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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (8 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Sin embargo, fue un alivio saber que había más como él. Esa certeza le bastaba. En realidad, no sentía la menor nostalgia de participar en esa comunidad social que tan importante parecía para las personas normales. Como más a gusto estaba era solo, en su pequeña cabaña, con la única compañía de los ordenadores. De vez en cuando toleraba la presencia de sus padres, pero eran los únicos. Le infundía seguridad verse con ellos. Había tenido muchos años para aprender e interpretar el complejo lenguaje gestual, en forma de expresiones faciales y corporales, y otras miles de pequeñas señales para cuyo manejo su cerebro simplemente no parecía estar construido. También ellos aprendieron a adaptarse a él, a hablar de un modo tal que él comprendiese, al menos relativamente.

La pantalla vacía parpadeaba ante él. Le gustaba aquel instante. La gente normal tal vez diría que amaban un instante así, pero él no sabía exactamente qué significaba amar. Aunque quizá fuese justo lo que él sentía en aquel momento: aquella honda sensación de satisfacción, de estar en casa, de ser normal.

Morgan empezó a escribir deslizando sus ágiles dedos por el teclado. De vez en cuando bajaba la vista hacia el archivador que reposaba sobre sus rodillas, pero por lo general tenía la mirada fija en la pantalla. Nunca dejaba de sorprenderlo que los problemas que tenía para coordinar su cuerpo y sus dedos desapareciesen como por milagro cuando se ponía a trabajar. Entonces, de repente, era tan ágil y se sentía tan seguro con la mano como siempre debería estarlo. Dificultades del aparato motor, llamaban a los problemas que tenía para hacer obedecer a sus dedos cuando quería atarse los zapatos o abotonarse una camisa. Era parte del diagnóstico, lo sabía. Y sabía perfectamente qué lo distinguía de los demás, pero no podía hacer nada por cambiarlo. Además, consideraba erróneo calificar a los otros de normales y a los de su clase de anormales. En realidad, eran sólo las normas sociales las que hacían que el fallo fuese suyo. Él era, sencillamente, distinto. El hilo de su pensamiento se movía en otras direcciones, eso era todo. No necesariamente peores, sólo diferentes.

Hizo una pausa para dar un trago a la Coca-Cola, directo de la botella, antes de volver a deslizar sus dedos con rapidez por el teclado.

Morgan estaba satisfecho.

Capítulo 4

Strömstad, 1923

Allí estaba tendido en la cama con los brazos bajo la cabeza y mirando el techo. Ya era tarde y, como siempre, sentía en las articulaciones el peso de un largo día de trabajo. Pero aquella noche no lograba calmarse del todo. Tantos pensamientos surcaban su mente que era como intentar dormir en medio de un enjambre de moscas.

La reunión sobre el bloque de piedra se había desarrollado bien y constituía una de las razones de su cavilar. Sabía que aquel trabajo sería un reto y le daba vueltas a las distintas alternativas, intentado decidirse por el mejor modo de proceder. Ya sabía por donde empezar a extraer de la montaña el gran bloque que precisaba. En la parte sudoeste de la cantera había una ingente roca aun intacta de la que creía poder liberar un buen cubo de hermoso granito, con un poco de suerte no presentaría los fallos y debilidades que harían que la roca se deshiciese.

La segunda razón de sus reflexiones era la muchacha de oscuros cabellos y ojos azules. Sabía que aquello eran pensamientos prohibidos. Los hombres como él no podían ni siquiera pensar en ese tipo de jóvenes. Pero no podía evitarlo. Cuando estrecho aquella mano delicada entre las suyas, tuvo que obligarse a soltarla de inmediato. Cada segundo que pasaba sintiendo su piel mas le costaba abandonarla, y a él nunca le gusto lugar con fuego. La reunión fue una tortura. Las manecillas del reloj se arrastraban con exasperante lentitud y pasó todo el tiempo conteniéndose para no girarse a mirar al rincón donde ella estaba sentada.

Jamás había visto nada tan hermoso. Ninguna de las muchachas ni de las mujeres que habían pasado por su vida podía comparársele. Ella pertenecía a un mundo totalmente distinto. Lanzó un suspiro y se tumbó de lado, en un nuevo intento por conciliar el sueño. A la mañana siguiente empezaría a las cinco, como todos los días, que no tenían la menor consideración con el hecho de que sus meditaciones lo hubiesen mantenido despierto.

Oyó un estallido. Sonó como una piedra contra el cristal, pero el ruido cesó tan rápido que se preguntó si habrían sido figuraciones suyas. De todos modos, ya no se oía nada, así que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces lo oyó de nuevo. No cabía la menor duda. Alguien estaba arrojando piedras contra su ventana. Anders se incorporó en la cama. Debía de ser alguno de los compañeros con los que salía de vez en cuando a tomarse un trago y pensó enojado que, si despertaban a la viuda a la que le alquilaba la habitación, tendrían que vérselas con él. El alojamiento había funcionado bien los tres últimos años y no quería ser motivo de queja.

Con mucho cuidado, soltó los postigos y abrió la ventana. Vivía en la planta baja, pero unas frondosas lilas le tapaban la vista levemente y entrecerró los ojos para distinguir quién lo reclamaba a la débil luz de la luna.

Un segundo después, no podía dar crédito.

Estuvo dudando un buen rato. Incluso se había puesto la cazadora y se la había vuelto a quitar varias veces. Pero Erica al fin terminó por decidirse. No podía haber nada malo en ofrecer su ayuda; ya vería después si Charlotte tenía fuerzas para aguantar su visita o no. En cualquier caso, le resultaba imposible quedarse en casa sin más cuando sabía que su amiga estaba pasando por un calvario.

Aún se apreciaban en el camino las huellas de la tormenta de hacía dos días. Árboles derribados por el viento, basura y porciones de objetos esparcidos aquí y allá formando pequeños montones, todo mezclado con hojas bermejas y amarillas. Pero también parecía que la tormenta se hubiese llevado la película de suciedad otoñal que cubría el pueblo; en efecto, ahora el aire era puro y limpio como una hoja de cristal recién lustrada.

Maja iba llorando a voz en grito y Erica apremió el paso. Por alguna razón, la pequeña pensó que estar en el carrito en estado de vigilia era una actividad absurda, y así lo indicaba protestando a todo volumen. Su llanto aceleró el pulso de Erica, que empezó a sudar de pánico. Un instinto primario le decía que debía detener el carrito, tomar a Maja en sus brazos y salvarla de los lobos, pero supo refrenarse. El camino hasta la casa de la madre de Charlotte no era muy largo y ya le faltaba muy poco.

Era extraño que un solo suceso pudiese cambiar de forma tan radical el modo de ver el mundo. Erica siempre había pensado que las casas de la bahía, las que había al pie del camping de Salvik, se alineaban plácidamente como un hermoso collar de perlas a lo largo del camino, vigilantes del mar y de las islas. Ahora, en cambio, era como si una atmósfera sombría se hubiese adueñado de sus tejados y, ante todo, del de la casa de los Florin. Dudó una vez más, pero ya estaba tan cerca que se le antojó ridículo darse la vuelta. Tendrían que echarla, si consideraban inoportuna la visita. La amistad se demostraba en los malos momentos y ella no quería pertenecer al tipo de personas que, por exceso de celo y quizá también de cobardía, se apartaban de los amigos cuando estaban en dificultades.

Empujó el carro pendiente arriba resoplando a cada impulso. La casa de los Florin estaba a un buen tramo y se paró un segundo ante la entrada de su garaje para recobrar el aliento. El llanto de Maja había alcanzado una potencia en decibelios de las no permitidas en un lugar de trabajo, así que aparcó el carrito y se apresuró a tomarla en brazos.

Durante unos segundos que se le hicieron eternos, permaneció con la mano en alto ante la puerta, hasta que decidió golpearla con los nudillos. Tenían un timbre, pero le habría resultado impertinente utilizar un sonido tan chillón. Tras un buen rato de silencio, cuando Erica estaba a punto de darse media vuelta, oyó unos pasos en el interior y Niclas le abrió la puerta.

—Hola —dijo Erica en voz baja.

—Hola —respondió Niclas con los ojos enrojecidos de dolor brillándole en contraste con la palidez de su rostro.

Erica pensó que parecía un muerto que aún seguía deambulando entre los vivos.

—Siento molestar, no era mi intención en absoluto. Sólo quería…

Erica buscaba las palabras adecuadas, pero no las halló. Un compacto silencio se interpuso entre ambos. Niclas tenía la mirada clavada en el suelo y, por segunda vez desde que llamó a la puerta, Erica estuvo a punto de volver corriendo a su casa.

—¿Quieres entrar? —le preguntó Niclas.

—¿Crees que es oportuno? —preguntó Erica—. Quiero decir, ¿crees que puede ser de alguna… —se detuvo buscando el término— … utilidad?

—Ha tomado un fuerte calmante y no está del todo —Niclas no terminó la frase—. Pero ha dicho en varias ocasiones que debería haberte llamado, de modo que estaría bien que la tranquilizaras al respecto.

El que, después de lo ocurrido, Charlotte se preocupase por no haberle avisado de que no iría a su casa le indicaba lo confundida que debía de estar. Pero cuando siguió a Niclas a la sala de estar, no pudo evitar lanzar un gemido de perplejidad. Si Niclas parecía un muerto viviente, Charlotte tenía el aspecto de alguien que ya llevase tiempo enterrado. Nada quedaba de la enérgica, cálida y animada Charlotte. Era como una cáscara vacía arrojada en el sofá. Su oscuro cabello, cuyos rizos solían balancearse en torno a su rostro, colgaba en sudorosos mechones. Los kilos de más que su madre siempre le recriminaba resultaban elegantes a ojos de Erica, que la veía como una de las exuberantes modelos de Zorn. Ahora, en cambio, al contemplarla allí acurrucada bajo la manta, observó que su piel y su cuerpo habían adquirido un aspecto mantecoso y malsano.

No estaba dormida, pero sus ojos miraban sin vida al vacío y temblaba bajo la manta como si tuviese escalofríos. Aún con la ropa de abrigo, Erica se abalanzó instintivamente hacia Charlotte y se puso de rodillas junto al sofá. Había dejado en el suelo a Maja, que pareció percibir el ambiente y, para variar, se quedó quieta y callada.

—Oh, Charlotte, ¡lo siento tanto!

Erica estaba llorando y tomó en sus manos el rostro de Charlotte, cuya mirada vacía no se conmovió.

—¿Lleva así todo el tiempo? —preguntó Erica dirigiéndose a Niclas.

Él seguía de pie en medio de la habitación, con un leve balanceo. Al final asintió, frotándose los ojos con gesto cansado.

—Son las pastillas. Pero en cuanto dejo de dárselas, se pone a gritar y a llorar. Como un animal herido. Sencillamente, no soporto ese sonido.

Erica se volvió de nuevo hacia Charlotte y empezó a acariciarle el cabello con ternura. No parecía haberse duchado ni cambiado de ropa en varios días y de su cuerpo emanaba un ligero olor a sudor mezclado con angustia. Movía la boca como si quisiera decir algo, pero al principio Erica no pudo entender nada de lo que murmuraba. Después de varios intentos, Charlotte logró decir quedamente y con voz bronca.

—No pude ir. Debí llamar.

Erica meneó la cabeza con vehemencia sin dejar de acariciarle el cabello.

—No importa. No pienses en eso.

—Sara no está —continuó Charlotte mirando por primera vez a Erica, que sintió que sus ojos le quemaban la retina, tal era el dolor que reflejaban.

—Lo sé, Charlotte, Sara no está. Pero están Albin y Niclas. Ahora tenéis que apoyaros mutuamente.

La propia Erica oyó que lo que salía de sus labios sonaba a obviedad manida, pero tal vez la sencillez de un tópico fuese capaz de alcanzar la conciencia de Charlotte. Sin embargo, el único resultado fue que su amiga estiró levemente la boca y repitió con voz sorda y amarga.

—Apoyarnos mutuamente.

Su sonrisa parecía una mueca y Erica creyó interpretar un mensaje oculto en el tono amargo de Charlotte al repetir sus palabras. Pero tal vez fuesen figuraciones suyas. Los tranquilizantes fuertes podían tener efectos secundarios muy extraños.

Un ruido a su espalda la hizo volverse a mirar. Lilian estaba en el umbral y se diría que a punto de ahogarse de ira. Dirigió su centelleante mirada hacia Niclas.

—¿No dijimos que Charlotte no podía recibir visitas?

Aquella situación le resultaba a Erica de lo más desagradable, pero Niclas no pareció afectado por el tono de su suegra. Al no obtener respuesta, la mujer le habló directamente a Erica, que seguía sentada en el suelo.

—Charlotte se encuentra demasiado débil para tener aquí a gente entrando y saliendo. ¡Yo creo que eso lo entiende cualquiera!

Hizo un amago, como si Erica fuera una mosca y quisiera acercarse y espantarla del lado de su hija, pero en ese momento afloró un destello de vida a los ojos de Charlotte. Levantó la cabeza del cojín y miró a su madre cara a cara:

—Quiero que Erica se quede aquí.

La rebeldía de la hija encolerizó a Lilian más aún, pero, con un evidente esfuerzo, se tragó su respuesta y se fue airada a la cocina. El alboroto sacó a Maja de su estado de inusual silencio y la voz chillona de la pequeña cortó el aire de la habitación. Haciendo un esfuerzo, Charlotte empezó a incorporarse. Niclas pareció despertar también de su letargo y dio un paso solícito para ayudarla, pero ella rechazó su brazo con brusquedad y le tendió el suyo a Erica.

—¿Estás segura de que tienes fuerzas para estar sentada? ¿No deberías seguir tumbada y descansar un poco más? —sugirió Erica angustiada.

Charlotte negó sin decir nada. Aún balbuciente, logró reunir fuerzas para decir.

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