Las cosas que no nos dijimos (26 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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—No tenía planes, estaba viendo el mismo programa que tú, Knapp apareció en la alfombra roja, así que allá que fui.

—¡Interesante! —dijo Anthony incorporándose—. Para alguien que pretendía estar fuera de Berlín hasta final de mes... O nos ha mentido, o tiene el don de la ubicuidad. No te pregunto cómo ha ido vuestro encuentro. Te veo algo alterada.

—Tenía yo razón, Tomas está casado. Y también tenías tú razón, ya no es periodista... —explicó Julia, dejándose caer sobre una butaca. Miró la bandeja con la cena sobre la mesa baja.

—¿Has pedido la cena?

—La he pedido para ti.

—¿Sabías que vendría a llamar a tu puerta?

—Sé más cosas de las que crees. Cuando te he visto en esa inauguración, conociendo tu escaso entusiasmo por esas frivolidades, me he olido que pasaba algo. He pensado que Tomas debía de haber aparecido, para que te marcharas corriendo de esa manera en mitad de la noche. Bueno, al menos es lo que me he dicho cuando el recepcionista me ha llamado para pedirme permiso para hacer venir una limusina para ti. Había preparado un detallito por si tu velada no transcurría como esperabas. Levanta la campana, no son más que tortitas; no sustituyen al amor, pero con su tarrito de sirope de arce al lado, quizá basten para consolar tus penas.

En la suite de al lado, una condesa veía, ella también, la edición de la noche de las noticias. Le pidió a su marido que le recordara al día siguiente felicitar a su amigo Karl. No podía por menos de advertirle que la próxima vez que diseñara un vestido exclusivo para ella, sería preferible que fuera de verdad único y que no lo viera adornando el cuerpo de ninguna otra joven, por añadidura con mejor tipo que ella. Karl comprendería sin duda que se lo devolviera, ¡el traje, aunque suntuoso, ya no tenía ningún interés para ella!

Julia le contó a su padre la velada con todo detalle. La salida inopinada hacia el maldito baile, su conversación con Knapp y su patético regreso, sin comprender ni confesarse por qué la había afectado tanto. No había sido por enterarse de que Tomas había rehecho su vida, eso ya se lo imaginaba desde el principio, ¿cómo podía ser de otro modo? Lo más duro, y Julia no habría sabido decir por qué, era enterarse de que había renunciado al periodismo. Anthony la escuchó sin interrumpirla, absteniéndose del más mínimo comentario. Tras el último bocado de tortitas, Julia le dio las gracias a su padre por esa sorpresa que, si no la había ayudado a aclararse las ideas, al menos sí seguramente a engordar un kilo. Ya no tenía ningún sentido seguir allí. Existieran o no las señales de la vida, ya no había nada que buscar, sólo le quedaba poner un poco de orden en la suya. Haría el equipaje antes de acostarse, y podrían tomar el avión al día siguiente por la mañana. Esa vez, añadió antes de salir, era ella quien tenía una impresión como de
déjá vu,
una impresión muy acusada, para ser precisos.

Se quitó los zapatos en el pasillo y bajó a su habitación por la escalera de servicio.

En cuanto se hubo marchado, Anthony cogió el teléfono. Eran las cuatro de la tarde en San Francisco, la persona a la que llamaba respondió al primer timbrazo.

—¡Pilguez al aparato!

—¿Te molesto? Soy Anthony.

—Los viejos amigos no molestan jamás. ¿A qué debo el placer de oírte, después de tanto tiempo?

—Quería pedirte un favor, que hagas para mí una pequeña investigación, si es que aún te manejas por esos terrenos.

—Si supieras lo que me aburro desde que estoy jubilado... ¡Aunque me llamaras para decirme que has perdido las llaves, estaría encantado de ocuparme del caso!

—¿Conservas algún contacto en la policía de fronteras, alguien en la oficina de visados que pueda hacer una búsqueda para nosotros?

—¡Todavía tengo el brazo muy largo, a ver qué te crees!

—Pues bien, necesito que lo estires al máximo, te diré de qué se trata...

La conversación entre los dos viejos amigos duró algo más de media hora. El ex inspector Pilguez le prometió a Anthony que le conseguiría la información que quería lo antes posible.

Eran las ocho de la tarde en Nueva York. De la puerta del anticuario colgaba un cartelito que indicaba que la tienda estaría cerrada hasta el día siguiente. En el interior, Stanley montaba los estantes de una biblioteca de finales del siglo XIX que le habían llevado por la tarde. Adam llamó al cristal del escaparate.

—¡Qué pesado! —suspiró Stanley, escondiéndose detrás de un aparador.

—¡Stanley, soy yo, Adam! ¡Sé que estás ahí!

Stanley se agachó, conteniendo la respiración.

—¡Tengo dos botellas de cháteau lafite!

Stanley levantó despacio la cabeza. 

—¡De 1989! —gritó Adam desde la calle.

La puerta de la tienda se abrió.

—Lo siento, no te había oído, estaba ordenando la mercancía —dijo Stanley, dejando pasar a su visitante—. ¿Has cenado ya?

18

Tomas se desperezó y salió de la cama, con cuidado de no despertar a Marina, que dormía a su lado. Bajó la escalera de caracol y cruzó el salón, en la planta baja del dúplex. Pasando por detrás de la barra del bar, colocó una taza en la cafetera, cubrió el aparato con una servilleta para ahogar el ruido y le dio al botón. Abrió la cristalera y salió a la terraza para aprovechar los primeros rayos de sol que ya acariciaban los tejados de Roma. Se acercó a la barandilla y miró la calle allá abajo. Un repartidor descargaba cajas de verduras delante de la tienda de alimentación contigua al café, en la planta baja del edificio de Marina.

Un intenso olor a pan tostado precedió una sarta de tacos en italiano. Marina apareció en albornoz con aire malhumorado.

—¡Dos cosas! —anunció—. La primera es que estás en pelotas, y dudo mucho que mis vecinos de enfrente aprecien el espectáculo para amenizar su desayuno.

—¿Y la segunda? —preguntó Tomas sin volverse.

—El desayuno lo tomamos abajo en el café, en casa no hay nada.

—¿No compramos
ciabattas
anoche? —preguntó Tomas con tono burlón.

—¡Vístete! —replicó Marina volviendo al interior.

—¡Al menos podrías darme los buenos días! —gruñó él.

Una anciana que estaba regando las plantas le dedicó un saludo con la mano desde su balcón situado al otro lado de la callejuela. Tomas le sonrió y salió de la terraza.

Aún no eran las ocho de la mañana, y ya soplaba una cálida brisa. El dueño de la
trattoria
adornaba su escaparate; Tomas lo ayudó a sacar las sombrillas a la acera. Marina se sentó a una mesa y cogió un
cometió
de un cestito con bollería.

—¿Piensas estar de mal humor todo el día? —preguntó Tomas cogiendo uno a su vez—. ¿Estás enfadada porque me voy?

—Ahora ya sé lo que tanto me gusta de ti, Tomas, y es lo oportuno que sabes ser siempre.

El propietario les sirvió sendos capuchinos humeantes. Levantó los ojos al cielo, rezando por que estallara una tormenta antes de que terminara el día, y le soltó un piropo a Marina alabando lo guapa que estaba esa mañana. Antes de volver al interior de su establecimiento, le dedicó un guiño a Tomas.

—¿Podemos intentar no arruinarnos la mañana? —dijo él.

—Claro, hombre, qué buena idea. Por qué no te terminas el
cornetto
y luego subes a echarme un polvo; después una buena ducha en mi cuarto de baño mientras yo, como una idiota, te hago la maleta. Un besito en el umbral, y desapareces durante dos o tres meses, o para siempre. No, déjalo, no digas nada, cualquier cosa que respondas ahora sólo puede ser una tontería.

—¡Vente conmigo!

—Soy corresponsal, no reportera.

—Nos vamos juntos, pasamos la tarde y la noche en Berlín, y mañana, cuando coja el avión para Mogadiscio, tú regresas a Roma.

Marina se volvió para indicarle al dueño que le sirviera otro café.

—Tienes razón, es mucho mejor despedirse en el aeropuerto, un poco de drama y patetismo siempre viene bien, ¡¿verdad?!

—Lo que no vendría mal es que te pasaras por la redacción del periódico —añadió Tomas.

—¡Tómate el café mientras aún está caliente!

—Si dijeras que sí en lugar de quejarte tanto, te sacaría un billete.

Apareció un sobre por debajo de la puerta. Anthony hizo una mueca al agacharse para recogerlo del suelo. Lo abrió y leyó el fax dirigido a él: «Lo siento, aún no he obtenido ningún resultado, pero no tiro la toalla. Espero conseguir algo un poco más tarde.» George Pilguez había firmado el mensaje con sus iniciales, G. P.

Anthony Walsh se instaló en el escritorio de su suite y garabateó un mensaje para Julia. Llamó a la recepción para pedir que pusieran a su disposición un coche con chófer. Salió de su habitación e hizo una corta escala en la sexta planta. Avanzó sin hacer ruido hasta la suite de su hija, deslizó el mensaje por debajo de la puerta y se marchó en seguida.

—Al 31 de Karl-Liebknecht-Strasse, por favor —le anunció al chófer.

La berlina negra arrancó al instante.

Julia desayunó un té rápidamente, cogió su bolsa de viaje del armario y la dejó sobre la cama. Empezó por doblar su ropa y al final decidió amontonarla de cualquier manera. Interrumpiendo sus preparativos, se acercó a la ventana. Una lluvia fina caía sobre la ciudad. Abajo, en la calle, se alejaba una berlina.

—Tráeme tu neceser si quieres que te lo guarde en la maleta —gritó Marina desde la habitación.

Tomas asomó la cabeza en el cuarto de baño.

—Puedo hacerme yo mismo la maleta, ¿sabes?

—¡Mal! Te la puedes hacer tú mismo mal, y yo no estaré luego en Somalia para plancharte la ropa.

—¿Es que ya lo has hecho? —preguntó Tomas, casi preocupado.

—¡No! Pero podría haberlo hecho.

—¿Has tomado una decisión?

—¿Sobre qué? ¿Sobre si te dejo ahora mismo o mañana? Tienes suerte, he decidido que sería bueno para mi carrera ir a saludar a nuestro futuro director de redacción. Buena noticia para ti, pero no quieras ver en ella ninguna relación con tu partida, simplemente tendrás la suerte de poder pasar una velada más conmigo.

—Estoy encantado —afirmó Tomas.

—¿En serio? —dijo Marina cerrando la cremallera de su maleta—. Tenemos que salir de Roma antes de mediodía, ¿piensas monopolizar el cuarto de baño toda la mañana?

—Pensaba que de los dos era yo el gruñón.

—Todo se contagia, querido, yo no tengo la culpa.

Marina empujó a Tomas a un lado para entrar en el cuarto de baño; se desató el cinturón del albornoz y lo arrastró consigo bajo la ducha.

El Mercedes negro giró y se detuvo en un aparcamiento ante una hilera de edificios grises. Anthony le pidió al chófer que lo esperara allí, pensaba estar de vuelta una hora más tarde.

Subió la pequeña escalinata protegida por una marquesina y entró en el edificio que albergaba en la actualidad los archivos de la Stasi.

Anthony se presentó en la recepción y preguntó dónde tenía que dirigirse.

El pasillo que recorrió daba escalofríos. A un lado y a otro, detrás de unas vitrinas estaban expuestos diferentes modelos de micrófonos, cámaras, máquinas fotográficas, sifones de vapor para abrir el correo y pegadoras para cerrarlo una vez leído, copiado y archivado. Material de todo tipo para espiar la vida cotidiana de una población entera, prisionera de un Estado policial. Panfletos, manuales de propaganda, sistemas de escucha cada vez más sofisticados conforme iban pasando los años. Millones de personas habían sido espiadas y juzgadas, se les había arruinado la vida para garantizar la seguridad de un Estado absoluto. Enfrascado en esos pensamientos, Anthony se detuvo delante de la fotografía de una celda para interrogatorio.

Sé que hice mal. Una vez que el Muro hubo caído, el proceso era irreversible, pero ¿quién podría haberlo asegurado, Julia? ¿Los que habían conocido la Primavera de Praga? ¿Nuestros demócratas, que desde entonces habían permitido que se perpetraran tantos crímenes e injusticias? ¿Y quién podría prometer hoy que Rusia se ha liberado para siempre de sus déspotas de ayer? De modo que sí, tuve miedo, un miedo terrible de que la dictadura volviera a cerrar sus puertas apenas abiertas a la libertad y te aprisionara con su tenaza totalitaria. Tuve miedo de ser para siempre un padre separado de su hija, no porque ésta lo hubiera elegido así, sino porque una dictadura lo hubiera decidido por ella. Sé que siempre me guardarás rencor por ello, pero si las cosas hubieran salido mal, yo sí que no me habría perdonado jamás a mí mismo no haber ido a buscarte, y tengo que reconocerte que, de alguna manera, me alegro de haber hecho mal.

—¿Se ha perdido? —preguntó una voz al fondo del pasillo.

—Estoy buscando los archivos —balbuceó Anthony.

—Es aquí, señor, ¿qué puedo hacer por usted?

Unos días después de la caída del Muro, los empleados de la policía política de la RDA, presintiendo el desmantelamiento ineluctable de su régimen, empezaron a destruir todo aquello que pudiera dar fe de sus operaciones. Pero ¿cómo hacer trizas rápidamente millones de fichas individuales de información, recopiladas durante cerca de cuarenta años de totalitarismo? En diciembre de 1989, la población, advertida de lo que trataba de llevar a cabo la policía, ocupó todas las sedes de la Seguridad del Estado. En cada ciudad de Alemania Oriental, los ciudadanos ocuparon las oficinas de la Stasi e impidieron así la destrucción de lo que representaba ciento ochenta kilómetros de informes de todo tipo, documentos que en la actualidad eran accesibles al público.

Anthony solicitó consultar el expediente de un tal Tomas Meyer, que antaño residía en Comeniusplatz, 2, Berlín Este.

—Desgraciadamente, no puedo satisfacer su petición, señor —se disculpó el encargado.

—Creía que una ley establecía el libre acceso a los archivos.

—Eso es exacto, pero esa ley tiene también el objetivo de proteger a nuestros conciudadanos contra todo atentado a su vida privada que pudiera resultar de la utilización de sus datos personales —replicó el empleado recitando un discurso que parecía conocer de memoria.

—Ahí es donde resulta tan importante la interpretación de los textos. Si no me equivoco, el primer objeto de esta ley que nos interesa a ambos es el de facilitar a cada ciudadano el acceso a las fichas de la Stasi para que pueda aclarar la influencia que el Servicio de Seguridad del Estado ha podido ejercer en su propio destino, ¿no es cierto? —prosiguió Anthony, quien esta vez repetía el texto grabado en una placa en la entrada del edificio.

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