Aunque Travis había luchado sin descanso para no decaer moralmente, acabó también por sucumbir y se encontró muy pronto con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. En su cabeza se mezclaban las escenas vividas durante las últimas horas. Su sensación de peligro inminente, su muerte próxima, la urgencia de escapar, el recuerdo de los labios de Betty, el impulso de hacer saber a la gente que existían haploides, las escenas en las calles de la capital, el alcalde Bernston desplomándose con la boca abierta para proferir la palabra que no alcanzó a pronunciar… Todo esto se arremolinaba en su cerebro, se confundía, se volvía casi incoherente.
«Hace una semana me hallaba cómodamente en un hospital —se decía—. Después de diez años de tensión nerviosa y experiencia periodística, estaba sometido a un tratamiento para acabar con mi sinusitis. No había oído hablar jamás de una haploide. Mi única preocupación consistía en buscar la mejor manera de utilizar mi excedencia. Y bien, las haploides decidieron que no hubiese permiso para mí. Parece que esto no va a prolongarse mucho más.»
Su inquietud iba en aumento ante la perspectiva de que las radiaciones hubiesen llegado a Chicago y las demás ciudades mencionadas por la doctora Garner sin haber podido interrumpirlas o prevenir a la población. Ignorante del siniestro proyecto que Gibson Travis y el doctor Leaf acababan de conocer, el mundo entero sería violentamente desgarrado.
Ahora Travis estaba enterado de que las haploides intentaban exterminar hasta el último de los hombres para que ningún macho pudiese entorpecer su plan. Desarrollarían una civilización de incubadora, nacida de los óvulos de las retortas o de las haploides. Los óvulos almacenados y científicamente conservados mantendrían la vida en el universo durante millares de años.
Procuró representarse visualmente ese mundo. Allí los hombres serían entes desconocidos. Suponiendo que las haploides permitieran que se estudiase la historia del pasado, ¿qué pensarían las generaciones futuras de la raza masculina? Y si en alguna parte del globo sobrevivía por casualidad un grupo de hombres, ¡qué furor provocaría su aparición en medio de las haploides! Serían considerados monstruos anatómicos, desagradables anacronismos. Después de varios milenios de evolución, la sola idea de unirse con seres semejantes parecería una aberración.
—Opto por intentarlo —dijo alguien en voz baja.
Travis despertó de su ensueño, miró en su derredor y vio a Bill Skelley conversando con un pequeño grupo. Se acercó y preguntó, también quedamente:
—¿Por qué opta usted?
—Por un intento de fuga. Si esta mujer está decidida a cumplir su palabra, si estamos condenados a morir esta mañana, yo intentaría escapar.
—Quizá sea esto lo que están esperando las haploides para hacernos caer en una trampa. Quizás esté previsto por la doctora y favorezca su plan —dijo el doctor.
—Pero si nos unimos y escapamos de aquí, uno, tal vez, consiga salvarse —señaló Bill.
—Es una leve probabilidad —dijo Travis—. Y una vez en libertad, ¿qué hará el superviviente?
—Si fuese yo, correría sin detenerme hasta la salida y trataría de llegar a Fostoria, a cincuenta kilómetros de aquí. Allí tengo un amigo dueño de una de las emisoras de aficionados más potentes del país. Tan pronto como la noticia se propagara…
—Pero —dijo Travis—, ¿si es otro el que escapa?
Bill sacudió la cabeza.
—Entonces no sé. Otro también puede transmitir el mensaje y explicar a mi amigo la urgencia de la situación.
—¿Y su amigo creerá lo que le dice un desconocido?
—Tal vez no. Pero es probable que sepa algo de lo que ocurre.
No iban a actuar impulsivamente. Permanecieron sombríos, a pesar del proyecto.
Travis miró el reloj. Eran las tres y media. Pensó que en verano amanecía a las cinco y media o las seis; nunca se había fijado en ello especialmente, aunque estuviese despierto a esa hora.
En aquel momento estalló un grito.
—¡No puedo soportarlo!
Era Perry Williams. Estaba de pie, apretándose la cabeza con las manos.
—¡Que nos maten de una vez! Esta espera es inaguantable. Todos los días, en la ciudad, esperando la muerte… Esperaba y no llegaba nunca… Casi enloquecí de angustia… La capacidad de aguante tiene un límite… ¡No puedo más, no puedo soportarlo un minuto más!
Travis se acercó a él y lo sacudió por los hombros.
—¡Déjeme! ¡Déjeme o le mato! —exclamó el hombre agitando los brazos frenéticamente.
Travis lo soltó. Perry Williams se volvió y lanzó un puñetazo que alcanzó a Travis en la mandíbula. Travis encajó el golpe y lo devolvió con la misma violencia. El hombre cayó a sus pies y quedó inmóvil.
—Comprendo su actitud —murmuró Charlie McClintock—. ¡Yo estoy tan aterrorizado como él!
Otros hombres asintieron.
—¡Ojalá alguien me pusiera a mí también fuera de combate!
Algunos se echaron a reír.
—Bill tiene razón —dijo Travis sin perder la serenidad—. Hay que hacer algo. Todos enloqueceremos si permanecemos sentados sin hacer nada. Vamos a planear la huida.
Los hombres se reunieron en círculo bajo la lámpara. Después de unos momentos de discusión se pusieron de acuerdo: uno de ellos simularía sentirse súbitamente enfermo. Los demás armarían un estrepitoso escándalo, golpeando las vigas y gritando, hasta que, forzosamente, algunas haploides hicieran su aparición. Entonces los prisioneros se lanzarían sobre ellas.
—Algunos pereceremos en el ataque —dijo Travis—, otros no. Nos apoderaremos de sus armas. Una vez armados habremos dado un paso muy importante. Todos los que puedan, escaparán por la primera salida que se les presente. Seguiremos adelante mientras podamos. Los que logren salir deberán dispersarse y reunirse más tarde en el lugar que indique Bill. Bill, dinos dónde está ese sitio.
—En casa de Ernie Somers —dijo Bill en voz baja—. Hay que recorrer unos cincuenta kilómetros por la carretera hacia el sur. Verán su nombre en el buzón junto a la puerta. Es una gran casa de campo pintada de blanco que se halla en la cima de una colina a unos cien metros del camino. Decidle que vais de mi parte y contadle todo lo que sabéis; así él podrá difundir las noticias. Es verdad que le será imposible ir a las ciudades que ya han sido tomadas por las haploides, pero, en cambio, podrá ponerse en contacto con otros lugares más alejados.
—Debe difundir especialmente la noticia de que todos los hombres de grupo sanguíneo AB son inmunes —agregó el doctor Leaf—. Y que estos hombres podrán enfrentarse a las haploides.
—No quisiera decepcionaros —dijo Charlie McClintock—, pero me parece que ninguno de nosotros logrará salir de aquí.
—Tal vez no —comentó Bill con seriedad—, pero es mejor estar a la ofensiva que a la defensiva.
El deseo de entrar en acción disminuyó cuando los hombres volvieron a ocupar sus lugares en el sótano y cada uno sopesó sus probabilidades de tener éxito con el plan.
De pronto, oyeron un golpe en una de las ventanas. Aunque fue muy apagado, todos los hombres se levantaron y se miraron unos a otros, sorprendidos. Travis se acercó a la ventana enrejada. Entonces pudo ver que había una persona acurrucada en el pequeño hueco, frente a la ventana. También vio una pierna, un muslo. Era una pierna muy hermosa. El corazón le dio un vuelco. Rápidamente abrió las contraventanas. Betty Garner acercó todo lo posible su cabeza a las rejas y le hizo señas para que no hablara.
—Yo… he cambiado de idea, Travis —susurró ella—. Vine a darte esto —dijo tendiéndole una pistola a través de las rejas—. La saqué del depósito de armas.
La chica le entregó otras cuatro pistolas.
—Es todo lo que pude traer —le explicó.
—¡Bravo, Betty! —exclamó Travis—. Si conseguimos avisar al mundo de lo que nos proponemos, tu nombre no será olvidado.
—Me siento mejor desde que decidí ayudarles —dijo ella—. Fue como…, como si estuviera completamente limpia por primera vez en mucho tiempo. ¿Qué piensan hacer?
—Simularemos que ha estallado un motín aquí abajo. Entonces vendrán ellas… ¿Tienes una llave?
—Sí, tengo una llave. Será mejor que no arméis jaleo. La he cogido del llavero que hay arriba. —Pasó la llave a través de la reja—. Ahora tienes que hacer lo siguiente: divide a los hombres en dos grupos y estad preparados. Hay dos camiones en el garaje que está a unos treinta metros de este edificio. Cada camión puede transportar a dos hombres en la cabina y diez en la caja. Yo conduciré uno de ellos hasta la puerta. El primer grupo deberá salir en ese momento y correr hacia el otro camión que está en el garaje. Quiero que vayas en mi vehículo, Travis —añadió sonriendo—. Aquí está la llave del otro camión. Dispones de cinco minutos.
Betty se levantó y desapareció.
Travis cerró la ventana y se volvió hacia sus compañeros para explicarles lo que debían hacer. En pocos minutos estuvieron divididos en dos grupos. Travis entregó tres pistolas al segundo grupo y dos al primero. Él iría con Betty, en el asiento delantero, y llevarían un arma. Entregó otra a Bill Skelley, quien, junto con el doctor Leaf, los dos muchachos y los seis hombres de más edad, debía subir en la parte posterior del primer camión. El segundo grupo, a las órdenes de Charlie McClintock, se apoderaría del otro camión.
La esperanza, que había permanecido adormecida hasta entonces, brillaba en los ojos de todos. Travis se detuvo junto a la puerta; colocó la llave en la cerradura para abrirla rápidamente cuando oyera detenerse afuera el camión. Cada uno ocupó su lugar. Los que tenían armas en la mano las apretaban con firmeza; sus facciones y todo su cuerpo revelaban una extraordinaria tensión. Parecían estatuas. No cruzaron ni una sola palabra. Los hombres contuvieron la respiración cuando oyeron el ruido de un camión que se ponía en movimiento a cierta distancia. El motor se caló dos o tres veces; luego arrancó. Cada vez parecía más cerca de la entrada del sótano.
¿Sería una trampa? ¿Tal vez un acuerdo entre Betty y la doctora Garner para exterminarlos? Travis hizo rechinar los dientes. Quería convencerse de que no podía ser una trampa, que no debía pensar de aquel modo.
El camión se detuvo junto a la puerta. El motor parecía rugir como el de un tractor, tan cerca estaba de los hombres. Travis hizo girar la llave y abrió la puerta. No se veían mujeres en el jardín. El primer grupo salió corriendo. No se oyeron disparos.
Cuando Travis iba a salir con su grupo, aparecieron tres haploides por la otra puerta del sótano; todas iban armadas.
Perry Williams se abalanzó hacia la puerta exterior. Una de las haploides, esbozando una sonrisa de triunfo, apretó el gatillo. Perry se tambaleó, chocó contra el marco de la puerta y cayó al suelo.
—¡Locos! —dijo la haploide acercándose a los hombres.
Los que habían permanecido inmóviles, se pusieron de pronto en movimiento. Las haploides habían confiado demasiado en sí mismas y no se fijaron en las armas que empuñaban algunos de sus contrincantes. Cuando reaccionaron ya era muy tarde.
Los hombres atacaron e hicieron rodar por el suelo la pistola de una de las haploides. Pero ellas peleaban como fieras. Sonó un tiro. Luego otro. McNulty, uno de los más viejos, se apretó un brazo; en su rostro se dibujó una mueca de dolor. Bill, con la humeante automática en la mano, miraba fascinado caer a una haploide.
Travis luchaba con la joven que había disparado contra Perry Williams. Era una robusta morena que usaba los dientes y las uñas para defenderse. También sabía utilizar la pistola para causar con ella el mayor daño posible. Todo lo que Travis podía hacer era esquivar los golpes.
Le resultaba extraño luchar contra una mujer. En realidad, le sublevaba tener que hacerlo. Sólo el pensamiento de sus ambiciones, de la sangre que ya habían derramado y de su propia vida le animaba a seguir luchando.
Ambos cayeron al suelo y allí continuaron la pelea. La joven lanzaba violentos insultos mientras luchaba. Travis le agarró por los cabellos y, con todas sus fuerzas, hizo que golpeara su cabeza contra el suelo de cemento. La mujer quedó inmóvil.
Los tres hombres más viejos atacaron a la tercera haploide. En pocos minutos lograron eliminarla; en seguida se unieron a los demás compañeros que ya estaban junto a la puerta.
Travis, que respiraba con dificultad, se hizo a un lado mientras todos iban saliendo y trepaban al camión. Cuando vio desaparecer al último de los hombres, se apresuró, abrió la puerta delantera del vehículo y saltó adentro. Allí estaba Betty; tenía una automática sobre la falda, sus manos estaban apoyadas firmemente en el volante y miraba preocupada hacia el edificio. Cuando Travis subió a la cabina, se pusieron en marcha.
Se oyeron más disparos. Travis se giró para mirar a través de la pequeña ventana que comunicaba con la parte posterior del vehículo. Todos contemplaban la escena que se desarrollaba afuera. De pronto, una luz les dejó cegados. Observaron que varias mujeres salían del sanatorio. Empuñaban pistolas y se dirigían hacia el garaje.
Se habían apoderado de otro camión y los perseguían.
—Más rápido, más rápido —decía Travis.
El camión donde iban sus compañeros avanzaba pesadamente, rodeado por las haploides que disparaban contra ellos. De pronto el vehículo se paró. Descendieron los hombres que lo ocupaban y, desparramándose rápidamente por el camino, descargaron sus tres automáticas sobre las haploides. Varias muchachas cayeron. Pero también los hombres iban desplomándose uno tras uno. El camión que conducía Betty giró al llegar a uno de los extremos del gran edificio y perdieron a los demás de vista.
—¡Travis! —gritó Betty.
Él se giró y pudo ver un grupo de unas diez haploides que emergían de la puerta principal del sanatorio y empuñaban rifles y automáticas. Corrían velozmente hacia el punto en que el camino describía una curva. Travis advirtió que las mujeres llegarían a la curva antes que ellos. Entonces decidió aproximarse al grupo que se hallaba ya en medio del camino. Las haploides tenían las armas preparadas para disparar en cualquier momento; sus rostros expresaban confianza en sí mismas. Cuando estuvo muy cerca de ellas, Travis hizo sonar el claxon. Sucedió lo que él esperaba. Por acción refleja, las haploides se turbaron durante unos instante y les falló la puntería. Dispararon una lluvia de balas sobre Travis y sus acompañantes, pero una sola pasó cerca; después de agujerear el parabrisas se incrustó en la chapa metálica de la cabina.