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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (44 page)

BOOK: Las hijas del frío
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—¡Vaya, cómo lo ha puesto! Tendría que haberle avisado o al menos haberle dado un impermeable. Lo siento.

—No importa —la tranquilizó Patrik mientras, sonriente, se limpiaba la papilla que se le había pegado a las pestañas—. La mía sólo tiene dos meses, así que me viene bien probar lo que me espera dentro de poco.

—Sí, pues pruebe todo lo que quiera —lo animó Mia al tiempo que volvía a sentarse; dejó que Patrik siguiera dando de comer al pequeño—. Bueno, aquí está el jersey —añadió poniéndolo sobre la mesa.

Patrik lo miró. La parte delantera estaba completamente negra y sucia.

—Me gustaría llevármelo. ¿Es posible?

—Sí, claro. De todos modos, yo había pensado tirarlo. Se lo pondré en una bolsa.

Patrik cogió la bolsa que ella le ofrecía y se puso de pie.

—Si recuerda algo más, llámenos, por favor —le rogó al tiempo que le daba su tarjeta.

—Lo haré. Pero le aseguro que no entiendo por qué alguien haría una cosa así. ¿Y qué utilidad cree que puede tener para ustedes el jersey?

Él respondió meneando la cabeza, pues no podía revelarle por qué le interesaba. Aún no se había difundido la noticia de la ceniza hallada en el cadáver de Sara. Miró a Liam de reojo. Gracias a Dios, en este caso la cosa no había ido tan lejos. La cuestión era si tenía esa intención o si la persona que hizo aquello se vio interrumpida por alguna circunstancia imprevista. Antes de que analizasen el jersey, ni siquiera podían asegurar que pudiese vincularse a la muerte de Sara, aunque él estaba dispuesto a apostar que así era. Aquello no podía ser pura coincidencia.

Ya en el coche, se llevó la mano al bolsillo en busca del móvil. No había recibido noticias del equipo que había hecho el registro en casa de Kaj el día anterior y le resultó un tanto extraño. Como había tenido la cabeza ocupada en mil asuntos, no había reaccionado antes, pero ahora se preguntaba por qué no lo habían llamado para informarlo. Al ver el móvil, lanzó una maldición: en efecto, lo había apagado para interrogar a Kaj y después se olvidó de volver a encenderlo. El icono de los mensajes parpadeaba insistente, indicándole que tenía uno en el contestador. Llamó al buzón de voz y escuchó expectante lo que le decía el colega. Con un destello de triunfo en la mirada, cerró la tapa del teléfono y se lo guardó en el bolsillo.

Patrik había vuelto a elegir la cocina como lugar de reunión. Era la estancia más amplia de la comisaría y, además, tenía la sensación de que la proximidad al café recién hecho surtiría un efecto beneficioso en aquella situación. Annika había ido a la pastelería que había en la misma calle, más abajo, y volvió con una gran bolsa llena de dulces de avellana, bizcocho de moca y bolas de coco. No hubo que insistirle a nadie para que los probara y, cuando Patrik se colocó ante la pizarra, todos ingerían algún bocado de gran aporte calórico.

Se aclaró la garganta antes de comenzar.

—Ya sabéis que el día de ayer fue bastante movido.

Gösta asintió y echó mano de otro dulce de avellana. Sin embargo, iba segundo tras Mellberg, que ya llevaba tres y no parecía reacio a abordar el cuarto. Ernst estaba algo apartado y todos evitaban mirarlo a la cara. Desde su descomunal metedura de pata, parecía pesar sobre él la sombra del juicio final y nadie sabía cuándo caería la guillotina. En cualquier caso, ese tipo de cosas tendría que esperar mientras se encontrasen en la fase más intensa de la investigación. Sin embargo, todos, Ernst incluido, sabían que, una vez superado ese estadio, sólo era cuestión de tiempo.

Todas las miradas estaban centradas en Patrik, que prosiguió con su exposición.

—Había pensado sintetizar lo que tenemos hasta el momento. Seguramente ya conocéis la mayor parte de los datos, pero puede ser útil tener una idea general y completa de dónde nos encontramos.

Volvió a aclararse la garganta, tomó un rotulador y empezó a escribir y a trazar líneas mientras hablaba.

—En primer lugar, tuvimos aquí a Niclas, el padre de la víctima, para hacerle algunas preguntas sobre su coartada. Seguimos sin saber dónde se encontraba el lunes por la mañana y la cuestión es por qué se inventó la coartada. Asimismo tenemos la sospecha de maltrato infantil, que se basa en la información sobre las lesiones sufridas por su hijo Albin. Y cabe preguntarse si Sara también sufrió malos tratos que culminaron en asesinato.

Dibujó un punto en la pizarra, escribió «Niclas» y trazó una línea entre «coartada» y «sospecha de malos tratos». Hecho esto, se dirigió de nuevo a sus colegas.

—Por otro lado, la amiga de Sara, Frida, vino ayer con su madre y nos contó que alguien a quien ella llamaba «un señor malo» asustó muchísimo a la víctima justo el día anterior a su muerte. El tipo la amenazó y, entre otras cosas, la llamó «fruta de Gavie». ¿A alguien se le ocurre qué puede significar?

Patrik miró inquisitivo a los reunidos, pero nadie respondió. Todos parecían esforzarse por entender qué podía significar tan extraña expresión.

Annika los miró, meneó la cabeza como lamentando su torpeza y explicó:

—El individuo seguramente dijo «fruto del Diablo».

Todos la miraron como diciendo: «Claro, ¿cómo no hemos caído antes?».

—¡Por supuesto! —exclamó Patrik irritado por su propia necedad. Ahora que lo había dicho Annika, resultaba evidente—. Desde luego, suena a fanatismo religioso. Y Frida dijo que el hombre era muy mayor, con el cabello gris. Martin, ¿podrías preguntarle a la madre de Sara si encaja con la descripción de alguien que conozcan?

Martin asintió.

—Ayer también recibimos una denuncia muy interesante. Una chica deja el carricoche con el niño dormido detrás de la tienda Järnboden y entra a comprar. Cuando sale, el niño está llorando a lágrima viva y el interior del carro está lleno de una sustancia negra que también había en la boca del pequeño. Al parecer, alguien había intentado obligarlo a que se la tragara. Esta mañana fui a hablar con la madre y me traje el jersey que tenía puesto. Toda la parte delantera está llena de lo que muy bien podrían ser cenizas.

Un denso silencio se hizo en torno a la mesa. Nadie masticaba, nadie sorbía café. Patrik continuó:

—Ya lo he enviado para que lo analicen y algo me dice que se trata de la misma ceniza que encontraron en el estómago de Sara. Tenemos la hora, bastante exacta, de este ataque, así que podría ser útil comprobar algunas coartadas. Gösta, tú y yo nos encargaremos de ello.

Gösta asintió antes de coger con el índice las últimas migajas de las bolas de coco que quedaban en el plato.

La pizarra estaba llena de notas y puntos, y Patrik se detuvo un instante con el rotulador en la mano. Luego dibujó un punto más junto al cual escribió «Kaj». Era evidente que había llegado a lo que él consideraba lo más importante.

—Tras una llamada de los colegas de Gotemburgo, nos enteramos de que el nombre de Kaj Wiberg ha aparecido en una investigación sobre una red de pederastas.

Todos se esforzaban con ahínco en no mirar a Ernst, que, por su parte, se retorcía en la silla.

—Lo llamamos a interrogatorio ayer y, además, efectuamos un registro en su domicilio con el apoyo logístico de los colegas de Uddevalla. El interrogatorio no dio ningún fruto concreto, pero lo contamos como la primera de la serie de conversaciones que mantendremos con Kaj. Además, a partir del material que nos llegue de Gotemburgo, tendremos ocasión de comprobar si podemos identificar a alguna víctima local. Kaj ha sido, durante muchos años, un personaje muy implicado en las actividades juveniles de Fjällbacka, de modo que no es demasiado rebuscado pensar que se hayan producido abusos en ese ámbito.

—¿Hay algo que lo vincule con el asesinato de Sara? —preguntó Gösta.

—Ahora mismo llegamos a ese punto —respondió Patrik en un tono evasivo.

Eso le valió una mirada desconcertada de Martin. En efecto, durante el interrogatorio no consiguieron ninguna información que apoyase esa tesis

—El registro domiciliario puede habernos proporcionado el primer gran avance en la investigación.

La tensión creció sensiblemente y Patrik no pudo sustraerse a la tentación de prolongar el golpe de efecto. Al cabo de unos segundos, explicó:

—Ayer, en el registro efectuado en casa de Kaj, encontraron la cazadora de Sara.

Todos contuvieron la respiración.

—¿Dónde? —quiso saber Martin, algo resentido porque Patrik no se lo había comunicado antes.

—Exactamente no fue en la casa, sino en la cabaña, donde vive su hijo Morgan.

—¡Demonios! —exclamó Gösta—. Habría apostado el cuello. Sabía que ese locatis estaba involucrado. Ese tipo de gente…

Patrik lo interrumpió.

—Admito que es una circunstancia agravante, pero no quisiera que nos obcecáramos con ella en este momento. Por un lado, no sabemos si fue el padre o el hijo quien la dejó allí. Kaj podría haberla escondido en la cabaña de Morgan. Por otro, quedan demasiados puntos por aclarar y de los que no podemos prescindir. Por ejemplo, la tentativa de Niclas de hacerse con una coartada. O sea que debemos seguir trabajando sobre todos —y subrayó la palabra «todos»— los aspectos que he expuesto en la pizarra. ¿Alguna pregunta?

Mellberg hizo oír su voz.

—Tiene muy buena pinta, Hedström. Buen trabajo. Y, por supuesto, compruebe todo lo que ha ido anotando en la pizarra —advirtió señalando con desgana su bosquejo—, pero yo me inclino a pensar como Gösta. Ese Morgan no parece de fiar, así que, si yo fuera usted —observó histriónico, con una mano en el pecho—, haría todo lo posible por pillarlo. Aunque, claro, usted es el responsable de la investigación, así que es quien decide —concluyó.

A nadie le cupo la menor duda de que, en el fondo, lo que pensaba era que Patrik debería seguir su consejo.

Éste no respondió y Mellberg interpretó su silencio como indicio claro de que su mensaje había sido transmitido con éxito. El comisario jefe asintió satisfecho. La resolución del caso era sólo cuestión de tiempo.

Patrik entró resuelto en su despacho dispuesto a encargarse de las tareas del día. El pesado del comisario podía pensar lo que quisiera, pero él no iba a bailar a su son. Cierto que el hallazgo de la cazadora de Sara en la cabaña de Morgan también lo había movido a sacar conclusiones; pero algo, el instinto, la experiencia o simplemente la desconfianza, lo hacían pensar que las cosas no eran lo que parecían.

Capítulo 24

Fjällbacka, 1928

De espaldas a la costa sueca, cerró los ojos y sintió el viento en los párpados. Así era, pues, el sentimiento de libertad.

El barco zarpo hacia América desde Gotemburgo a la hora prevista y el muelle estaba lleno de gente que, con tanta esperanza como tristeza, había acudido a despedir a sus familiares. No sabían si volverían a verse. América estaba tan lejos, era un continente tan remoto, que la mayoría de los que viajaban hasta allí no regresaban jamás y sólo mandaban noticias por carta.

Pero nadie fue a despedirse de Agnes. Exactamente lo que ella quería. Abandonó tras de sí todo lo anterior y partió hacia una nueva vida. Además, con el cheque de su padre en el bolsillo y un buen camarote en primera clase, sintió que por primera vez en mucho tiempo estaba en el buen camino.

Por un instante, su mente la llevó a pensar en Anders y los niños. La iglesia estaba a rebosar durante el funeral y los sollozos llenaron el templo como un coro lastimero. Ella, en cambio, no lloró. Protegida por el velo del sombrero, contempló los tres ataúdes expuestos en el coro. Uno grande, dos pequeños blancos, con montones de flores y coronas alrededor. La más grande era de su padre. Ella le había prohibido asistir.

No hubo mucho que depositar en los ataúdes. El fuego lo había aniquilado todo, de modo que los féretros sólo contenían un exiguo vestigio de los cuerpos. Dado el estado de los restos mortales, el sacerdote había propuesto que se los enterrase en urnas, pero Agnes prefirió ataúdes. Tres ataúdes que ocultar bajo tierra.

Varios de los compañeros de trabajo de Anders tallaron la lápida. Una para los tres, con sus nombres bellamente grabados.

Fueron las únicas víctimas del incendio. Por lo demás, sólo hubo daños materiales, aunque muy graves. Toda la parte inferior de Fjällbacka, la más próxima al mar, había quedado carbonizada. No quedaba una casa en pie y, donde antes hubo muelles, no se veían ya más que maderos ennegrecidos flotando en el agua. Sin embargo, casi nadie se lamentó de la pérdida de su hogar. Cada vez que sentían deseos de llorar por lo que habían perdido, pensaban en Agnes y lo que el incendio le había arrebatado. Como un solo hombre, todos acudieron al entierro y, al evocar la imagen de los dos pequeños de cabellera rubia caminando de la mano de su padre, se les partía el corazón.

Su madre, en cambio, no derramó una lágrima. Una vez terminado el entierro, ella se retiró a su morada provisional a embalar lo poco que le habían dado. Beneficencia. El hecho de verse obligada a aceptar limosna le provocaba tal repulsión que le escocía la piel, pero jamás volvería a verse en esa necesidad.

En efecto, nadie que la viese ahora en la cubierta superior del barco pensaría que, hasta hacía unas horas, había vivido en la pobreza. Se apresuró a hacerse con nuevas ropas y el equipaje era el más elegante que se podía comprar. Acarició con fruición la sedosa tela de su vestido ¡Qué diferencia en comparación con las ropas desgastadas y descoloridas que le había tocado llevar durante cuatro años!

Lo único que le quedaba de su vida anterior iba en una caja de madera pintada de azul que había colocado con sumo cuidado en el fondo del baúl. Lo más importante no era la caja en sí, sino su contenido. La noche anterior a su partida salió a hurtadillas para llenarla. El contenido tenía que recordarle algo: jamás debía permitir que nadie se interpusiese en su camino para alcanzar la existencia que merecía. Había cometido el error de confiar en un hombre y le había costado cuatro años de su vida. Ninguno volvería a traicionarla como su padre. Y ella se encargaría de que lo pagase caro. La soledad era el precio más alto, pero también pensaba lograr que el dinero de August fuese a parar a su bolsillo. Se lo había ganado a pulso. Además, sabía perfectamente qué hilos manipular para mantener vivos sus remordimientos. Los hombres eran tan fáciles de manejar.

Un carraspeo la arrancó de su cavilar de forma tan abrupta que dio un respingo

—¡Oh, lo siento! Espero no haberla asustado, señora.

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