Las haploides (21 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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No se alzó ninguna mano.

—Entonces, eso es —dijo el doctor Leaf—. Algo muy lógico. Estamos de suerte.

—¿Suerte? —preguntó Travis—. ¿Qué quiere decir? El doctor se ajustó los lentes y sonrió con su mueca característica.

—Permítanme que les explique. Los cromosomas Y, como los otros cromosomas, están formados por largos collares de genes, apretados como pequeños discos. Algo semejante a una pila de monedas. Todos los cromosomas Y que contienen genes A, B u O de la sangre, son sensibles a las radiaciones gamma, tal como ya se lo he explicado. Pues bien, en las células existen también, además de los cromosomas Y y los otros cuarenta y siete cromosomas, ciertas sustancias producidas por los genes y que llevan el nombre de antígenos. Comúnmente, estos antígenos no actúan como protectores, pero la combinación de los antígenos producidos por los genes A y B en el grupo sanguíneo AB, produce entre otras cosas los antígenos que nos inmunizan a todos los que nos encontramos en esta habitación contra las radiaciones que resultaron mortíferas para las demás personas. Los antígenos son simplemente hidrocarburos nitrogenados, pero no podría decir qué clase de coraza forman contra estas emanaciones. Debemos estarles agradecidos por lo que hacen. No hay duda de que las hormonas femeninas, la crebiozona y otras sustancias que hemos ensayado, no podían tener ninguna acción.

—¿Por qué ha dicho que teníamos suerte? —preguntó impaciente Bill Skelley.

—Eso es precisamente lo que iba a explicar ahora —dijo el doctor—. El grupo sanguíneo AB podría ser inmune, del mismo modo que aquellas personas que carecen de algún gen específico del gusto y no pueden paladear ciertas sustancias como la feniltio-carbamida, o FTC. Algunos llegan a notar su sabor amargo, otros no. Veamos ahora por qué tenemos suerte. ¿Recuerda la población de Union City, Travis?

—Unas sesenta mil personas.

—Entonces tenemos suerte. Suponiendo que la mitad pertenezca al sexo femenino, y si no recuerdo mal las cifras, todavía debe de haber alrededor de mil ochocientos hombres vivos en Union City.

—¡Imposible! —estalló Travis—. No vimos a nadie.

—No. Hablo seriamente. El grupo sanguíneo AB es un grupo raro. Si mal no recuerdo, alrededor del seis por ciento de la población de Estados Unidos pertenece a ese grupo, lo cual quiere decir que unos mil ochocientos hombres pueden estar escondidos en la ciudad. Por supuesto, algunos deben ser ancianos, otros niños. Y supongo que algunos no habrán nacido todavía. Pero constituyen un núcleo para luchar contra el mal, si en realidad hubieran sobrevivido.

—Un núcleo que en este momento está oculto en los edificios y cuyos componentes pueden, en cualquier instante, ser detenidos por las haploides o morir bajo sus disparos. Usted recordará la forma en que procedió la patrulla haploide con aquel viejo que encontraron en la calle.

—Es verdad —dijo el doctor—. Deben de estar escondidos porque ignoran lo que está sucediendo. ¡Si pudiéramos informarles!

—Sí —dijo McClintock—. Podemos salir a decírselo. Avisen a las chicas que pensamos salir a dar un paseíto.

—¡Diablos! No podemos salir de esta habitación —dijo Bill—. Hay guardias apostadas, con armas, por todas partes.

—No perdamos las esperanzas —dijo Travis—. Quizá se nos ocurra alguna solución.

La puerta del sótano se abrió bruscamente, con gran estrépito, golpeando contra la pared. Una mano pálida la contuvo, evitando que rebotara. En el umbral se dibujó la figura de una mujer alta, de cabellos grises; había en sus ojos centelleantes una expresión de loca hilaridad; los labios, con las comisuras caídas hacia abajo, daban a su rostro delgado una expresión desdeñosa. Tenía las cejas muy pobladas y la cabeza orgullosamente erguida. Llevaba el cabello peinado a estilo Pompadour y su cutis era extremadamente pálido. Tenía una apariencia ascética. Llevaba una bata blanca, como los médicos, y las jóvenes que se hallaban detrás de ella iban igualmente ataviadas y armadas.

Travis pensó que Margano tenía razón. Los ojos de aquella mujer eran terroríficos. ¡De modo que estaban frente a la doctora Garner! ¡Aquella mirada capaz de atravesar a un hombre! Travis sintió un hormigueo en la columna vertebral cuando su mirada se posó un instante sobre él. Se preguntaba si era posible que Betty fuera su hija.

—Entonces usted cree, Travis, que se le ocurrirá algo… —comenzó a decir. Sus labios dibujaron una mueca sarcástica y prosiguió—: ¿Y cuándo le parece que sucederá eso?

Un hombre flaco se destacó entonces del grupo. Travis no podía recordar su nombre. Su aspecto era desaliñado; seguramente hacía mucho tiempo que no se alimentaba bien. Travis observó que los otros también tenían ese aire desnutrido. El hombre se dirigió a ella con nerviosidad:

—Por favor, señora —dijo con voz ronca—, permítame que regrese. Me trajeron aquí cuando iba a la farmacia en busca de una medicina para mi esposa. Mi esposa está enferma.

La mujer le dio una bofetada. El hombre cayó de rodillas.

—¡Por favor, por favor! —suplicó—. Sólo pido clemencia para mi mujer. Va a morir.

Rompió en sollozos con la cabeza entre las manos.

La doctora Garner le asestó una patada que lo derribó al suelo. Quedó tendido e inmóvil.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Saquen de aquí a este viejo llorón. Lo primero que hará en cuanto se recobre será ponerse a vomitar.

Travis sintió una terrible tensión en sus músculos. Sus puños se habían crispado de tal modo que sentía el dolor producido por las uñas al clavarse en las palmas de las manos. La sangre se agolpaba en su cabeza.

Algunos hombres avanzaron unos pasos.

—Quieto, muchacho —susurró el doctor Leaf al oído de Travis.

Sonaron dos disparos. El hombre que yacía en el suelo se irguió y se retorció bajo el impacto de las balas. Sonó otro disparo y el viejo quedó inmóvil.

Dos mujeres entraron en la habitación y lo arrastraron afuera, dejando un largo y brillante rastro de color carmesí.

—Buena sangre AB —dijo la mujer, escudriñando los rostros a su alrededor—. Una sangre maravillosa, según tenemos entendido.

Luego se dirigió directamente al doctor Leaf.

—Conozco su interesante opinión sobre los antígenos. Esto parece una novela de espionaje. Quizá le divierta saber que aquí tenemos instalados micrófonos ocultos, lo que nos ha permitido escuchar todas sus conversaciones. Antes enviábamos aquí a los pacientes, cuando ya no sabíamos qué hacer con ellos. —Sonrió con dulzura—. Algunas cosas que decían de nosotras no dejarían de sorprenderle.

La mujer dio unos pasos por la habitación sin apartar la vista de los hombres.

—El factor X en nuestra pequeña ecuación —prosiguió—. Esto es lo que son ustedes. De acuerdo con las afirmaciones del doctor Leaf, debería haber muchos otros como ustedes en la ciudad. Pues bien, aunque haya más como ustedes, ¿qué podríamos temer? —Se detuvo en el centro de la sala—. No se preocupen demasiado por la suerte que les espera. Mañana todos habrán muerto. Y como ahora saben por qué causa sobreviven, sepan, también, que ya no traeremos aquí a ningún otro de los suyos. Los estamos eliminando en donde los encontramos. Si les preocupa saber qué método vamos a utilizar para eliminarles, todavía no lo hemos decidido. Quizás alguno de los presentes pueda sugerirnos algo al respecto. ¿Qué opina, doctor? ¿No tiene algo para proponernos, alguna preferencia?

El doctor no contestó. Ella se puso a su lado.

—Usted aparenta cierta inteligencia y equilibrio. —Se volvió a Travis y continuó—: Tal vez les agradaría a ustedes dos ver un verdadero laboratorio, adelantado en muchos años a nuestro tiempo. Ustedes, por supuesto, no vivirán para ver la culminación, el poderío de una raza de haploides…

—Entonces, es verdad…

—Usted lo ha dicho, doctor. En efecto, es verdad. Síganme. Me resulta interesante explicárselo. Existe la remota posibilidad de que incluso unos seres como ustedes dos alcancen a apreciar lo que voy a mostrarles.

Se dirigió a la salida, seguida por Travis y el doctor Leaf. Al llegar a la puerta se apartó para que ellos franquearan primero el umbral. Dos guardias femeninos armados de fusiles se apostaron a cada lado.

—No hace falta tanta precaución —dijo la doctora Garner—. Creo que son inofensivos. Es suficiente con que nos escolten a prudente distancia. Si cualquiera de los dos esboza el menor gesto de rebeldía, actúen sin perder tiempo, pero si se portan bien, permítanles alguna libertad de movimientos.

Los tres se instalaron ante la mesa de trabajo de la doctora Garner, como si se tratara de una consulta habitual; la única diferencia eran las dos guardianas junto a la puerta. Los muebles eran lujosos y la habitación estaba iluminada por una suave luz indirecta. Sobre la mesa había una bandeja con servicios de té y galletas.

—Los he traído aquí en primer lugar porque pensé que era preciso proporcionarles alguna información previa. ¿Un terrón o dos, doctor Leaf?

—Sin azúcar, por favor.

—Un solo terrón —dijo Travis.

La mujer agitó su té.

—¿Recuerda al doctor Tisdial, doctor?

—¿Tisdial? —El doctor reflexionó unos segundos y dijo de pronto—: Creo que sí. Era un biólogo de renombre, en Eckert, si no me equívoco. Un genético.

La doctora Garner sonrió.

—Tiene buena memoria. Sí, el doctor Tisdial se dedicó a la enseñanza durante muchos años, en Eckert. Era un hombre relativamente joven cuando le conocí. Fui discípula suya.

La doctora miraba a lo lejos, con un deje de suave añoranza en sus ojos habitualmente tan duros.

—Yo lo admiraba y él me distinguía. Cuando me gradué, me propuso que fuera su secretaria. Llegué más lejos aún: llegué a ser su esposa.

Bebió unos sorbos de té.

—El doctor Tisdial y yo éramos muy felices. Pasábamos días enteros en el laboratorio, trabajando juntos. Me enseñaba todo lo que sabía. Era una inteligencia superior.

Dejó la taza sobre la mesa. Una expresión extraña y ausente apareció en su mirada.

—Yo tenía un hermano. Era muy joven, muy cariñoso…, indefenso. Se llamaba Ronny, Ronny Garner. Era rubio, bien parecido…, yo quería que él tuviera todo lo que podía desear en este mundo y hacía lo posible para contribuir a que lo consiguiese. Era un artista. Pintaba los cuadros más hermosos que he visto en mi vida. Desde muy niño fue un talento. Siempre estaba pintando algo para mí. Me llamaba Kitty, pues mi nombre verdadero es Catherine. «Kitty, aquí tengo un cuadro para ti», solía decirme. Yo le adoraba.

Bajó la mirada hasta fijarla en sus interlocutores; había perdido su expresión de suavidad. Era muy curiosa la propiedad que poseían sus ojos de aclararse y fulgurar sobre el fondo gris de la pupila y el negro del iris, en medio de la córnea muy blanca: parecían, así, ojos de alucinada.

La doctora prosiguió con su relato.

—Luego, el ejército. Se lo llevaron. La noche antes de partir, Ronny vino a casa y me dijo: «Kitty, yo no quiero ir. No quiero matar a nadie. Amo a todo el mundo. Amo a todos los seres vivientes». Sollozó recostado en mi hombro y procuré consolarlo. Llegó el doctor Tisdial y nos encontró así; Ronny, con la cabeza en mi hombro, lloraba desesperado. El doctor Tisdial no pudo comprender. Cuando quise defenderle, dijo secamente: «Alguien tiene que ir a matar al Kaiser». Quise hacerle ver que el caso de Ronny era muy especial, pero me interrumpió diciendo: «Tus palabras me producen una gran desilusión». Desde ese momento, todas las cosas tomaron otro cariz entre el doctor Tisdial y yo.

En el despacho de la doctora reinaba el silencio. Sólo se oía su respiración. Sus ojos se empequeñecieron y chispearon.

—Ronny partió a la mañana siguiente. Nunca olvidaré su rostro sensible y trágico. Murió tres semanas después, en un campamento. Murió porque no pudo adaptarse a la locura de este mundo. Entonces tomé una resolución; los hombres y toda su locura debían desaparecer. Durante centurias los hombres habían sido la causa de todas las guerras, de toda la sangre derramada, de todo el dolor y el sufrimiento de cada madre y hermana que había visto partir a su hijo o hermano para que lo mataran o para matar y volver al hogar cubierto de medallas. Había que acabar con esto y yo podía hacerlo. Poseía un instrumento para destruir a ese macho que trajo la desdicha a sí mismo y a las hembras. ¿Qué podría hacer una mujer mientras existiese el hombre? Él era el fuerte; sólo por medio de traiciones y trampas la mujer alcanzaba sus fines. Y esto debía terminar. Si, para desaparecer, el hombre debía pasar por miles de agonías, ese sería su castigo por las agonías que había causado a su madre.

Su rostro se iluminó con una expresión enajenada, mientras proseguía acaloradamente:

—Había que dar paso a una raza nueva. Había que transformar las leyes fundamentales. ¿Por qué razón una mujer y un hombre tenían que unirse para que naciera un hijo? Yo cambiaría esta ley básica. Prescindiría del hombre. Destruiría la piedra de escándalo de nuestra civilización. Los músculos varoniles serían reemplazados por motores y palancas. Y crearía una raza de haploides. Una raza sin la vejación del sexo y sus múltiples frustraciones. Una raza sin partos. Una raza cuya única meta sería su propio progreso hasta el fin de los tiempos. Una raza única, sin barreras de color, herencia o credo, nacida para gobernarse sola, trabajar para sí y perfeccionarse. Una raza de supermujeres de la cual esto es sólo el comienzo.

Calló y clavó una mirada amenazante primero en Travis y luego en el doctor Leaf. En sus rostros no había el menor atisbo de burla o de horror. Continuó:

—Ustedes me preguntarán cómo era posible realizar mi plan. La respuesta me la proporcionó el doctor Tisdial. Poco a poco obtuve detalles de los experimentos realizados por él y de sus ideas acerca de lo que me interesaba saber. Más adelante descubrió lo que yo me proponía y me ayudó a experimentar por puro interés científico. Pero nunca volvimos a ser los mismos después de la noche en que Ronny se despidió.

Al llegar a este punto, la doctora rompió a reír.

—Recientemente he leído los resultados del «asombroso experimento» del doctor Gregory Pincus acerca de una técnica para la ovulación múltiple. Ya en mil novecientos dieciséis el doctor Tisdial y yo perfeccionábamos los detalles de la famosa novedad. Pero no habíamos salido a contarlo. Era una especie de afición personal. Inyectábamos determinadas hormonas y los ovarios aumentaban considerablemente el número de óvulos. El paso siguiente consistía en apoderarse de los óvulos de la madre. Lo resolvimos muy pronto. Fue una simple operación mecánica. La máxima dificultad consistía en el almacenamiento de los huevos. El secreto está en obtener una temperatura cercana al cero absoluto. A este fin, construirnos juntos una de las primeras congeladoras de este tipo.

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