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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (25 page)

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Difícilmente podrían imaginarse dos personajes a la vez tan estrechamente unidos y tan diferentes como Nur Din y Shirkuh. Mientras que el hijo de Zangi se ha vuelto, con la edad, cada vez más majestuoso, digno, serio y reservado, el tío de Saladino es un oficial de corta estatura, obeso, tuerto, con el rostro continuamente congestionado por la bebida y los excesos en las comidas. Cuando monta en cólera, vocea como un loco y a veces pierde completamente la cabeza y llega incluso a matar a su adversario. Pero no a todos desagrada su mal genio. Sus soldados adoran a ese hombre que vive constantemente entre ellos, comparte su rancho y sus bromas. En los numerosos combates en los que ha participado en Siria, Shirkuh se ha revelado como un jefe dotado de un inmenso valor físico; la campaña de Egipto va a desvelar sus notables cualidades de estratega, ya que la empresa va a ser, de principio a fin, un auténtico desafío. A los frany les resulta relativamente fácil llegar al país del Nilo. Sólo hay un obstáculo en el camino: la semidesértica extensión del Sinaí. Pero, transportando en camello algunos cientos de odres llenos de agua, los caballeros llegan en tres días a las puertas de Bilbays. Para Shirkuh las cosas resultan menos sencillas. Para ir de Siria a Egipto hay que cruzar Palestina y exponerse a los ataques de los frany.

Por tanto, la salida del cuerpo expedicionario sirio hacia El Cairo, en abril de 1164, implica un auténtico montaje teatral. Mientras que el ejército de Nur al-Din realiza una diversión para atraer a Amalrico y a sus caballeros hacia el norte de Palestina, Shirkuh, acompañado de Shawar y unos dos mil jinetes, se dirige hacia el este, sigue el curso del Jordán por la orilla oriental a través de la futura Jordania y luego, al sur del mar Muerto, gira hacia el oeste, cruza el río y cabalga rápidamente hacia el Sinaí. Desde allí, sigue avanzando, alejándose del camino de la costa para que no lo localicen. El 24 de abril se apodera de Bilbays, puerta oriental de Egipto, y el 1 de mayo está acampado ante los muros de El Cairo. Cogido por sorpresa, al visir Dirgham no le da tiempo a organizar la resistencia. Todos lo abandonan; lo matan cuando intenta huir y arrojan su cuerpo a los perros callejeros. El califa fatimita al-Adid, un adolescente de trece años, le devuelve oficialmente su cargo a Shawar.

La campaña relámpago de Shirkuh es un modelo de eficacia militar. El tío de Saladino está muy orgulloso de haber conquistado Egipto en tan poco tiempo, prácticamente sin pérdidas, y de haber burlado así a Morri. Pero Shawar, nada más recuperar el poder, sufre un asombroso cambio. Olvidando las promesas que le había hecho a Nur al-Din, conmina a Shirkuh a que salga de Egipto a la mayor brevedad. Pasmado ante tamaña ingratitud y completamente furioso, el tío de Saladino comunica a su antiguo aliado su decisión de quedarse pase lo que pase. Al verlo tan resuelto, Shawar, que realmente no se fía de su propio ejército, envía una embajada a Jerusalén para pedir ayuda a Amalrico contra el cuerpo expedicionario sirio. El rey franco no se hace de rogar. ¿Podría pasarle algo mejor a él, que andaba buscando un pretexto para intervenir en Egipto, que una llamada procedente el propio señor de El Cairo? Ya en julio de 1164, el ejército franco se interna en el Sinaí por segunda vez. Shirkuh decide en el acto abandonar los alrededores de El Cairo, donde estaba acampado desde mayo, e ir a refugiarse a Bilbays. Allí, semana tras semana, rechaza los ataques de sus enemigos, pero su situación parece desesperada. Muy alejado de sus bases, rodeado por los frany y por su nuevo liado, Shawar, el general kurdo, no puede albergar la esperanza de resistir mucho tiempo.

Cuando Nur al-Din vio cómo evolucionaba la situación en Bilbays —narrará Ibn al-Atir unos años después—, decidió lanzar una gran ofensiva contra los frany para obligarlos a salir de Egipto. Escribió a todos los emires musulmanes para pedirles que participaran en el yihad y fue a atacar la poderosa fortaleza de Harim, cerca de Antioquía. Todos los frany que se habían quedado en Siria se reunieron para hacerle frente —entre ellos el príncipe Bohemundo, señor de Antioquía, y el conde de Trípoli—. Durante la batalla, los frany quedaron totalmente derrotados. Murieron diez mil hombres y capturaron a todos sus jefes incluidos el príncipe y el conde.

En cuanto tuvo asegurada la victoria, Nur al-Din hizo que le trajeran los estandartes cruzados, así como las cabelleras rubias de algunos frany exterminados en el combate. Luego, colocándolo todo en un saco, se lo confía a uno de sus hombres más sagaces, diciéndole: «Vete ahora mismo a Bilbays, entra en la ciudad como puedas y dale estos trofeos a Shirkuh anunciándole que Dios nos ha concedido la victoria. Los expondrá en las murallas y este espectáculo sembrará el terror entre los infieles.»

De hecho, las nuevas sobre la victoria de Harim trastocan los datos de la batalla de Egipto. Les suben la moral a los sitiados y, sobre todo, obligan a los frany a volver a Palestina. La captura del joven Bohemundo III, sucesor de Reinaldo al frente del principado de Antioquía, a quien Amalrico había encargado que se ocupara en su ausencia de los asuntos del reino de Jerusalén, así como la matanza de sus hombres, obligan al rey a buscar un pacto con Shirkuh. Tras algunos encuentros, ambos hombres se ponen de acuerdo para irse a un tiempo de Egipto. A finales de octubre de 1164, Morri vuelve hacia Palestina bordeando la costa mientras que el general kurdo regresa a Damasco en menos de dos semanas, siguiendo el mismo itinerario que a la ida.

Shirkuh no está descontento por haber podido salir de Bilbays indemne y con la cabeza alta, pero el gran vencedor de estos seis meses de campaña es indudablemente Shawar. Ha utilizado a Shirkuh para recuperar el poder y, a continuación, a Amalrico para neutralizar al general kurdo. Ahora, ambos han huido dejándolo como único señor de Egipto. Durante más de dos años se dedicará a consolidar su poder.

Sin embargo, en lo que al futuro desarrollo de los acontecimientos se refiere, no está tranquilo, ya que sabe que Shirkuh no podrá perdonarle su traición. Por otra jarte, le llegan con regularidad desde Siria informaciones según las cuales el general kurdo acosa a Nur al-Din para que emprenda una nueva campaña en Egipto. Pero el hijo de Zangi es reacio. No le desagrada el statu quo, lo importante es mantener a los frany alejados del Nilo. Sólo que, como siempre, no es fácil salirse de un engranaje: teniendo una nueva expedición relámpago de Shirkuh, Shawar toma sus precauciones firmando un acuerdo de asistencia mutua con Amalrico, lo que lleva a Nur al-Din autorizar a su lugarteniente a organizar una nueva fuerza de intervención en caso de que los frany intervengan en Egipto. Shirkuh escoge para su expedición a los mejores elementos del ejército y, entre ellos, a su sobrino Yusuf. Estos preparativos asustan, a su vez, al visir, que insiste a Amalrico para que le envíe tropas. En los primeros días de 1167, comienza de nuevo la carrera hacia el Nilo. El rey franco y el general kurdo llegan casi al mismo tiempo al codiciado país, cada uno por su camino habitual.

Shawar y los frany han concentrado sus fuerzas aliadas frente a El Cairo para esperar allí a Shirkuh, pero éste prefiere fijar personalmente las modalidades del encuentro, continúa el largo camino que había iniciado en Alepo, rodea la capital egipcia por el sur, hace que sus tropas crucen el Nilo en barquichuelas, y luego sube, sin pararse una sola vez, hacia el norte. Shawar y Amalrico, que esperaban que apareciera por el este, lo ven surgir por el lado contrario. Peor aún, se ha instalado al oeste de El Cairo cerca de las pirámides de Gizeh, separado del enemigo por ese formidable obstáculo que es el río. Desde este campamento sólidamente atrincherado, le envía un mensaje al visir:
El enemigo franco está a nuestro alcance
—le escribe—,
aislado de sus bases. Unamos nuestras fuerzas y exterminémoslo. La ocasión es propicia, quizá no vuelva a repetirse
. Pero Shawar no se conforma con rechazar la propuesta. Ordena matar al mensajero y le lleva la carta de Shirkuh a Amalrico en prueba de su lealtad.

A pesar de este gesto, los frany siguen sin fiarse de su aliado, pues saben que los traicionará en cuanto no los necesite. Juzgan que ha llegado el momento de aprovechar la amenazadora proximidad de Shirkuh para asentar su autoridad en Egipto: Amalrico exige que se llegue a una alianza oficial entre El Cairo y Jerusalén, sellada por el propio califa fatimita.

Dos jinetes que hablan árabe —cosa frecuente entre los frany de Oriente— van, pues, a la residencia del joven al-Adid. Shawar, que claramente desea impresionarlos, los conduce hasta un soberbio palacio ricamente adornado que cruzan a toda velocidad, rodeados de una muchedumbre de guardias armados. Luego la comitiva pasa por una interminable avenida abovedada, que no deja pasar la luz del día, antes de encontrarse en el umbral de una inmensa puerta cincelada que conduce a un vestíbulo y a otra puerta. Tras haber recorrido numerosas salas adornadas, Shawar y sus invitados llegan a un patio pavimentado de mármol y rodeado de columnas doradas, en cuyo centro se pueden admirar los caños de oro y plata de una fuente, mientras que, alrededor, vuelan pájaros de colores procedentes de todos los rincones de África. Aquí es donde los guardias que los acompañan los dejan en manos de los eunucos que viven en la intimidad del califa. Hay que atravesar otra serie de salones, luego un jardín lleno de fieras domesticadas, leones, osos, panteras, antes de llegar, por fin, al palacio de al-Adid.

Apenas acaban de hacerlos entrar en una amplia estancia cuya pared del fondo está formada por un tapiz de seda salpicado de oro, rubíes y esmeraldas, cuando Shawar se prosterna tres veces y deja su espada en el suelo. Sólo entonces se alza el tapiz y aparece el califa envuelto en sedas y con el rostro cubierto por un velo. El visir se acerca, toma asiento a sus pies y le expone el proyecto de alianza con los frany. Tras haberlo escuchado con calma, al-Adid, que a la sazón sólo tiene dieciséis años, elogia la política de Shawar. Éste se dispone a ponerse en pie cuando los dos frany le piden al príncipe de los creyentes que jure que permanecerá fiel a la alianza. Está claro que semejante exigencia escandaliza a los dignatarios que rodean a al-Adid. El propio califa parece desagradablemente sorprendido y el visir se apresura a intervenir. Le explica a su soberano que el acuerdo con Jerusalén es asunto de vida o muerte para Egipto, y lo insta a que no vea en la petición que han formulado los frany una manifestación de falta de respeto sino, únicamente, la señal de su ignorancia de las costumbres orientales.

Sonriendo de mala gana, al-Adid extiende la mano cubierta con un guante de seda y jura respetar la alianza, pero uno de los emisarios francos sentencia: «Un juramento —dice— debe prestarse con la mano desnuda, el guante podría ser la señal de una futura traición.» De nuevo escandaliza la exigencia, los dignatarios cuchichean entre sí que se ha insultado al califa; se habla de castigar a los insolentes. Sin embargo, tras una nueva intervención de Shawar, el califa, sin perder la calma, se quita el guante, extiende la mano desnuda y repite palabra por palabra el juramento que le dictan los representantes de Morri.

Nada más concluir esta singular entrevista, egipcios y frany coaligados elaboran un plan para cruzar el Nilo y diezmar al ejército de Shirkuh, que ahora se dirige hacia el sur. Un destacamento enemigo, al mando de Amalrico, se lanza en su persecución. El tío de Saladino quiere dar la impresión de que se siente acosado. Sabe que su principal inconveniente es que está aislado de sus bases e intenta colocar a sus perseguidores en situación similar. Cuando está a más de una semana de marcha de El Cairo, ordena a sus tropas que se detengan y les anuncia, con una inflamada arenga, que ha llegado el día de la victoria.

En realidad, el enfrentamiento se produce el 18 de marzo de 1167, cerca de la localidad de El-Balbein, en la orilla oeste del Nilo. Ambos ejércitos, agotados por su interminable marcha, se lanzan al combate con la voluntad de acabar de una vez. Shirkuh le ha confiado a Saladino el mando del centro, ordenándole que retroceda en cuanto cargue el enemigo. De hecho, Amalrico y sus caballeros se dirigen hacia él con todos los estandartes al viento y, cuando Saladino finge huir, se lanzan a perseguirlo sin darse cuenta de que las alas derecha e izquierda del ejército sirio les están cortando ya cualquier tipo de retirada. Los caballeros francos sufren grandes pérdidas, pero Amalrico consigue escapar. Vuelve hacia El Cairo, donde ha quedado el grueso de sus tropas, firmemente decidido a vengarse lo antes posible. Con la colaboración de Shawar, se prepara ya a volver a la cabeza de una poderosa expedición hacia el alto Egipto, cuando llega una noticia casi increíble: ¡Shirkuh se ha apoderado de Alejandría, la mayor ciudad de Egipto, situada totalmente al norte del país, en la costa mediterránea!

De hecho, inmediatamente después de su victoria de El-Babein, el imprevisible general kurdo, sin esperar un solo día y antes de que a sus enemigos les dé tiempo a recuperarse, ha cruzado, con vertiginosa velocidad, todo el territorio egipcio, de sur a norte, y ha realizado una entrada triunfal en Alejandría. La población del gran puerto mediterráneo, hostil a la alianza con los frany, ha acogido a los sirios como a liberadores.

Shawar y Amalrico, obligados a seguir el ritmo infernal que Shirkuh imprime a esta guerra, van a sitiar Alejandría. En la ciudad escasean tanto los víveres que, al cabo de un mes, la población, amenazada por el hambre, empieza a lamentar haber abierto las puertas al cuerpo expedicionario sirio. La situación parece incluso desesperada el día en que una flota franca fondea ante el puerto. Sin embargo, Shirkuh no se declara vencido, le confía el mando de la plaza a Saladino y luego, reuniendo a algunos cientos de sus mejores jinetes, realiza con ellos una audaz salida nocturna. A galope tendido, cruza las líneas enemigas y cabalga noche y día… hasta el alto Egipto.

En Alejandría, el bloqueo se torna cada vez más riguroso. Pronto se suman al hambre las epidemias, así como un continuo bombardeo de catapultas. La responsabilidad le resulta pesada a Saladino, que sólo tiene veintinueve años, pero la diversión operada por su tío va a dar fruto. Shirkuh no ignora que a Morri le corre prisa acabar con esta campaña y volver a su reino constantemente amenazado por Nur al-Din. Al abrir un nuevo frente en el ir, en vez de dejarse encerrar en Alejandría, el general urdo amenaza con prolongar indefinidamente el conflicto. En el alto Egipto llega incluso a organizar una auténtica sublevación contra Shawar, convenciendo a numerosos campesinos armados para que se unan a él. Cuando sus tropas son lo bastante numerosas, se aproxima a El Cairo y le envía a Amalrico un mensaje hábilmente redactado; básicamente le dice que ambos están perdiendo el tiempo: Si el rey tuviera a bien considerar las cosas con calma, se daría perfecta cuenta de que cuando me expulse de este país se habrá limitado a servir los intereses de Shawar. Amalrico está convencido de ello. Rápidamente se llega a un acuerdo: se levanta el sitio de Alejandría y Saladino sale de la ciudad saludado por una guardia de honor. En agosto de 1167 ambos ejércitos vuelven a marcharse, al igual que tres años antes, hacia sus respectivos países. Nur al-Din, satisfecho de recuperar la elite de su ejército, no desea volver a dejarse arrastrar a estas estériles aventuras egipcias.

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