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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Las guerras de hierro (8 page)

BOOK: Las guerras de hierro
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De modo que se sentía extrañamente como si hubiera retrocedido en el tiempo, perdido en algún siglo lejano donde los piqueros vestidos de negro de los electorados reinaban supremos en todo Occidente. Se encontraba en compañía de un ejército fimbrio marchando hacia el este, algo que no se había visto en cuatrocientos años. Se sentía curiosamente privilegiado, como si se le hubiera concedido la visión de un mundo más grande, donde los rituales de Charibon no eran más que irrelevancias arcaicas.

Pero no estaba seguro de qué pensar sobre aquellos hombres de rostros duros que, por el momento, eran sus compañeros de viaje. Eran sombríos como monjes, lacónicos hasta la hosquedad, y, sin embargo, tremendamente generosos. Avila y él habían sido totalmente equipados con ropa de invierno y toda clase de artículos necesarios para su viaje. Les habían dado mulas del tren de intendencia para montar, cuando todos los hombres del ejército marchaban a pie, incluso su comandante, Barbius. Sus lesiones habían sido tratadas por doctores del ejército con brusca gentileza, y, como se encontraban totalmente incapacitados, sus raciones eran cocinadas por Joshelin y Siward, los dos soldados que parecían haber recibido la orden de ocuparse de ellos, dos veteranos que habían sido relegados de la primera línea de batalla para cuidar del tren de intendencia, y que aceptaban sus tareas extra sin un murmullo de queja.

—La fimbria debe de ser una sociedad increíble —dijo Avila a su amigo mientras cabalgaban cerca de la retaguardia de la columna, de una milla de longitud.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Albrec.

—Bueno, por lo que puedo ver, no hay nobleza. Por eso sus dirigentes se llaman electores. Tienen una serie de asambleas donde se presentan los candidatos; la población masculina vota a sus líderes, y el voto de cada hombre vale igual que el de su vecino, sea herrero o terrateniente. Una auténtica anarquía.

—Extraño —dijo Albrec—. Igualdad entre los hombres. ¿Te has fijado con qué confianza tratan los hombres a nuestro amigo el mariscal Barbius? No tiene séquito digno de ese nombre, ni guardaespaldas, ni asistentes. Ni ninguna posesión fuera de lo habitual, a excepción de la tienda donde se reúnen los oficiales superiores. Si no fuera porque hacen lo que él dice, no habría ninguna diferencia entre él y el más humilde soldado de infantería.

—Es increíble —asintió Avila—. Nunca entenderé cómo conquistaron el mundo.

¿Fueron siempre así, Albrec?

—Antes tenían emperadores, y fue una decisión del último de ellos lo que precipitó la guerra civil entre los electorados, y proporcionó una oportunidad a las provincias de independizarse y convertirse en los Siete Reinos.

—¿Qué sucedió?

—Arbius Menin, el emperador, se estaba muriendo, y estaba empeñado en que lo sucediera su hijo, aunque entonces tenía sólo ocho años. Algunos hijos habían sucedido a sus padres en otras ocasiones, pero habían sido hombres maduros y capacitados, no niños. Los demás electores no quisieron aceptarlo, y estalló la guerra. El imperio se desintegró a su alrededor mientras los fimbrios luchaban contra los fimbrios. Narbosk se separó por completo de Fimbria y se convirtió en el estado independiente que es hoy. Los demás electorados solucionaron al fin sus diferencias y trataron de reconquistar las provincias, pero habían desangrado al territorio y ya no tenían fuerzas. Los Siete Reinos emergieron en lugar del imperio. El mundo había cambiado, y no había vuelta atrás.

Fimbria se replegó sobre sí misma y dejó de interesarse por nada de fuera de sus propias fronteras.

—Hasta ahora. Hasta nuestros tiempos —dijo Avila, muy serio.

—Sí. Hasta este día.

—Me pregunto qué les habrá hecho cambiar de opinión.

—¿Quién puede decirlo? Para nosotros fue una suerte.

Joshelin los alcanzó, al frente de su caravana de mulas, con el rostro curtido sofocado por el frío y el esfuerzo de la marcha.

—Pareces un estudiante de historia —dijo a Albrec—. Creí que eras un monje.

—Antes leía mucho.

—¿De veras? ¿Y qué hay de ese libro que estabas tan impaciente por recuperar de la tienda del mariscal? ¿Vale la pena leerlo?

—Sea lo que sea, no es de tu incumbencia —dijo Avila bruscamente.

Joshelin se limitó a mirarlo.

—Sólo los ignorantes son demasiado pobres para no poderse permitir algo de cortesía —dijo—. Inceptino. —Aflojó el paso, de modo que los dos monjes volvieron a adelantarlo.

Albrec palpó el antiguo documento, de nuevo oculto entre los pliegues de su capa.

Barbius se lo había entregado sin hacer una sola pregunta sobre su contenido. El pequeño monje había tenido la sensación de que el mariscal fimbrio tenía muchas cosas en la cabeza. Había mensajeros (los únicos fimbrios montados a caballo) yendo y viniendo todos los días; en el campamento se rumoreaba que habían contactado con el general Martellus en el dique de Ormann, y que las noticias que traían no eran buenas.

Pronto llegaría el momento en que los dos monjes tendrían que separarse del ejército y emprender solos el camino hacia Torunn, mientras la columna continuaba por la carretera del oeste, hasta el río Searil y la frontera. Albrec ya había empezado a ensayar mentalmente lo que diría a Macrobius, el sumo pontífice. El documento que llevaba le parecía una responsabilidad pesada como una piedra. No era más que un humilde monje antilino. Ansiaba pasárselo a alguien, a alguna de las personas importantes del mundo, y dejar que otro llevara la carga. Era demasiado peso para él solo.

Los dos clérigos avanzaron hacia el sureste, escoltados por todo un ejército. Tres días más de cabalgar sobre mulas malhumoradas, compartiendo las hogueras nocturnas con los soldados, dejándose curar sus dolorosas lesiones por los doctores del ejército. Los fimbrios dejaron atrás el paso de Torrin, y pusieron el pie en la propia Torunna, en el territorio ancho y montañoso cortado por el río Torrin, que recorría cien leguas hasta el mar Kardio. Era una región prácticamente despoblada, demasiado cercana a las ventiscas procedentes de las montañas y a los jinetes felimbri que a veces descendían al galope detrás de las tormentas, incluso en aquellos días. Las ciudades y aldeas más populosas de Torunna se encontraban en la costa. Staed, Gebrar, Rone, incluso la propia Torunn tenían puertos de mar, con sus orillas orientales bañadas por las olas del Kardio. El interior del reino contenía aún grandes extensiones agrestes que alcanzaban hasta las montañas, donde no se aventuraban más que los cazadores y los prospectores e ingenieros reales, en busca de yacimientos de mineral de hierro, para que las fundiciones militares lo convirtieran en armas, armaduras y cañones.

Los fimbrios dejaron atrás la nieve, y se encontraron marchando a través de un territorio de colinas cubiertas de pinos donde abundaba la caza. Había antílopes y caballos y bueyes salvajes, y Barbius permitió que las partidas de caza abandonaran brevemente la columna y trajeran algo de carne para completar las sencillas raciones del ejército. Pero no vieron ni rastro de los torunianos habitantes del reino. El país estaba desierto como un bosque deshabitado. Sólo la antigua carretera que sus pies recorrían daba alguna señal de que por allí hubieran transitado hombres alguna vez.

Pero la carretera se dividía; una rama se dirigía al este, y la otra hacia el sur. La rama del este cruzaba el río Torrin y desaparecía sobre el horizonte. A unas sesenta leguas de distancia, terminaría en la fortaleza del dique de Ormann, el destino de aquel ejército. El camino del sur tenía por delante trescientas millas zigzagueantes y agotadoras antes de terminar también a las puertas de la capital de Torunna.

El ejército acampó aquella noche en la bifurcación, y Albrec y Avila fueron invitados a la tienda del mariscal. Se agacharon para pasar bajo la entrada, y vieron que Barbius los esperaba, pero no estaba solo. También se encontraban allí Joshelin y Siward, y un joven oficial al que no reconocieron.

—Tomad asiento, padres —dijo Barbius, con lo que en él pasaba por afabilidad—. Los soldados seguiremos de pie. Ya conocéis a Joshelin y Siward. Han sido vuestros… ángeles guardianes durante algún tiempo. Éste es Formio, mi asistente. —Formio era un hombre alto y delgado de unos treinta años. Parecía casi un muchacho en comparación con sus camaradas, aunque tal vez ello se debía a que carecía de la tradicional corpulencia de la mayor parte de los fimbrios.

—Aquí se separan nuestros caminos —continuó Barbius—. Por la mañana, la columna continuará hacia el dique de Ormann, y vosotros os dirigiréis a Torunn. Joshelin y Siward irán con vosotros. Hay toda clase de bandidos en estas colinas, todavía más desde la caída de Aekir y la guerra en el este. Serán vuestros guardianes, y continuarán con vosotros mientras los necesitéis.

Albrec se atrevió a mirar a Joshelin, el canoso veterano, y fue recompensado con una expresión furiosa. Claramente, el anciano soldado no estaba entusiasmado con la idea.

Sin embargo, permaneció en silencio.

—Gracias —dijo el pequeño monje a Barbius.

El mariscal sirvió algo de vino en las tazas de hojalata que eran las únicas disponibles en el campamento. Él y los dos monjes tomaron un trago, mientras que Formio, Joshelin y Siward permanecían contemplando el vacío, con el aire inexpresivo propio de los soldados a la espera de órdenes. Hubo un silencio largo e incómodo. Era evidente que el mariscal Barbius no creía en la conversación intrascendente. Parecía preocupado, como si la mitad de su mente estuviera en otra parte. Su asistente también parecía cohibido, incluso para un fimbrio. Era como si los dos sintieran la carga de algún secreto que no se atrevían a divulgar.

—Sólo me queda desearos buena suerte y buen viaje —dijo finalmente Barbius—. Me alegro de veros con tan buena salud después de vuestras tribulaciones. Espero que al final de vuestro viaje encontréis lo que deseáis. Espero que lo encontremos todos… —Contempló el interior de su taza. En la penumbra de la tienda, el vino del interior parecía negro como la sangre vieja—. No os robaré más horas de sueño, padres. Es todo. —Y les dio la espalda para volverse hacia la mesa, apartándolos de su mente. Joshelin y Siward desfilaron en silencio. Avila parecía furioso ante aquella brusca despedida, pero se terminó el vino, murmuró algo sobre los modales y siguió a los dos soldados hacia el exterior. Albrec se entretuvo un momento, aunque sin saber muy bien por qué.

—¿Son malas las noticias del dique, mariscal? —preguntó.

Barbius se volvió, como sorprendido de encontrarlo todavía allí.

—Ése es un asunto para las autoridades militares del mundo —dijo con sarcasmo.

—¿Qué debo decir a las autoridades torunianas si me preguntan al respecto? —insistió Albrec.

—Sin duda, las autoridades torunianas estarán bastante bien informadas sin tener que recurrir a la opinión de un monje refugiado, padre —dijo el joven asistente, Formio, pero sonrió para restar intensidad a sus palabras, de un modo que también resultó muy poco fimbrio.

—Los despachos que he enviado cada día los habrán mantenido bien informados —dijo Barbius de mala gana. Vaciló. Estaba bajo una presión enorme; incluso Albrec podía percibirlo.

—¿Qué ha sucedido, mariscal? —preguntó el pequeño monje en voz baja.

—El dique ya está perdido —dijo Barbius al fin—. El comandante toruniano, Martellus, ha ordenado su evacuación.

Albrec quedó estupefacto.

—Pero, ¿por qué? ¿Ha sido atacado?

—No exactamente. Pero un gran ejército merduk ha llegado a la costa toruniana, al sur de la desembocadura del río Searil. El dique ha sido rodeado. Martellus está tratando de sacar de allí a sus hombres (unos doce mil, en total) y llevarlos de nuevo a Torunn, pero se encuentra atrapado entre los dos lados de un cepo. Está dirigiendo una retirada ordenada desde el Searil, perseguido por el ejército que estaba ante el dique, mientras que la nueva fuerza enemiga asciende desde la costa para cortarle el paso. —Barbius hizo una pausa—. Mi misión, tal como yo la entiendo, ha cambiado. Ya no debo reforzar el dique, porque el dique ya no existe. Debo atacar a este segundo ejército merduk y tratar de contenerlo el tiempo suficiente para que los hombres de Martellus puedan alcanzar la capital.

—¿Cuál es la fuerza de ese segundo ejército? —preguntó Albrec.

—Tal vez unos cien mil hombres —dijo Barbius inexpresivamente.

—¡Pero eso es absurdo! —protestó Albrec—. Aquí sólo tenéis una veinteava parte de esa cantidad. Es un suicidio.

—Somos soldados fimbrios —dijo Formio, como si aquello lo explicara todo.

—¡Seréis masacrados!

—Tal vez. Tal vez no —dijo Barbius—. En cualquier caso, mis órdenes están claras.

Mis superiores lo aprueban. El ejército marchará al sureste para bloquear el avance merduk desde la costa. Tal vez recordaremos a Occidente cómo se comportan los fimbrios en el campo de batalla.

Se volvió. Albrec comprendió que era consciente de que estaba enviando a sus hombres a la muerte.

—Rezaré por vosotros —dijo el pequeño monje, vacilante.

—Gracias. Ahora, padre, me gustaría estar solo con mi ayudante. Tenemos mucho que hacer antes de que amanezca.

Albrec abandonó la tienda sin más palabras.

5

«El poder es algo muy extraño», pensó lady Jemilla. «Es intangible e invisible. A veces puede comprarse o venderse como si fuera trigo, y otras veces no hay fortuna en la tierra capaz de adquirirlo».

Había conseguido una pequeña cantidad de poder, que podría emplear como más le conviniera. En el mundo en que había nacido, a una mujer le era imposible acceder al tipo de poder de que disfrutaban los hombres. Ejércitos, flotas, cañones. Todo lo necesario para la guerra. Se decía que la mujer más poderosa del mundo era la reina madre de Torunna, Odelia, pero incluso ella tenía que esconderse detrás de su hijo, el rey Lofantyr.

Ninguna nación ramusiana habría tolerado que una reina gobernara sola, sin disculparse por su sexo. O al menos tal cosa nunca había ocurrido. Las mujeres ambiciosas tenían que usar otros medios para conseguir sus objetivos. Jemilla lo había comprendido desde muy pequeña.

Tenía las vidas de dos hombres en la palma de la mano, y aquel poder le había conseguido su libertad. Dejarse poseer por los dos guardias había sido algo desagradable pero necesario. Borró de su mente los actos que había realizado para ellos a la luz del fuego de sus aposentos, y se recordó a sí misma que con una sola palabra podía hacer que los ahorcaran. Los guardias de palacio no podían tener relaciones con las damas nobles bajo su custodia. Y ellos lo sabían… o lo habían comprendido tan pronto como hubieron saciado su deseo, y vieron que ella se levantaba de la cama, aún húmeda de sus efluvios, burlándose de ellos. Aquélla era la razón de que tuviera libertad para recorrer el palacio cada vez que uno de ellos estaba de servicio frente a su puerta.

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