Sábado, 5 de agosto, 1961
Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la casa de don Juan.
Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un —montón de tortillas. Yo tenía mucha hambre.
Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la noche anterior. Relaté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exactitud posible. Cuando terminé, él asintió y dijo:
—Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terrible, espantoso. O hace travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero cuando uno lo conoce bien . . . a veces. Tú anoche jugaste con él. Eres la única persona que conozco que ha tenido un encuentro así.
—¿En qué forma difiere mi experiencia de la de otros?
—Tú no eres indio; por eso se me dificulta aclarar qué es qué. Pero él o toma a las gentes o las rechaza, sin importarle que sean indias o no. Eso lo sé. Las he visto por docenas. También sé que travesea, hace reír a algunos, pero jamás lo he visto con nadie.
—¿Puede usted decirme ahora, don Juan, cómo protege el peyote . . . ?
No me dejó terminar. Me tocó vigorosamente el hombro.
—No lo nombres nunca así. Todavía no lo has visto lo bastante para conocerlo.
—¿Cómo protege Mescalito a la gente?
—Aconseja. Responde cualquier cosa que le preguntes.
—¿Entonces Mescalito es real? Digo, ¿es algo que puede verse?
Pareció desconcertado por mi pregunta. Me miró con una especie de expresión vacía.
—Lo que quise decir es que Mescalito . . .
—Oí lo que dijiste, ¿Qué no lo viste anoche?
Quise decirle que sólo había visto un perro, pero noté su mirada de extrañeza.
—¿Entonces cree usted que lo que vi anoche era él?
Me miró con desprecio. Chasqueó la lengua, sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, y en tono muy belicoso añadió:
—¿A poco crees que era tu . . . mamá?
Hizo una pausa antes de "mamá" porque lo que iba a decir era "tu chingada madre". La palabra "mamá" resultó tan incongruente que ambos reímos largo tiempo.
Luego me di cuenta de que se había quedado dormido sin responder a mi pregunta.
Llevé a don Juan en mi auto a la casa donde yo había tomado peyote. En el camino me dijo que el hombre que me "ofreció a Mescalito" se llamaba John. Al llegar a la casa encontramos a John sentado en el zaguán con dos hombres jóvenes. Todos se mostraron en extremo joviales. Reían y charlaban con gran desenvoltura. Los tres hablaban inglés perfectamente. Dije a John que iba a darle las gracias por haberme ayudado:
Quería saber su opinión sobre mi conducta durante la experiencia alucinógena, y les dije que había estado tratando de pensar en lo que hice aquella noche y no podía recordar. Rieron y se mostraron renuentes a hablar del asunto. Parecían contenerse a causa de don Juan. Todos lo miraban de reojo, como esperando su autorización para hablar. Don Juan debió de dársela con alguna seña, aunque yo no advertí nada, porque de pronto John empezó a decirme qué había hecho yo aquella noche.
Dijo haber sabido que yo estaba "prendido" cuando me oyó vomitar. Calculó que había yo vomitado unas treinta veces. Don Juan rectificó y dijo que sólo diez.
—Luego todos nos acercamos a ti —continuó John—. Estabas tieso y tenlas convulsiones. Durante largo rato, acostado bocabajo, moviste los labios como si hablaras. Luego empezaste a pegar en el suelo con la cabeza, y don Juan te puso un sombrero viejo, y te detuviste. Estuviste horas temblando y gimiendo tirado en el piso. Creo que entonces todos nos dormimos, pero entre sueños yo te oía resoplar y gruñir. Luego te oí resoplar y gruñir. Luego te oí gritar, y desperté. Te vi saltar por los aires, gritando. Te abalanzaste sobre el agua, tiraste la cacerola y empezaste a nadar en el charco.
"Don Juan te trajo más agua. Te quedaste quieto un rato, sentado frente a la cacerola. Luego te levantaste de golpe y te quitaste toda la ropa. Estuviste de rodillas frente al agua, bebiendo a grandes tragos. Luego nada más te quedaste ahí sentado, mirando el aire. Pensamos que ahí te ibas a quedar para siempre. Casi todo el mundo estaba dormido, hasta don Juan, cuando de repente te levantaste otra vez, aullando, y te fuiste detrás del perro. El perro se asustó, y aulló también, y corrió para atrás de la casa. Entonces, todo el mundo despertó.
"Todos nos levantamos. Regresaste por el otro lado, todavía persiguiendo al perro. El perro corría delante de ti ladrando y aullando. Debiste dar como veinte vueltas a la casa, corriendo en círculos, ladrando como perro. Tuve miedo de que a la gente le entrara curiosidad. No hay vecinos cerca, pero tus aullidos eran tan fuertes que podían haberse oído a millas de distancia.
—Alcanzaste al perro —agregó uno de los jóvenes— y lo trajiste al zaguán en brazos.
—Entonces te pusiste a jugar con el perro —prosiguió John—. Luchabas con él, y el perro y tú se mordían y jugaban. Eso me hizo gracia. Mi perro no acostumbra jugar.
Pero esta vez tú y el perro estaban rodando uno encima de otro.
—Luego corriste al agua y el perro bebió contigo —dijo el joven—. Corriste cinco o seis veces al agua, con el perro.
—¿Cuánto duró eso? —pregunté.
—Horas —dijo John—. Durante un rato los perdimos de vista a los dos. Creo que corrieron para atrás de la casa. Nada más los oíamos ladrar y gruñir. Tú parecías de veras un perro; no podíamos distinguirlos.
—A lo mejor era el perro solo —dije.
Rieron, y John dijo:
—¡Tú estabas ahí ladrando, muchacho!
—¿Qué pasó después?
Los tres hombres se miraron y parecieron tener dificultades para decidir qué pasó después. Finalmente, habló el joven que aún no decía nada.
—Se atragantó —dijo mirando a John.
—Sí, te atragantaste en serio. Comenzaste a llorar muy raro y luego caíste al piso. Pensamos que te estabas mordiendo la lengua, don Juan te abrió las quijadas y te echó agua en la cara. Entonces empezaste otra vez a temblar y a tener convulsiones. Luego estuviste inmóvil un rato largo. Don Juan dijo que todo había terminado. Para entonces ya era de mañana, así que te tapamos con una cobija y te dejamos a dormir en el zaguán.
Calló en ese punto y miró a los otros hombres, que obviamente trataban de contener la risa. Se volvió a don Juan y le preguntó algo. Don Juan sonrió y respondió a la pregunta. John se volvió hacia mí y dijo:
—Te dejamos en el porche porque teníamos miedo de que fueras a orinarte por los cuartos.
Todos rieron muy fuerte.
—¿Qué me pasaba? —pregunté—. ¿Hice yo. . . ?
—¿Hiciste tú? —remedó John—. No íbamos a mencionarlo, pero don Juan dice que está bien. ¡Te orinaste en mi perro!
—¿Qué cosa?
—No pensarás que el perro corría porque te tenía miedo, ¿verdad? Corría porque lo estabas orinando.
Hubo risa general en este punto. Traté de interrogar a uno de los jóvenes, pero todos reían, y no me escuchó.
—Pero mi perro se desquitó —prosiguió John—: ¡también él se orinó en ti!
Esta afirmación era al parecer el colmo de lo cómico, porque todos rieron a carcajadas, incluso don Juan. Cuando se calmaron, pregunté con toda sinceridad:
—¿Es cierto de verdad? ¿Pasó realmente?
—Juro que mi perro te orinó de verdad —repuso John, todavía riendo.
De regreso rumbo a la casa de don Juan, le pregunté:
—¿Pasó en realidad todo eso, don Juan?
—Sí —dijo él—, pero ellos no saben lo que viste. No se dan cuenta de que estabas jugando con "él". Por eso no te molesté.
—Pero este asunto del perro y yo orinándonos, ¿es verdad?
—¡No era un perro! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Esa es la única manera de entenderlo. ¡La única! Fue "él" quien jugó contigo.
—¿Sabía usted que todo esto ocurrió antes de que yo se lo contara?
Vaciló un instante antes de responder.
—No; después de que lo contaste, recordé el aspecto raro que tenías. Nada más supuse que te estaba yendo muy bien porque no parecías asustado.
—¿De veras jugó el perro conmigo como dicen?
—¡Carajo! ¡No era un perro!
Jueves, 17 de agosto, 1961
Expuse a don Juan mi sentir con respecto a la experiencia. Desde el punto de vista de mi propuesto trabajo, había sido desastrosa. Dije que no me apetecía otro "encuentro" similar con Mescalito. Acepté que cuanto me ocurrió había sido más que interesante, pero añadí que nada de ello podía realmente impulsarme a buscarlo de nuevo. Creía seriamente no estar hecho para ese tipo de empresas. El peyote me había producido, como reacción posterior, una extraña clase de incomodidad física. Era un miedo o una desdicha indefinidos; una cierta melancolía, que yo no podía definir con exactitud. Y tal estado no me parecía noble en modo alguno.
Don Juan rió y dijo:
—Estás empezando a aprender.
—Este tipo de aprendizaje no es para mí. No estoy hecho para él, don Juan.
—Tú eres muy exagerado.
—Esta no es ninguna exageración.
—Lo es. El único problema es que solamente exageras los malos aspectos.
—En lo que a mí toca, no hay buenos aspectos. Todo lo que sé es que me da miedo.
—No hay nada malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas en forma distinta.
—Pero a mi no me importa ver las cosas en forma distinta, don Juan. Creo que voy a dejar en paz el aprendizaje sobre Mescalito. No puedo con él, don Juan, Esta es en realidad una mala situación para mi.
—Claro que es mala . . . hasta para mi. Tú no eres el único sorprendido.
—¿Por qué iba a estar sorprendido usted, don Juan?
—He estado pensando en lo que vi la otra noche. Mescalito de veras jugó contigo. Eso me extrañó, porque fue una señal,
—¿Qué clase de señal, don Juan?
—Mescalito te señaló.
—¿Para qué?
—No lo tenía yo claro entonces, pero ahora sí. Quería decirme que tú eras el escogido. Mescalito te señaló y con eso me dijo que tú eras el escogido.
—¿Quiere usted decir que me escogió entre otros para alguna tarea, o algo así?
—No. Quiero decir que Mescalito me dijo que tú podías ser el hombre que busco.
—¿Cuándo se lo dijo, don Juan?
—Al jugar contigo me lo dijo. Eso te hace mi escogido.
—¿Qué significa ser el escogido?
—Tengo secretos. Tengo secretos que no podré revelar a nadie si no encuentro a mí escogido. La otra noche, cuando te vi jugar con Mescalito, se me aclaró que eras tú. Pero no eres indio. ¡Qué extraño!
—Pero ¿qué significa para mí, don Juan? ¿Qué tengo que hacer?
—Me he decidido y voy a enseñarte los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento.
—¿Quiere usted decir sus secretos sobre Mescalito?
—Sí, pero ésos no son los únicos secretos que tengo. Hay otros, de distinta clase, que me gustaría revelar a alguien. Yo mismo tuve un maestro, mi benefactor, y también me convertí en su escogido al realizar cierta hazaña. El me enseñó todo lo que sé.
Le pregunté de nuevo qué requeriría de mí este nuevo papel; dijo que sólo se trataba de aprender, en el sentido de lo que yo había experimentado en las sesiones con él.
La manera en que la situación había evolucionado era bastante extraña. Yo había decidido decirle que iba a abandonar la idea de aprender sobre el peyote, pero antes de que pudiera lograrlo realmente él me ofreció enseñarme sus "secretos". Ignoraba qué quería decir con eso, pero sentía que esta vuelta súbita era muy seria. Argumenté que no llenaba los requisitos para una tarea así, pues ésta requería una rara ciase de valor que yo no poseía. Le dije que la inclinación de mi carácter era hablar de actos que otros realizaban. Yo quería oír sus pareceres y opiniones acerca de todo. Le dije que sería feliz de poder estar allí sentado, escuchándolo durante días enteros. Para mí,
eso
seria aprender.
Escuchó sin interrumpirme. Hablé mucho tiempo. Luego dijo:
—Todo eso es muy fácil de entender. El miedo es el primer enemigo natural que un hombre debe derrotar en el camino del saber. Además, tú eres curioso. Eso compensa. Y aprenderás a pesar tuyo; ésa es la regla.
Protesté un rato más, tratando de disuadirlo. Pero él parecía convencido de que no me quedaba otra alternativa sino aprender.
—No estás pensando bien —dijo—. Mescalito de veras jugó contigo. Eso es lo único que hay que tener en cuenta. ¿Por qué no te ocupas de eso y no de tu miedo?
—¿Fue tan poco común?
—Eres la primera persona que he visto jugar con él. No estás acostumbrado a esta clase de vida; por eso las señales se te escapan. Así y todo eres una persona seria, pero tu seriedad está ligada a lo que tú haces, no a lo que pasa fuera de ti. Te ocupas demasiado de ti mismo. Ese es el problema. Y eso produce una tremenda fatiga.
—¿Pero qué otra cosa puede uno hacer, don Juan?
—Busca y ve las maravillas que te rodean. Te cansarás de mirarte a ti mismo, y el cansancio te hará sordo y ciego a todo lo demás.
—Dice usted bien, don Juan, pero ¿cómo puedo cambiar? —Piensa en la maravilla de que Mescalito jugara contigo. No pienses en otra cosa; ,lo demás te llegará por su propia cuenta.
Domingo, 20 de agosto, 1961
La noche pasada, don Juan procedió a introducirme en el terreno de su saber. Estábamos sentados frente a su casa, en la oscuridad. De improviso, tras un largo silencio, empezó a hablar. Dijo que iba a aconsejarme con las mismas palabras usadas por su propio benefactor el día en que lo tomó como aprendiz. Al parecer, don Juan había memorizado las palabras, pues las repitió varias veces para asegurarse de que no se me fuera ninguna,
—Un hombre va al saber como a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo cometa vivirá para lamentar sus pasos.
Le pregunté por qué era así, y dijo que, cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos, no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones sus actos pierden la torpeza de las acciones de un tonto. Si tal hombre fracasa, o sufre una derrota, sólo habrá perdido una batalla, y eso no provocará deploraciones lastimosas.