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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (19 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Y Niclas buscaba amparo en el trabajo. Sólo hacía tres días que su hija había sido asesinada y ya estaba en su consulta del centro médico tratando resfriados y heridas sin importancia. Tal vez incluso charlaba amistosamente con los pacientes, flirteaba con las enfermeras y disfrutaba al verse en el papel de médico todopoderoso. Charlotte sabía que estaba siendo injusta. Sabía que Niclas sufría tanto como ella, pero habría querido que compartiese su dolor en lugar de que, cada uno por su lado, intentasen hallarle sentido a seguir respirando un minuto, y otro, y otro más… No era eso lo que ella quería, pero no podía dejar de sentir rabia y desprecio al ver que él la abandonaba ahora, cuando más lo necesitaba. Por otro lado, tal vez no debería esperar otra respuesta. ¿Acaso había encontrado apoyo en él alguna vez? ¿No había sido siempre un niño grande que confiaba en que ella se hiciese cargo de todo lo gris y triste que conformaba el día a día de cualquiera? Menos el suyo. Él tenía derecho a vivir la vida como un juego. Sólo hacía lo que le parecía divertido y le apetecía. A ella le sorprendió que acabase los estudios de medicina. Jamás creyó que aguantaría lo suficiente para terminar todas las asignaturas obligatorias y las pesadas guardias. Aunque, claro, la recompensa era lo bastante atractiva como para mantener su motivación: convertirse en alguien a quien los demás admirasen, un hombre de éxito, un triunfador. Al menos, desde fuera.

La única razón por la que seguía con él eran los breves destellos que, de vez en cuando, había visto del otro hombre: el vulnerable capaz de demostrar sentimientos, el que se atrevía a abrirse y no necesitaba ser encantador al máximo y a todas horas. Eran esas ráfagas las que la hicieron enamorase de Niclas hacía ya toda una vida o, al menos, eso le parecía. Sin embargo, en los últimos años, esos momentos fueron espaciándose cada vez más en el tiempo y ya no sabía quién era ni qué quería. A veces, en los momentos de mayor debilidad, Charlotte llegó a preguntarse si en realidad Niclas deseaba tener una familia. Cuando decidía ser de una sinceridad brutal consigo misma, se decía que, a la luz de su actitud, sin duda Niclas prefería vivir la vida sin las obligaciones que implicaba tener hijos. Pese a todo, alguna compensación le reportaría pues, de lo contrario, no creía que hubiese aguantado tanto tiempo. En los negros días pasados recientemente, llegó a pensar, de forma puramente egoísta, que lo sucedido tal vez volviese a unirlos. ¡Qué equivocada estaba! Se habían alejado más que nunca.

Sin darse cuenta, fue caminando hasta el camping de Fjällbacka y se encontró delante de la casa de Erica. El que su amiga se hubiese presentado el día anterior significó muchísimo para ella, pero ahora dudaba… Durante toda su vida le había tocado no ocupar ningún espacio, no exigir nada para sí misma, no ser una molestia. Comprendía que su dolor afectaba a los demás y no estaba segura de querer echar más carga sobre Erica. Al mismo tiempo, sentía una necesidad imperiosa de ver una cara amable, de hablar con alguien que no le diese la espalda o que, como en el caso de su madre, no aprovechase incluso aquellos momentos para decirle lo que tendría que haber hecho.

Albin empezaba a moverse en el cochecito y Charlotte lo cogió en brazos. El pequeño miró adormilado a su alrededor y se sobresaltó cuando Charlotte llamó a la puerta. Abrió una mujer de mediana edad a la que ella no conocía.

—Hola… —saludó Charlotte indecisa, aunque enseguida cayó en la cuenta de que debía tratarse de la madre de Patrik.

El vago recuerdo de una conversación anterior a la muerte de Sara le trajo a la memoria que Erica había mencionado que vendría a visitarlos.

—Hola, ¿buscas a Erica? —preguntó la madre de Patrik y, sin aguardar respuesta, se apartó para darle paso.

—¿Está despierta? —inquirió Charlotte temerosa.

—Sí, sí que lo está. Dándole de mamar a Maja, no sé ya cuántas veces hoy. La verdad, no entiendo a la gente moderna. En mis tiempos se daba de comer a los niños una vez cada cuatro horas y bajo ningún concepto con más frecuencia, y no creo que vuestra generación tenga carencias por ese motivo.

La madre de Patrik siguió parloteando mientras Charlotte la acompañaba algo nerviosa. Después de pasar varios días rodeada de gente que caminaba de puntillas, le resultaba extraño estar con alguien que le hablara en un tono de voz normal. De repente, la mujer se dio cuenta de quién era y el aleteo, tanto de su voz como de sus movimientos, cesó de pronto. Se llevó la mano a los labios y dijo:

—Perdón, no había caído…

Charlotte no supo qué responder y abrazó a Albin con más fuerza.

—Lo lamento muchísimo, de verdad…

La suegra de Erica cambiaba de pie con evidente nerviosismo y se notaba que habría preferido estar en cualquier sitio con tal de desaparecer de la vista de Charlotte.

¿Así sería siempre a partir de ahora?, se preguntó Charlotte. La gente la rehuiría como si tuviese la peste. Murmuraría, la señalaría a sus espaldas y diría: «Ahí va, ésa es la mujer cuya hija murió asesinada», pero sin atreverse a mirarla a la cara. Tal vez por miedo, porque no sabían qué decir; o tal vez por una especie de temor irracional a que las tragedias pudieran contagiarse y transmitirse a sus propias vidas si se les acercaban demasiado.

—¿Charlotte? —se oyó la voz de Erica desde la sala de estar.

La suegra la recibió con alivio, pues le ofrecía una excusa para retirarse. Charlotte entró despacio y titubeando a la sala donde estaba Erica sentada en el sofá dándole el pecho a Maja. La escena le resultó tan familiar como extrañamente lejana. En realidad, ¿cuántas veces había visto aquel mismo cuadro durante los dos últimos meses? Pero al mismo tiempo aquello traía a su retina la imagen de Sara. La última vez que estuvo allí, fue con ella. Desde un punto de vista puramente objetivo, había ocurrido el domingo anterior, pero le costaba comprender que hiciese tan poco tiempo. Veía a Sara saltando en el sofá de color blanco, con la roja cabellera aleteando alrededor de su carita. Ella la reprendió, lo recordaba. Le dijo que dejase de saltar. Cuan absurdo se le antojaba ahora… ¿Qué importancia tenía que saltara un poco en los cojines? El recuerdo de la escena la hizo desfallecer; Erica se apresuró a ponerse de pie y la ayudó a sentarse en el sillón más próximo. Maja rompió a llorar, enojada al verse desconectada del pecho de forma tan brusca, pero Erica no hizo caso de las protestas de la pequeña y la sentó en la hamaquita.

Abrazada por Erica, Charlotte se atrevió a formular la pregunta que le había corroído el subconsciente desde el lunes, cuando la policía había ido a casa a darle la noticia. Y preguntó:

—¿Por qué no encontraban a Niclas?

Capítulo 12

Strömstad,1924

Anders acababa de concluir el trabajo con la piedra para el pedestal de la estatua cuando el capataz lo llamó, haciéndolo salir de la cantera. Lanzó un suspiro y frunció el ceño; le disgustaba que perturbasen su concentración. Pero como de costumbre, no había más que obedecer. Dejó las herramientas en la caja que tenía junto al bloque de granito y fue a ver qué se le ofrecía al capataz.

El hombre, que era bastante grueso, se enrollaba el bigote entre los dedos con palpable nerviosismo.

—¿Qué has organizado ahora, Andersson? —le preguntó medio en broma, medio preocupado.

—¿Yo? ¿Qué he hecho? —respondió Anders mirando desconcertado al capataz mientras se quitaba los guantes de trabajo.

—Han llamado de la oficina: que vayas inmediatamente.

«Joder», exclamó Anders para sus adentros. ¿Querrían cambiar la estatua ahora, en el último minuto? Estos arquitectos, «artistas» o como quisieran llamarse no tenían ni idea del jaleo que armaban cuando, sentados en su despacho, cambiaban los bocetos y luego esperaban que el picapedrero adaptase la piedra a sus modificaciones con la misma facilidad. No comprendían que ya desde el principio decidía la dirección de los cortes y se amoldaba a los lugares en que podía martillear sin romper la mole, todo ello a partir del primer juego de planos. Una modificación en los bocetos alteraba por completo su punto de partida y, en el peor de los casos, podía hacer que la piedra se quebrase y que todo el trabajo hubiese sido en vano.

Pero Anders sabía igualmente que no valía la pena protestar. Mandaba quien hacía el encargo, y él no era más que un esclavo anónimo del que se esperaba que realizase todo el duro trabajo que el diseñador de la obra no sabía o no tenía ganas de hacer.

—Bueno, pues iré a ver lo que quieren —dijo Anders dejando escapar un suspiro.

—No tiene por qué tratarse de ningún cambio profundo —lo consoló el capataz, que sabía perfectamente lo que Anders se temía y, para variar, demostró algo de empatía.

—Sí, bueno, el que esté vivo lo verá —respondió Anders antes de marcharse cariacontecido.

Poco después, llamó a la puerta de la oficina y entró. Se limpió los zapatos tan bien como pudo, aunque comprendió que no merecía mucho la pena puesto que llevaba la ropa llena de polvo y lascas de piedra, y las manos y la cara estaban sucias. Pero debía acudir de inmediato, así que tendrían que recibirlo tal y como iba, se consoló, y siguió al hombre que le mostró el camino hacia la oficina del director.

Una rápida ojeada a la estancia hizo que se le encogiese el corazón. En efecto, comprendió en el acto que aquello nada tenía que ver con la estatua, sino que allí se iba a ventilar una cuestión mucho más seria.

Sólo había tres personas. El director, sentado tras su mesa, cuya persona irradiaba una furia contenida. En un rincón se hallaba Agnes con la vista clavada en el suelo. Y ante la mesa, una persona totalmente desconocida para Anders que lo observaba con mal disimulada curiosidad.

Sin saber a ciencia cierta cómo comportarse, Anders se adelantó un poco y se colocó en una posición muy próxima a la de firmes. Fuera lo que fuese lo que le aguardaba, lo aceptaría como un hombre. Habrían llegado a aquel punto tarde o temprano, aunque él hubiese preferido elegir el momento personalmente.

Buscó la mirada de Agnes, pero ella se negaba a alzar la vista y seguía concentrada en sus zapatos. Anders sufría por ella, pero, después de todo, se tenían el uno al otro y, una vez superado el fragor inicial de la tormenta, podrían empezar a construir su vida juntos.

Anders apartó la vista de Agnes y observó con calma al hombre que había al otro lado de la mesa. Esperaba que el padre de Agnes tomase la palabra. Tardó un buen rato en hacerlo y, durante esos minutos, las manecillas del reloj avanzaron con una lentitud insufrible. Cuando August por fin rompió el silencio, lo hizo en un tono frío, metálico.

—Parece que mi hija y tú os habéis visto a escondidas.

—Las circunstancias nos obligaron a ello, sí —respondió Anders tranquilo—. Pero yo sólo tuve y sigo teniendo pretensiones honradas con respecto a Agnes —prosiguió sin bajar la mirada.

Por un segundo creyó atisbar un destello de sorpresa en el semblante de August. Era evidente que no esperaba aquella reacción.

—Vaya, bueno.

August se aclaró la garganta para ganar tiempo y decidir qué postura adoptar ante tal declaración. Pero enseguida volvió a invadirlo la rabia.

—¿Y cómo habías pensado llevar a la práctica esas pretensiones? Una muchacha rica y un pobre picapedrero. ¿Eres tan ingenuo que crees que habría sido posible?

Anders vaciló al oír el tono burlón del caballero. ¿De verdad había sido ingenuo? Su anterior resolución empezó a ceder ante el desprecio con que lo recibían y, al oírlo en voz alta, él mismo se dio cuenta de lo absurdo que sonaba. Por supuesto que no hubo nunca la menor posibilidad. Sintió que, muy despacio, se le rompía el corazón en mil pedazos y buscó desesperado los ojos de Agnes. ¿Sería aquel el fin? ¿No podría verla nunca más? Ella seguía sin levantar la vista.

—Agnes y yo nos queremos —declaró en voz baja, como el reo a muerte que pronuncia su última defensa.

—Yo conozco a mi hija mucho mejor que tú, muchacho. Y la conozco mejor de lo que ella misma se conoce. Claro que la he mimado demasiado y le he permitido tomarse mayores libertades de las que habría sido conveniente, pero también sé que es una joven ambiciosa y que jamás lo habría sacrificado todo por compartir el futuro con un asalariado.

Aquellas palabras lo hirieron como lanzas de fuego y Anders sintió deseos de gritarle lo equivocado que estaba. Su padre no describía en absoluto a la Agnes que él había conocido. Agnes era buena y dulce, y, ante todo, lo amaba con la misma pasión que él le profesaba a ella. Anders sabía que estaría dispuesta a hacer los sacrificios necesarios para emprender una vida juntos. Quería hacerle alzar los ojos con su sola voluntad para que le dijese a su padre la verdad, pero Agnes persistía en su actitud muda y reticente. Poco a poco, el suelo empezó a tambalearse bajo sus pies. No sólo estaba a punto de perder a Agnes, sino que además comprendía que, en aquellas circunstancias, tampoco podría conservar su trabajo.

August volvió a tomar la palabra y, en esta ocasión, Anders creyó percibir un eco de dolor detrás de la indignación.

—En fin, las cosas han cobrado un rumbo inesperado. En condiciones normales, yo habría hecho cualquier cosa por impedirle a mi hija que uniese su vida a la de un picapedrero, pero ahora me obligáis a enfrentarme a un hecho incontestable.

Presa del mayor desconcierto, Anders se preguntaba a qué se refería.

August se percató y decidió proseguir:

—Agnes espera un hijo. Desde luego, si no habéis pensado en esa posibilidad, debéis de ser dos auténticos idiotas.

Anders perdió el resuello. Y estaba por darle la razón al padre de Agnes. Habían sido dos necios al no pensar en ese riesgo. Estaba tan convencido como Agnes de que las medidas de seguridad que habían adoptado serían más que suficientes. Ahora todo era distinto. Ahogado en un mar de sentimientos, estaba más desconcertado que antes. Por un lado, no podía dejar de alegrarse, pues su amada Agnes llevaba a su hijo en su seno; por otro, se avergonzaba ante su padre y comprendía su furia. Él también se habría puesto furioso si alguien se hubiese comportado así con su hija. Anders aguardaba tenso a que August continuase.

Con gran tristeza, y evitando mirar a su hija, August declaró:

—Naturalmente, sólo hay una manera de resolver esto. Tenéis que casaros. Y para ello he hecho venir al juez Flemming. Os casará ahora mismo, ya resolveremos las formalidades más tarde.

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