En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito —con respecto a lo que le había preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar, permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propósito de desear aprender sobre el peyote.
Viernes, 23 de junio, 1961
—¿Me va usted a enseñar, don Juan?
—¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?
—Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?
—¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de aprendizaje.
—¿Por qué aprendió usted, don Juan?
—¿Por qué preguntas eso?
—Quizá los dos tenemos las mismas razones,
—Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.
—Mi única razón es que
quiero
aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.
—Te creo. Te he fumado.
—¿Cómo dice?
—No importa ya. Conozco tus intenciones.
—¿Quiere usted decir que vio a través de mí?
—Puedes decirlo así.
—¿Entonces me enseñará?
—¡No!
—¿Porque no soy indio?
—No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte. Aprender los asuntos del "Mescalito" es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.
Domingo, 25 de junio, 1961
Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m. Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tratando de decidir algo.
Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un "sitio" en el suelo donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la espalda y me hallaba casi exhausto.
Esperé su explicación con respecto a lo de un "sitio", pero don Juan no hizo ningún intento abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posición, de modo que me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.
Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.
Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan.
El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás lugares. La norma general era "sentir" todos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.
.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasallador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resultaron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha severidad, me advirtió que resolver el problema tal vez requiriera días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría mentirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.
Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa por la parte trasera.
Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felicidad era su propio modo de deshacerse de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver cuanto había en el zaguán y sus inmediaciones. Debí de caminar una hora o más, pero no ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma semisistemática. Deliberadamente procuraba "sentir" diferencias entre lugares, pero carecía de criterio para la diferenciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía otra cosa que hacer.
Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.
Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Experimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.
Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me levanté. Estaba harto. Quería despedirme de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.
En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagradable y marcharme. Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.
Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente. No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado sentir la diferencia. Señalé esto, y él arguyó que es posible sentir con los ojos, cuando no están mirando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el problema que usar cuanto tenia: mis ojos.
Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había observado. No tenía, pensé, otra forma de saber que yo no había estado usando los ojos.
Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimiento más cómodo. Esta vez, sin embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle.
Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una coloración brillante, un amarillo verdoso homogéneo. El efecto fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.
De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, advertí otro cambio de color. En un sitio, a mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido, pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.
Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente excitado; había visto claramente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresionarse, pero me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla.
Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí. Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia. Me levanté.
Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba abierta, dijo: renunciar y marcharme, caso en el cual jamás aprendería, o resolver la adivinanza.
Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me hallaba demasiado cansado para conducir; además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.
De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y volvía comenzar desde el principio.
Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pasando por el sitio de don Juan, hasta el final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de coloración.
Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Había una piedra grande junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada detalle, pero no sentí nada diferente.
Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuando sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sensación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso. El cabello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.
Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la piedra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producirme tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.
Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuerzo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.
Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.
—Hallaste el sitio —dijo.
Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en realidad no advertía ninguna diferencia.
Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposible explicar mi aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a sentarme en el otro sitio.
Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.
Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se llamaba el sitio y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de un hombre, especialmente si buscaba conocimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo que yo había repuesto mi energía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio.
También dijo que los colores percibidos por mí en asociación con cada sitio específico tenían el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.
Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y que la mejor manera de hallarlos era determinar sus colores respectivos.
Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Estaba seguro de que don Juan me había observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me quedara dormido
era
el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extraña separación entre mi experiencia pragmática de temer al "otro sitio" y mis consideraciones racionales sobre todo el episodio.