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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Las guerras de hierro (11 page)

BOOK: Las guerras de hierro
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—Qué curioso —dijo, tomando un sorbo de vino.

—Sí; aunque yo usaría otras palabras. ¡Imaginaos! Emplear a nuestros antiguos conquistadores para que hagan la guerra por nosotros. Es un insulto a todos los oficiales del ejército. El rey nunca ha sido muy apreciado por los soldados, pero esto les ha enfurecido más que ninguna otra cosa hasta ahora. Parece que no confia en sus propios paisanos para que libren sus batallas.

Corfe opinaba en secreto que, al menos en aquel punto, el rey había demostrado algo de sentido común, pero no dijo nada.

—De modo que ahora tenemos un gran tercio de fimbrios marchando por Torunna como si el país fuera suyo. ¡Fimbrios! Me extraña que todavía sepan luchar, tras haber permanecido encerrados en sus fronteras durante cuatrocientos años.

—Estoy seguro de que Martellus sabrá qué hacer con ellos —dijo Corfe, suavemente.

—Martellus, sí, un buen hombre. Supongo que lo conocéis, habiendo servido con él en el dique.

—Lo conozco.

—Dicen que no es un caballero; un personaje algo tosco, pero un buen general.

—John Mogen tampoco era un caballero, pero sabía luchar muy bien —dijo Corfe.

—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a decir Aras—. Es sólo que creo que ha llegado el momento de que los oficiales de la nueva generación tengamos la oportunidad de demostrar de qué estamos hechos. Los militares veteranos están demasiado acostumbrados a hacer las cosas a su modo, y el mundo está cambiando a su alrededor. Dadme a mí un par de grandes tercios, y os diré cómo reforzaría el dique… —Y se enfrascó en una detallada descripción de cómo el coronel Aras superaría a Martellus e incluso a Mogen, y obligaría a los merduk a volver a cruzar el río Ostio.

Corfe comprendió que Aras estaba bebido. Muchos oficiales lo estaban, tras abrir botella tras botella del rojo vino candelario, mientras sus vasos centelleaban con un resplandor rojo sangre a la luz de las velas. En el exterior, Marsch y los catedralistas estarían durmiendo en sus frías camas sobre el barro toruniano, y, a lo largo del río Ostio, a ciento treinta leguas de distancia, los huesos de los hombres que habían sido los camaradas de Corfe continuarían yaciendo insepultos.

«Yo también estoy bebido», pensó, aunque el vino se le había agriado en la boca.

Detestaba aquel ánimo depresivo que se apoderaba de él cada vez con mayor frecuencia durante aquellos días. Deseó ser como Andruw o Ebro, capaces de disfrutar y reír con los demás oficiales. Pero no podía. Aekir lo había convertido en un hombre aparte. Aekir, y Heria. Se preguntó si volvería a conocer algún momento de verdadera paz, fuera de aquellos instantes salvajes y violentos de la batalla, en los que sólo existía el presente.

Ningún pasado, ninguna idea de futuro, sólo la experiencia vivida, aterradora y euforizante de matar. Sólo eso.

Pensó en la noche en que se había acostado con la reina madre de Torunna, su patrona. Aquello había sido algo parecido a la batalla, un abandonarse a las sensaciones del momento. Pero siempre llegaba el momento siguiente, el vacío del despertar. No; no había nada que pudiera llenar el vacío de su interior excepto el rugido de la guerra, y tal vez la camaradería de algunos hombres que le inspiraban respeto y confianza. Ya no le quedaba ningún espacio para la ternura. Tenia el rostro y los recuerdos de su esposa guardados en un lugar inaccesible de su mente, y nada más conseguiría alcanzarlo allí.

—… pero, por supuesto, necesitamos hombres, más hombres —estaba diciendo Aras—. Hay demasiados soldados retenidos en la propia Torunn, y habrá que enviar más al sur para impedir nuevas revueltas. Supongo que puedo comprender el razonamiento del rey. ¿Por qué no dejar que los extranjeros mueran por nosotros en el dique, y proteger a los nuestros hasta que sean realmente necesarios? Pero debo decir que eso nos deja cierto mal sabor de boca. En cualquier caso, el dique no caerá; vos deberíais saberlo mejor que nadie, coronel. No, hemos conseguido frenar a los merduk, y deberíamos estar pensando en pasar a la ofensiva. Y no soy el único oficial del ejército que opina de este modo. Cuando salí de la corte, todo el mundo hablaba sobre cómo podríamos contraatacar desde el dique por la carretera del oeste, para tratar de recuperar la Ciudad Santa.

—Si bastara con las palabras para organizar una campaña, ninguna guerra se perdería —dijo Corfe, irritado—. Hay más de doscientos mil merduk acampados delante del dique…

—Ya no —dijo Aras, complacido de haber sorprendido a Corfe—. Los informes dicen que el enemigo ha abandonado los campamentos de invierno a lo largo del Searil.

Delante del dique quedan menos de noventa mil hombres.

Corfe trató de despejar de su mente los vapores del vino, repentinamente consciente de que acababa de recibir una información de gran importancia.

—¿Adónde han ido? —preguntó.

—¿Quién sabe? Tal vez hayan vuelto a su país, o tal vez estén en Aekir, ayudando en la reconstrucción. Pero sigue siendo cierto que…

Corfe había dejado de escuchar. Su mente había empezado a funcionar furiosamente.

¿Por qué sacar a cien mil hombres de sus campamentos de invierno en la época más oscura del año, cuando las carreteras eran auténticos pantanos y el forraje para los animales de transporte prácticamente inexistente? Era evidente que debía existir una buena razón, y no de tipo administrativo. Tenía que haber un motivo estratégico tras aquel movimiento. ¿Era posible que el objetivo principal de los merduk no fuera ya el dique de Ormann, sino algún otro? Parecía imposible… pero eso era lo que la noticia sugería. La cuestión, sin embargo, era: ¿adónde querían ir, si no era al dique de Ormann? No parecía haber ningún otro lugar.

Un presentimiento más poderoso que ninguno que hubiera conocido antes se apoderó súbitamente de él. Recuperó la claridad de pensamiento en un instante. Los merduk habían encontrado algún modo de rodear el dique. Estaban a punto de lanzar su ataque principal en algún otro lugar… y sería pronto, durante el invierno, cuando la inteligencia militar toruniana afirmaba que era imposible.

—Perdonadme —dijo a un sorprendido Aras, levantándose de la silla—. Os doy las gracias por vuestra hospitalidad de esta noche, pero mis oficiales y yo debemos partir de inmediato.

—Pero… ¿qué? —dijo Aras.

Corfe hizo una señal a Andruw y Ebro, que lo miraban fijamente, se inclinó ante los oficiales torunianos y abandonó la tienda. Sus dos subordinados se apresuraron a alcanzarlo mientras los pies de Corfe chapoteaban en el barro del exterior. Andruw salvó de un resbalón a un perplejo y bebido Ebro. Caía una fina llovizna, y la noche era algo más cálida.

—Corfe… —empezó a decir Andruw.

—Pon a los hombres en marcha —espetó Corfe—. Quiero que todo esté recogido y listo para partir en cuestión de una hora. Nos vamos ahora mismo.

—¿Qué sucede? ¡Por el amor de Dios, Corfe! —protestó Andruw.

—Es una orden, capitán —dijo fríamente Corfe.

Su tono apaciguó a Andruw en un instante.

—Sí, señor. ¿Puedo preguntar adonde vamos?

—Al norte, Andruw. De regreso a Torunn. —Su voz se volvió más baja—. Creo que seremos necesarios allí.

Torunna parecía el centro del mundo aquel invierno, un lugar donde se decidiría el destino del continente. En torno a la capital, Torunn, los miles de desdichados procedentes de Aekir seguían alojados en los enormes campamentos de refugiados fuera de los suburbios de la ciudad. Eran extranjeros, educados en la inmensidad cosmopolita de una ciudad desaparecida. Y, sin embargo, también eran torunianos, y por lo tanto responsabilidad de la corona. Se les alimentaba con cargo al erario público, y les llegaban continuamente carretas con materiales para la enorme metrópolis de tiendas de campaña, de tal modo que un observador podría haber pensado que había un poderoso ejército acampado en torno a la capital, con todo el humo, los olores y el estrépito de una gran multitud. Y también con el hedor, las enfermedades y el desorden propios de un pueblo que lo había perdido todo y no sabía adonde ir.

La nobleza de Normannia era aficionada a las alturas. Tal vez ello se debía a que a los nobles les gustaba ver una parte de la tierra que gobernaban, tal vez a propósitos defensivos, o tal vez lo hacían simplemente para situarse aparte de las masas de población que eran sus súbditos. En Torunn no había colinas donde construir palacios, como en Abrusio y Cartigella, de modo que los ingenieros que habían erigido el palacio real toruniano habían construido un enorme edificio de amplias torres interconectadas con puentes y pasos aéreos. No era un edificio bello, como el que habitaba el rey de Perigraine en Vol Ephrir, sino una presencia sólida e impresionante que contemplaba la ciudad como un titán malhumorado. Desde los más altos de sus aposentos era posible distinguir en los días claros el destello blanco en el horizonte occidental que eran las montañas Címbricas. Y en una tranquila mañana de primavera se podían contemplar más de cincuenta millas de extensión de mar, y observar la llegada de los barcos desde el golfo Kardio como cisnes oscuros.

Pero en aquellos días, el humo que se elevaba de los campamentos cubría la ciudad como una niebla, e incluso desde las torres más altas era imposible distinguir nada más allá de los suburbios de Torunn.

Odelia, la reina madre, suspiró y se frotó las manos. Dedos esbeltos, uñas impecables: las manos de una mujer joven, a excepción de las manchas amarillas que las moteaban y que le recordaban su edad. El frío parecía habérsele metido en los tuétanos durante aquel invierno interminable. Odelia llevaba tantos años luchando contra el tiempo que cada nueva señal de la decadencia de su cuerpo, cada nuevo dolor, cada sutil disminución de sus fuerzas le provocaba un resentimiento instantáneo. Aquella noche tenía intención de reparar la magia, cada vez más débil, de sus hechizos de mantenimiento… pero cuánto deseaba volver a tener a aquel joven en su cama, sentir su vitalidad y su fuerza. Sentirse como una mujer. No como una reina entrando en la penumbra de la vejez.

Nadie sabía de cierto su edad. Se había casado con el rey Vanatyr, el padre de Lofantyr, a los quince años, pero los tres primeros hijos que habían concebido juntos sin ninguna alegría habían muerto antes de aprender a hablar. Lofantyr había sobrevivido, y el vientre de Odelia era ya estéril. Y Vanatyr había muerto quince años atrás, atragantándose con algo que había comido. Odelia sonrió al recordarlo.

Había habido tres amantes en su vida en la década y media transcurrida desde la muerte de su esposo. El primero había sido el duque Errigal, el regente nombrado para aconsejar, guiar y educar al rey Lofantyr, de trece años de edad, en el momento de su coronación. Errigal le había pertenecido en cuerpo y alma. Odelia había gobernado a través de él y de su hijo durante cinco años, hasta que Lofantyr alcanzó la mayoría de edad, y entonces gobernó a través de Lofantyr. Pero su hijo el rey se aproximaba ya a la treintena, y tendía cada vez más a ignorar sus consejos y tomar decisiones sin consultar con ella. De hecho, estaba aprendiendo a gobernar por sí mismo, cosa que Odelia detestaba.

Su segundo amante había sido el general John Mogen, el comandante militar de Aekir, uno de los líderes más brillantes jamás vistos en Occidente. Y Odelia lo había amado de veras. Porque era todo un hombre. Un gran hombre, carente de modales, cultura o educación, pero con un gran sentido del humor y la capacidad de recordar todo lo que se le decía y a todas las personas que conocía. Sus hombres también lo habían amado; por ello habían muerto por él a millares. Ella lo había apoyado en su carrera, y le había conseguido el cargo de gobernador militar de la Ciudad Santa. Nunca había soñado que la ciudad pudiera caer con él al mando. Y había llorado por él, ocultando las lágrimas en su almohada durante la noche, furiosa por su propia falta de control. Habían transcurrido seis años desde la última vez que intercambiara una palabra con él.

Y a la sazón tenía un nuevo amante, aquel joven amargado que había servido bajo su amado Mogen y que lo había visto morir. Odelia sabía perfectamente que al apoyarle se estaba recreando en una especie de nostalgia, tal vez tratando de recapturar la magia de aquellos años en los que había gobernado Torunna en todos los sentidos excepto el formal, y Mogen había sido su caballero, su campeón. Pero no quería permitir que los sentimientos la llevaran demasiado lejos, y la oscuridad de aquellos tiempos era algo distinto, algo nuevo. La reina madre se consideraba capaz de detectar la grandeza con la misma seguridad de un galgo que olfatea una liebre. Mogen la había poseído, y también Corfe Cear-Inaf. En su propio hijo, el rey, no había el menor vestigio de ella.

Como si sus pensamientos lo hubieran llamado, su doncella entró en la cámara por detrás de ella e hizo una reverencia.

—Milady, su majestad…

—Hazle pasar —espetó Odelia, y cerró las puertas del balcón al frío del día, el hedor de los campos de refugiados y el ajetreo de la ciudad.

—Estás algo malhumorada últimamente, ¿verdad, madre? —dijo Lofantyr mientras entraba. Llevaba un pesado manto con bordes de piel; detestaba el frío tanto como ella.

—Los viejos podemos permitimos ser impacientes —replicó ella—. Tenemos menos tiempo que perder que los jóvenes.

El rey se sentó cómodamente en uno de los divanes alineados junto a las paredes, y se calentó las manos en el resplandor azafrán de un brasero. Miró a su alrededor.

—¿Dónde está tu mascota?

—Durmiendo. Anoche atrapó un gato, y está ya tan viejo que necesita recuperar fuerzas antes de encargarse de él. —Señaló con la cabeza hacia el techo.

Lofantyr siguió la dirección de sus ojos y distinguió, entre las sombras de las vigas, una telaraña de doce pies de longitud. En su centro estaba agazapado el familiar de su madre, y retorciéndose en un rincón había un pequeño bulto envuelto en hilos que emitía unos maullidos débiles y patéticos. Lofantyr se estremeció.

—¿A qué debo el honor de esta visita? —preguntó la reina madre, avanzando hacia su bastidor de bordar y tomando asiento junto a él. Empezó a seleccionar una aguja y una brillante madeja de hilo de seda.

—Tengo una noticia. Es más bien un rumor, de hecho, pero he pensado que podía interesarte. Viene del sur.

Ella enhebró la aguja, frunciendo el ceño con concentración.

—¿Y bien?

—Los rumores dicen que nuestros súbditos rebeldes del sur han sido sometidos con increíble rapidez y facilidad.

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