En julio de 1173, menos de dos años después de la fallida cita de Shawbak, se produce un incidente análogo. Saladino ha salido a batallar al este del Jordán y Nur al-Din reúne sus tropas y va a su encuentro. Pero, una vez más, aterrado por la idea de verse ante su señor, el visir se apresura a emprender el camino hacia Egipto afirmando que su padre se está muriendo. De hecho, Ayyub acaba de entrar en coma tras una caída de caballo, pero Nur al-Din no está dispuesto a conformarse con esta nueva excusa. Y, cuando muere Ayyub en agosto, se da cuenta de que no queda ya en El Cairo ni un solo hombre en quien pueda tener entera confianza. Por tanto, considera que ha llegado el momento de ocuparse personalmente de los asuntos de Egipto.
Nur al-Din empezó sus preparativos para invadir Egipto v arrebatárselo a Salah al-Din Yusuf pues había comprobado que éste evitaba combatir contra los frany por temor a reunirse con él
. Nuestro cronista, Ibn al-Atir, que tiene catorce años cuando ocurren estos acontecimientos, se pone claramente a favor del hijo de Zangi.
Yusuf prefería tener a los frany en sus fronteras a ser vecino directo de Nur al-Din. Este escribió, pues, a Mosul y a otros lugares para pedir que le enviaran tropas. Pero, mientras se disponía a marchar con sus soldados hacia Egipto, Dios le dio la orden que no se discute
. El señor de Siria acaba de caer gravemente enfermo, aquejado, al parecer, de unas fuertes anginas. Sus médicos le prescriben una sangría, pero se niega: «No se sangra a un hombre de sesenta años», dice. Prueban otros tratamientos pero ninguno da resultado. El 15 de mayo de 1174 se anuncia en Damasco la muerte de Nur al-Din Mahmud, el rey santo, el muyahid que unificó la Siria musulmana y permitió que el mundo árabe preparara la lucha decisiva contra el ocupante. En todas las mezquitas, se reúne la gente al atardecer para recitar algunos versículos del Corán en memoria suya. A pesar de su conflicto con Saladino durante los últimos años, éste acabará siendo visto más como su continuador que como su rival.
Sin embargo, a corto plazo domina el rencor entre los parientes y colaboradores del desaparecido, que temen que Yusuf se aproveche de la confusión general para atacar Siria. Por eso, para ganar tiempo, evitan que la noticia llegue a El Cairo. Pero Saladino, que tiene amigos por doquier, envía a Damasco una paloma mensajera con un mensaje sutilmente redactado:
Nos llega una nueva desde tierras del enemigo maldito acerca del señor Nur al-Din. Si, no lo quiera Dios, resultara ser cierto, habría que evitar ante todo que la división invada los corazones y que la sinrazón se apodere de las mentes pues sólo el enemigo sacaría provecho de ello
.
A pesar de estas conciliadoras palabras, la hostilidad provocada por el ascenso de Saladino va a ser feroz.
Las lágrimas de Saladino
Estás yendo demasiado lejos, Yusuf, te estás excediendo. No eres más que un servidor de Nur al-Din y ¿querrías hacerte con el poder para ti solo? ¡Pues no te hagas ilusiones, ya que nosotros, que te hemos sacado de la nada, sabremos devolverte a ella!
Si unos años después los dignatarios de Alepo le hubieran enviado tal advertencia a Saladino, habría parecido absurdo; pero en 1174, cuando el señor de El Cairo empieza a destacar como la principal figura del Oriente árabe, sus méritos todavía no son evidentes para todos, entre los allegados de Nur al-Din, tanto en vida de éste último inmediatamente después de su muerte, ni se pronuncia ya el nombre de Yusuf. Para designarlo se emplean palabras como «arribista», «ingrato», «felón» o, sobre todo, «insolente».
En general, Saladino tuvo buen cuidado de no ser insolente: pero lo que sí es insolente es su suerte. Eso es lo le irrita a sus adversarios; pues ese oficial kurdo de treinta y seis años nunca ha sido hombre ambicioso y los que se han fijado en sus comienzos saben que se habría conformado de sobra con ser simplemente un emir entre tantos otros si el destino no lo hubiera lanzado, a su pesar, hacia el proscenio.
Ha partido hacia Egipto, en cuya conquista ha desempeñado un papel mínimo, en contra de su voluntad; y, sin embargo, precisamente a causa de su discreción, ha llegado a la cumbre del poder. No se había atrevido a derrocar a los fatimitas pero, cuando se ha visto obligado a tomar una decisión en este sentido, se ha encontrado con que se convertía en el heredero de la más rica dinastía musulmana. Y cuando Nur al-Din ha decidido ponerlo en el lugar que le correspondía, Yusuf ni siquiera ha tenido que resistirse: su señor ha fallecido de repente sin dejar más sucesor que un adolescente de once años, as-Saleh.
Menos de dos meses después, el 11 de julio de 1174, Amalrico fallece, víctima de una disentería, cuando estaba preparando una nueva invasión de Egipto con el apoyo de una poderosa flota siciliana. Lega el reino de Jerusalén a su hijo, Balduino IV, un joven de trece años afligido por la más terrible de las maldiciones: la lepra. No queda ya en todo Oriente más que un monarca que pueda oponerse a la irresistible ascensión de Saladino, y es Manuel, el emperador de los rum, que sueña con convertirse algún día en el soberano de Siria y quiere invadir Egipto en colaboración con los frany. Pero, precisamente, como para completar la serie, el poderoso ejército bizantino que había paralizado a Nur al-Din durante cerca de quince años sufrirá una total derrota en septiembre de 1176 ante Kiliy Arslan II, nieto del primero, en la batalla de Miriokéfalon. Poco después morirá Manuel, condenando al imperio cristiano de Oriente a hundirse en la anarquía.
¿Puede reprocharse a los panegiristas de Saladino que hayan visto en esta serie de acontecimientos imprevistos la mano de la Providencia? El propio Yusuf jamás ha intentado atribuirse el mérito de su buena suerte; siempre ha tenido buen cuidado en darle las gracias, después de a Dios, a «mi tío Shirkuh» y a «mi señor Nur al-Din». Cierto es que la grandeza de Saladino reside también en su modestia.
Un día que Salh al-Din estaba cansado y deseaba descansar, se acercó a él uno de sus mamelucos y le presentó un papel para que lo firmara. «Estoy agotado —dijo el sultán—, vuelve dentro de una hora.» Pero el hombre insistió. Le pegó casi el papel a la cara a Salah al-Din diciéndole: «¡Que firme el señor!» El sultán contestó: «¡Pero si ahora no tengo a mano ningún tintero!» Estaba sentado a la entrada de su tienda y el mameluco se fijó en que dentro había un tintero. «Ahí hay un tintero, al fondo de la tienda», exclamó, lo que equivalía a ordenar a Saladino que fuera él por el tintero. El sultán se volvió, vio el tintero y dijo: «Por Dios que es cierto!» Se estiró entonces hacia atrás, se apoyó en el brazo izquierdo y cogió el tintero con la mano derecha. Luego firmó el papel.
Este incidente que narra Baha al-Din, secretario particular y biógrafo de Saladino, ilustra de forma llamativa lo que diferenciaba a éste de los monarcas de su época y de todas las épocas: sabía ser humilde con los humildes incluso habiendo llegado a ser el más poderoso de los poderosos. Aunque sus cronistas evocan su valor, justicia y dedicación al yihad, a través de sus relatos se transparenta continuamente una imagen más enternecedora, más humana.
Cierto día —cuenta Baha al-Din—, cuando estábamos en plena campaña contra los frany, Salah al-Din pidió a sus allegados que acudieran a su lado. Llevaba en la mano una carta que acababa de leer y, al querer hablar, rompió en sollozos. Al verlo en tal estado no pudimos por menos de echarnos a llorar nosotros también, aunque no sabíamos lo que ocurría. Al fin dijo, con la voz ahogada por las lágrimas: «¡Taki al-Din, mi sobrino, ha muerto!» Y lloró de nuevo amargamente y nosotros también. Recobré el dominio de mí mismo y le dije: «No olvidemos en qué campaña estamos metidos y pidamos perdón a Dios por haber caído en tales llantos.» Salah al-Din me dio la razón. «Sí —dijo—, ¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone!» Lo repitió varias veces y luego añadió: «¡Que nadie sepa lo que ha pasado!» Luego mandó que le trajeran agua de rosas para lavarse los ojos.
Las lágrimas de Saladino no fluyen sólo cuando mueren sus parientes.
Una vez —recuerda Baha al-Din—, cuando cabalgaba al lado del sultán frente a los frany, un explorador del ejército se nos acercó con una mujer que sollozaba golpeándose el pecho. «Ha salido del campamento de los frany —nos explicó el explorador— para ver al señor y la hemos traído.» Salah al-Din le pidió al intérprete que la interrogara. Ella dijo: «Unos ladrones musulmanes entraron ayer en mi tienda y me robaron a mi niña. He pasado toda la noche llorando y nuestros jefes me han dicho: el rey de los musulmanes es misericordioso; te dejaremos ir a su encuentro y podrás pedirle a tu hija. Así que he venido y he puesto en ti todas mis esperanzas.» Salah al-Din se enterneció y se le llenaron los ojos de lágrimas. Mandó a alguien al mercado de esclavos a buscar a la hija y antes de una hora llegó el jinete con la niña a hombros. En cuanto los vio, la madre se arrojó al suelo, se manchó el rostro con tierra y todos los presentes lloraban de emoción. Miró al cielo y se puso a decir cosas incomprensibles. Así que le devolvieron a su hija y la acompañaron al campamento de los frany.
Los que han conocido a Saladino no se explayan en la descripción de su aspecto físico: bajo, frágil, con la barba corta y regular. Prefieren hablar de su rostro, de ese rostro pensativo y algo melancólico que iluminaba de repente una sonrisa reconfortante que infundía confianza al interlocutor. Siempre era afable con sus visitantes e insistía en que se quedaran a comer, tratándolos con todos los honores aunque fueran infieles y atendiendo todas sus peticiones. No se resignaba a que alguien recurriera a él y se fuera decepcionado, y había quien no dudaba en aprovecharse de ello. Un día, durante una tregua con los frany, el «brins», señor de Antioquía, llegó de improviso ante la tienda de Salah al-Din y le pidió que le devolviera una región que el sultán había tomado hacía cuatro años. ¡Se la devolvió!
Está visto que la generosidad de Saladino rayaba a veces en la inconsciencia.
Sus tesoreros —revela Baha al-Din— tenían siempre escondida cierta cantidad de dinero para hacer frente a cualquier imprevisto, pues sabían bien que si el señor se enteraba de la existencia de esa reserva se la gastaría en el acto. A pesar de esta precaución, cuando murió el sultán no había en el tesoro del Estado más que un lingote de oro de Tiro y cuarenta y siete dirhems de plata.
Cuando algunos de sus colaboradores le reprochan su prodigalidad, Saladino les contesta con sonrisa despreocupada: «Hay personas para quienes el dinero no tiene mayor importancia que la arena.» De hecho, siente un sincero desprecio por la riqueza y el lujo y, cuando caen en su poder los fabulosos palacios de los califas fatimitas, instala en ellos a sus emires y él prefiere quedarse en la residencia más modesta, reservada a los visires.
Éste es sólo uno de los numerosos detalles que permiten comparar la imagen de Saladino con la de Nur al-Din.
Sus adversarios no verán en él más que a un pálido imitador de su señor. De hecho, sabe mostrarse en sus contactos con los demás, sobre todo con sus soldados, mucho más afectuoso que su predecesor. Y, aunque observa al pie de la letra los preceptos de la religión, carece de esa faceta ligeramente beata que caracterizaba algunos de los comportamientos del hijo de Zangi. Podría decirse que Saladino, en general, es igual de exigente consigo mismo, pero lo es menos con los demás y, sin embargo, se mostrará aún más inflexible que su predecesor con quienes insultan al Islam, ya se trate de los «herejes» o de algunos frany.
Dejando a un lado las diferencias de personalidad, Saladino sigue, sobre todo al principio, bajo la poderosa influencia de la impresionante figura de Nur al-Din e intenta ser un digno sucesor suyo, persiguiendo sin tregua los mismos objetivos que aquél: unificar el mundo árabe, movilizar a los musulmanes, gracias a un poderoso aparato de propaganda, tanto moral como militarmente, pensando en la reconquista de las tierras ocupadas y, sobre todo, de Jerusalén.
Ya en el verano de 1174, mientras los emires reunidos en Damasco en torno al joven as-Saleh discuten sobre la mejor forma de enfrentarse a Saladino, llegando incluso a plantearse una alianza con los frany, el señor de El Cairo les dirige una carta que supone un auténtico desafío, en la que, ocultando paladinamente su conflicto con Nur al-Din, se presenta sin vacilar como el continuador de la obra de su soberano y fiel guardián de su herencia.
Si nuestro añorado rey —escribe— hubiera encontrado entre vosotros un hombre tan digno de confianza como yo, ¿no le habría entregado Egipto, que es la más importante de sus provincias, a él? Tened la certeza de que, si Nur al-Din no hubiera muerto tan pronto, es a mí a quien hubiera confiado la educación de su hijo su custodia. Ahora bien, veo que os comportáis como si fuerais los únicos que servís a mi señor y a su hijo y que intentáis excluirme. Pero pronto acudiré y voy a realizar, para honrar la memoria de mi señor, acciones que dejarán huella, y todos y cada uno de vosotros recibiréis el castigo que merecéis por vuestro mal comportamiento.
Difícilmente se reconoce aquí al hombre circunspecto e los años anteriores, como si la desaparición del señor hubiera liberado en él una agresividad largo tiempo contenida. Cierto es que las circunstancias son excepcionales pues este mensaje tiene un objetivo concreto: es la declaración de guerra con la que Saladino comienza la conquista de la Siria musulmana. Cuando envía su mensaje, en octubre de 1174, el señor de El Cairo ya está camino de Damasco a la cabeza de setecientos jinetes; es poco para sitiar la metrópoli siria, pero Yusuf ha calculado bien las cosas. Asustados por el tono insólitamente violento de su misiva, as-Saleh y sus colaboradores han preferido replegarse hacia Alepo; cruzando sin tropiezos el territorio de los frany por lo que ya se puede llamar la «pista de Shirih», Saladino llega a finales de octubre ante Damasco, cuyas puertas se apresuran a abrir, para acogerlo, hombres vinculados a su familia.
Animado por esta victoria lograda sin un mandoble, continúa su camino. Deja la guarnición de Damasco a las órdenes de uno de sus hermanos y se dirige hacia el centro de Siria, donde se apodera de Homs y de Hama. Durante esta campaña relámpago, nos dice Ibn al-Atir,
Sah al-Din decía que actuaba en nombre del rey as-Saleh, o de Nur al-Din. Aseguraba que su meta era defender al país contra los frany
. Lo menos que puede decirse del historiador de Mosul, fiel a la dinastía de Zangi, es que desconfía de Saladino y que lo acusa de duplicidad. No está del todo equivocado. Yusuf, que no quiere desempeñar un papel de usurpador, se presenta como el protector de as-Saleh. «De todas formas —dice—, este adolescente no puede gobernar solo. Necesita un tutor, un regente, y nadie mejor que yo para desempeñar ese cometido.» Por otra parte, le envía una carta tras otra a as-Saleh para asegurarle que le es fiel, hace que recen por él en las mezquitas de El Cairo y de Damasco y acuña moneda con su nombre.