarías a pensar en la mejor manera de dejarme.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Tomas, la mayoría de los hombres que colma su soledad cultivando una complicidad sin ataduras, con palabras cariñosas, pero nunca de amor, ¡todos esos hombres temen ver algún día LA mirada en los ojos de la mujer con la que salen!

—Pero ¿qué mirada es ésa? No te sigo en absoluto.

—¡La que os hace creer que estamos perdidamente enamoradas de vosotros! Que querríamos tener algo más. Cosas estúpidas como hacer proyectos de vacaciones, ¡o proyectos a secas! Y si tenemos la desgracia de sonreír delante de vosotros al cruzarnos por la calle con un bebé en su cochecito, ¡entonces ya estamos perdidas!

—Y detrás de esas gafas de sol ¿estaría entonces esa mirada?

—¡Mira que eres pretencioso! Me duelen los ojos, nada más, ¿o qué te habías imaginado?

—¿Por qué me dices todo esto, Marina?

—¿Cuándo te vas a atrever a decirme que te marchas a Somalia, antes o después del
tiramisu?

—¿Quién te dice que voy a tomar un
tiramisu?

—Hace dos años que te conozco y que trabajamos juntos, todo ese tiempo he estado observando cómo eres y cómo vives.

Marina se deslizó las gafas por el puente de la nariz y las dejó caer sobre su plato.

—¡Vale, de acuerdo, me marcho mañana! Pero justo acabo de enterarme ahora.

—¿Vuelves mañana a Berlín?

—Knapp prefiere que tome el avión para Mogadiscio directamente desde aquí.

—Hace tres meses que esperas esa partida, tres meses que esperas que por fin te hable de ello, ¡y ahora tu amigo no tiene más que chasquear los dedos, y tú obedeces!

—Sólo se trata de ganar un día, ya hemos perdido bastante tiempo.

—Es él quien te ha hecho perder el tiempo, y el favor se lo haces tú a él. Él te necesita a ti para conseguir su ascenso, mientras que tú no lo necesitas a él para conseguir un premio. ¡Con el talento que tienes, podrías obtenerlo sólo con fotografiar a un perro meando junto a una farola!

—¿Adonde quieres llegar con todo esto?

—Afírmate, Tomas, deja de pasarte la vida huyendo de la gente a la que quieres en lugar de afrontarla. Yo la primera. ¡Dime por ejemplo que esta conversación te parece una tontería, que sólo somos amantes y que no tengo por qué echarte sermones, y dile a Knapp que uno no se va a Somalia sin pasar antes por su casa, sin hacer el equipaje y despedirse de sus amigos! Sobre todo si no sabes cuándo vas a volver.

—Quizá tengas razón.

Tomas cogió su móvil.

—¿Qué haces?

—Pues ya lo ves, le estoy mandando un mensaje a Knapp para avisarle de que me saque un billete para el sábado y desde Berlín.

—¡Te creeré cuando hayas pulsado el botón de enviar!

—¿Y si lo hago me permitirás ver La mirada?

—Quizá...

La limusina se detuvo ante la alfombra roja. Julia tuvo que contorsionarse para salir sin que se le vieran las alpargatas. Subió la escalinata, y una serie de flashes la recibió en los últimos escalones.

—¡No soy nadie! —le dijo al cámara, que no entendía inglés. En la entrada, el portero admiró el increíble vestido de Julia. Cegado por la cruda luz de la cámara que filmaba su entrada, juzgó inútil pedirle su invitación.

La sala era inmensa. Julia recorrió la muchedumbre con la mirada. Con una copa en la mano, los invitados deambulaban de un lado a otro, admirando las gigantescas fotografías. Julia contestó con una sonrisa forzada a los saludos de gente a la que no conocía, privilegio de la vida mundana. Un poco más lejos, una arpista sobre un estrado interpretaba a Mozart. Cruzando lo que a todas luces parecía un ballet ridículo, Julia fue en busca de su presa.

Una fotografía de unos tres metros de altura atrajo su mirada. La habían sacado en las montañas de Kandahar o de Tayikistán, ¿o quizá en la frontera de Pakistán? El uniforme del soldado que yacía en el barranco no permitía afirmarlo con seguridad, y el niño que estaba a su lado, descalzo, y que parecía querer tranquilizarlo, se parecía a todos los niños del mundo.

Una mano se posó en su hombro y la hizo sobresaltarse.

—No has cambiado. ¿Qué haces aquí? No sabía que figurases en la lista de invitados. Es una agradable sorpresa, ¿estás de paso en nuestra ciudad? —preguntó Knapp.

—¿Y tú, qué haces aquí? Pensaba que estabas de viaje hasta final de mes, al menos es lo que me han dicho cuando me he presentado en tu oficina esta tarde. ¿No te han dejado un mensaje de mi parte?

—He vuelto antes de lo previsto. He venido directamente desde el aeropuerto.

—Tendrás que practicar un poco más porque mientes muy mal, Knapp, sé de lo que hablo; he adquirido cierta experiencia en la materia estos últimos días.

—Bueno, de acuerdo. Pero ¿cómo querías que me imaginara que eras tú quien quería hablar conmigo? Hace veinte años que no sé nada de ti.

—¡Dieciocho! ¿Acaso conoces a otras Julia Walsh?

—Había olvidado tu apellido, Julia; tu nombre no, desde luego, pero no me decía nada. Ahora tengo responsabilidades, y hay tanta gente que intenta venderme historias sin interés que no tengo más remedio que filtrar un poco.

—¡Vaya, muchas gracias!

—¿Qué has venido a hacer en Berlín, Julia?

Levantó los ojos hacia la fotografía colgada de la pared. La firmaba un tal T. Ullmann.

—Tomas podría haber sacado esa foto, cuadra con su forma de ser —dijo Julia con voz triste.

—¡Pero si hace años que Tomas ya no es periodista! Ni siquiera vive ya en Alemania. Ha dejado atrás todo eso.

Julia encajó el golpe, esforzándose por que no se le notara nada. Knapp prosiguió:

—Vive en el extranjero.

—¿Dónde?

—En Italia, con su mujer. Ya no hablamos tan a menudo como antes; una vez al año, como mucho, y no todos los años.

—¿Estáis enfadados?

—No, qué va, en absoluto; cosas de la vida, nada más. Hice cuanto pude por ayudarlo a cumplir su sueño, pero, a su vuelta de Afganistán, ya no era el mismo. Deberías saberlo mejor que yo, ¿no? Eligió otro camino.

—¡Pues no, no sabía nada! —replicó Julia, apretando las mandíbulas con fuerza.

—Lo último que sé de él es que regentaba un restaurante con su mujer en Roma. Y ahora, si me disculpas, tengo que ocuparme de mis invitados. Ha sido un placer volver a verte, siento mucho que nuestro reencuentro haya tenido que ser tan breve. ¿Te marchas pronto?

—¡Mañana mismo, por la mañana! —contestó ella.

—Todavía no me has revelado el motivo de tu visita a Berlín, ¿un viaje por cuestiones profesionales?

—Adiós, Knapp.

Julia se marchó sin volverse. Aceleró el paso y, en cuanto hubo franqueado las grandes puertas acristaladas, echó a correr por la alfombra roja hacia el coche que la esperaba.

Una vez en el hotel, cruzó de prisa el vestíbulo y se metió por la puerta escondida que se abría sobre el pasillo de la lavandería. Se quitó el vestido, lo dejó en su sitio en la percha y se puso su vaquero y su jersey. Oyó un carraspeo a su espalda.

—¿Está usted visible? —preguntó el recepcionista, tapándose los ojos con una mano mientras con la otra le tendía una caja de pañuelos de papel.

—¡No! —respondió Julia entre hipidos.

El recepcionista sacó un pañuelo y se lo ofreció por encima del hombro.

—Gracias —dijo ella.

—Me había parecido al verla pasar que se le había corrido un poquito el maquillaje. ¿La velada no ha estado a la altura de sus esperanzas?

—Es lo menos que se puede decir —contestó Julia sorbiendo por la nariz.

—Por desgracia a veces ocurre así... ¡Los imprevistos siempre tienen cierto riesgo!

—¡Pero nada de esto estaba previsto! Ni este viaje, ni este hotel, ni esta ciudad, ni todos estos esfuerzos inútiles. Yo llevaba la vida que quería, entonces ¿por qué...?

El recepcionista avanzó un paso hacia ella, lo justo para que Julia se abandonara sobre su hombro, y le dio unos suaves golpecitos en la espalda, tratando de consolarla lo mejor que podía.

—No sé qué la entristece de esta manera, pero si me lo permite..., debería compartir su pena con su padre, seguro que sería muy reconfortante para usted. Tiene la suerte de que esté aún a su lado, y parecen tener tanta complicidad... Estoy seguro de que es un hombre que sabe escuchar.

—Ah, si usted supiera, se equivoca en todo lo que dice, se equivoca por completo; ¿mi padre y yo cómplices? ¿Que mi padre sabe escuchar a los demás? No creo que hablemos de la misma persona.

—He tenido el placer de atender varias veces al señor Walsh, señorita, y puedo asegurarle que siempre ha sido un perfecto caballero.

—¡No hay persona más individualista que él!

—En efecto, no hablamos de la misma persona. El hombre que yo conozco siempre ha sido amable y atento. Habla de usted como de lo único que le ha salido bien en la vida.

Julia se quedó sin habla.

—Vaya a ver a su padre, estoy seguro de que la escuchará con atención cómplice.

—Nada en mi vida tiene ya sentido. De todas maneras, ahora duerme, estaba agotado.

—Debe de haber recuperado fuerzas, pues acaban de subirle la cena a su habitación.

—¿Mi padre ha pedido algo de cenar?

—Es exactamente lo que acabo de decirle, señorita.

Julia se puso las alpargatas y dio las gracias al recepcionista con un beso en la mejilla.

—Por supuesto, esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿puedo confiar en usted? —preguntó el hombre.

—¡Ni siquiera nos hemos visto! —prometió ella.

—¿Y podemos guardar este vestido donde estaba sin temor de que pueda tener alguna mancha?

Julia alzó la mano derecha en señal de promesa y le devolvió la sonrisa al empleado, que le sugirió que se marchara corriendo.

Ella volvió a cruzar el vestíbulo y tomó el ascensor. La cabina se detuvo en el sexto piso; Julia vaciló y pulsó el botón de la última planta.

Se oía el sonido de la televisión desde el pasillo. Llamó a la puerta, y su padre acudió a abrir en seguida.

—Estabas sublime con ese vestido —dijo volviendo a tumbarse en la cama.

Julia miró la pantalla: las noticias de la noche retransmitían las imágenes de la inauguración.

—Como para no fijarse en una aparición así. Nunca te había visto tan elegante, pero ello no hace sino confirmar lo que pensaba antes: ya sería hora de que abandonaras esos vaqueros rotos que no van con tu edad. Si hubiese estado al corriente de tus planes, te habría acompañado. Me habría sentido tremendamente orgulloso de llevarte del brazo.

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