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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (25 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Algunos salmos sí que cantarían, después de todo, y Arne se encargó de fijar los números con minuciosa pulcritud en el tablón que había a la derecha del coro. Una vez expuestas todas las cifras, dio un paso atrás para cerciorarse de que estaban derechas. Para él era una cuestión de honor que todo estuviese perfecto hasta en el mínimo detalle.

¡Mira que si pudiera poner el mismo orden entre las personas..! ¡Cómo mejorarían las cosas! Si en lugar de inventar tonterías le prestasen atención a él… Todo estaba en la Biblia, todo descrito hasta el menor detalle, sólo había que tomarse la molestia de leerlo.

La amargura de haber dejado pasar la oportunidad de ser sacerdote lo invadió con toda su crueldad. Tras mirar a su alrededor y comprobar que estaba solo, abrió la reja del coro y, lleno de veneración, se acercó al altar. Alzó la vista para contemplar el cuerpo herido y demacrado de Jesús en la cruz. Aquello era la vida: ver la sangre que manaba de las heridas de Cristo, observar cómo se le clavaban las espinas en la cabeza e inclinarse con respeto ante aquel espectáculo. Se dio la vuelta y dirigió la vista hacia los bancos vacíos. En su imaginación, los llenó de gente, sus fieles, sus oyentes. A modo de prueba, alzó las manos y oyó el eco de su débil voz en una de las réplicas de la liturgia: «Que el Señor os ilumine con su semblante…».

Vio a la gente imbuida de sus palabras. Vio cómo recibían la bendición en sus corazones y lo miraban con veneración. Arne bajó las manos despacio y echó una ojeada al púlpito. Nunca había osado subir allí, pero hoy se sentía como si el Espíritu Santo le llenase el alma. Si su padre no se hubiese opuesto a su vocación, habría podido subir al pulpito con el pleno derecho de un sacerdote; habría subido al lugar desde el que, elevado sobre las cabezas de los fieles, habría predicado la palabra de Dios.

Dio unos pasos hacia el púlpito, pero, al poner el pie en el primer escalón, oyó abrirse la pesada puerta de la iglesia. Retiró el pie enseguida y volvió a sus tareas. La amargura le corroía el pecho como un ácido.

La tienda sólo estaba abierta durante los meses de verano o para fiestas importantes, de modo que fueron a buscar a Jeanette al trabajo del que vivía los otros nueve meses del año. Era camarera en uno de los restaurantes de Grebbestad que servían almuerzos en invierno y Patrik notó que le crujía el estómago nada más entrar. No obstante, aún era algo temprano para comer, de modo que no había clientes en el restaurante, sólo una joven que iba preparando las mesas con mucha calma.

—¿Jeanette Lind?

La muchacha alzó la vista y contestó:

—Sí, soy yo.

—Patrik Hedström y Ernst Lundgren, de la comisaría de policía de Tanumshede. Quisiéramos hacerle unas preguntas, si puede ser.

La joven asintió y bajó la mirada. Por poca capacidad de deducción que tuviese, no le costó suponer qué quería la policía.

—¿Desean un café? —preguntó.

Tanto Patrik como Ernst asintieron agradecidos.

Patrik la observó mientras ella se alejaba hacia la cafetera. Reconocía perfectamente el tipo. Menuda, morena y de generosas caderas; grandes ojos castaños y una frondosa melena que le caía por debajo de los hombros. Seguramente, la chica más bonita de su clase e incluso la más bonita de su curso en toda la escuela. Muy conocida y siempre en compañía de los chicos más mayores y más guays. Pero, por lo general, con los estudios también terminaba su estrellato. Aun así, solían quedarse en el pueblo, conscientes de que allí, al menos, conservarían cierto estatus mientras que en las grandes ciudades cercanas resultarían simples en comparación con las auténticas hordas de chicas guapas que había. Calculó que Jeanette era bastante más joven que él y, por tanto, también mucho más joven que Niclas. Veinticinco, quizá, o poco menos.

Les sirvió sendas tazas de café y echó hacia atrás la melena al sentarse a la mesa. Seguro que en su adolescencia practicó ese movimiento ante el espejo cientos de veces Patrik se vio obligado a admitir que lo reproducía a la perfección.

—Shoot, disparen, o como digan en las películas americanas —dijo con media sonrisa, entrecerrando levemente los ojos cuando centró su mirada en Patrik.

Muy a su pesar, tuvo que reconocer que comprendía qué había podido ver Niclas en ella. Él también había dedicado años a suspirar por las chicas más bonitas de la escuela. Genio y figura. Aunque, claro, Patrik jamás tuvo la menor oportunidad. Era delgado, larguirucho y con buenas notas; terminó clasificándose entre los mediocres y admirando a distancia a los chicos duros que se saltaban las clases de matemáticas para irse al rincón de los fumadores con un cigarrillo en la comisura de los labios. Claro que a muchos de ellos los había conocido después más a fondo, en el ejercicio de su profesión. Algunos podían considerar como su segunda casa el calabozo para borrachos de la comisaría.

—Acabamos de hablar con Niclas Klinga y… —Patrik no sabía cómo decirlo—… salió a relucir su nombre.

—Vaya, ¿no me diga? —respondió Jeanette sin el menor rubor por el contexto en que sabía se la habría mencionado

La joven observaba a Patrik con total tranquilidad, a la espera de que continuase con sus preguntas

Ernst seguía sentado y en silencio como de costumbre, bebiendo a sorbitos el café caliente. Las miradas que le lanzaba a Jeanette no eran propias de alguien que pudiera ser su padre. Patrik le clavó los ojos, irritado, y tuvo que contenerse para no darle una patada en la espinilla por debajo de la mesa.

—Sí, según él, ustedes estuvieron juntos el lunes por la mañana, ¿es eso cierto?

Antes de asentir, la joven volvió a sacudir su cabellera con ese deje suyo tan profesional.

—Sí, así es. Estuvimos en mi casa. Yo libraba el lunes

—¿A qué hora llegó Niclas a su casa?

Jeanette se miró las uñas mientras reflexionaba. Las llevaba largas y muy cuidadas, y a Patrik le sorprendió que pudiese trabajar con ellas.

—En torno a las nueve y media, diría. No, espere, ahora que lo pienso estoy segura, porque yo había puesto el despertador a las nueve y cuarto, y cuando Niclas llegó, estaba en la ducha.

La joven soltó una risita y Patrik empezó a sentir cierto desprecio por ella. El veía ante sí a Charlotte, a Sara y a Albin, pero estaba claro que a Jeanette eso no le preocupaba.

—¿Cuándo se marchó?

—Almorzamos a las doce y él tenía que estar en el centro médico a la una, así que se iría unos veinte minutos antes, supongo. Yo vivo en Kullen, de modo que tiene el trabajo cerca —explicó con otra risita.

En esta ocasión, Patrik tuvo que contenerse de verdad para que el desprecio no le aflorase a la cara. Ernst, en cambio, no parecía tener ese tipo de objeciones que oponer a la muchacha. Su mirada se volvía cada vez más cálida.

—¿Y estuvo en su casa todo el tiempo? ¿No salió a hacer ningún recado?

—No —respondió ella con calma—. No fue a ninguna parte, se lo aseguro.

Patrik miró a Ernst y le preguntó:

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?

Ernst respondió con un gesto y Patrik se guardó el bloc.

—Seguramente volveremos a hacerle más preguntas, pero por ahora eso es todo.

—Bueno, espero haber sido de ayuda —dijo Jeanette al tiempo que se levantaba.

Durante la conversación, no mencionó siquiera el hecho de que la hija de su amante hubiese muerto, que alguien hubiese matado a una niña mientras que ella se acostaba con su padre… Su falta de empatía era espantosa.

—Sí, descuide —respondió Patrik mientras se ponía la cazadora que había colgado en el respaldo de la silla.

Cuando salían por la puerta, vio que la joven volvía a la tarea de preparar las mesas. Lo hacía tarareando una cancioncilla, pero Patrik no pudo oír cuál.

Iba de un lado a otro, como sin rumbo, por la planta baja en la que llevaban meses viviendo. El dolor en el pecho la llenaba de desasosiego y la obligaba a mantenerse en constante movimiento. Sentía remordimientos por no ser capaz de encargarse de Albin; se lo dejaba a su madre la mayor parte del tiempo. Pero en medio de tanto dolor, no había espacio para él. En la sonrisa y en los ojos azules del pequeño, Charlotte sólo veía a Sara. Se parecía tanto a su hermana cuando ella tenía su edad, que le dolía mirarlo. También le dolía ver hasta qué punto Albin era un niño angustiado y temeroso. Era como si Sara hubiese absorbido toda la energía que debería haberse repartido entre los dos hermanos y no le hubiese dejado nada a Albin. Pero Charlotte sabía que no era ésa la causa. El secreto le socavaba el pecho, pero tenía la esperanza de poder reparar los errores.

Charlotte lamentaba haberle revelado a Erica sus inquietudes el día anterior. Niclas y ella deberían estar unidos y su desconfianza lo empeoraba todo. Sabía que él también sufría y, si lo sucedido no los hacía buscarse el uno al otro, no les quedaba ninguna esperanza.

Desde que salió del sopor de los medicamentos, esperaba que Niclas se convirtiera en el que ella siempre supo que podía ser: tierno, solícito y cariñoso. Había visto atisbos de esos rasgos en él y por ellos lo amaba. En estos momentos, nada deseaba más que poder recostar la cabeza en su hombro, que él fuese el fuerte de los dos. Sin embargo, no había sido así hasta ahora. Niclas se había encerrado en sí mismo, volvió al trabajo en cuanto pudo y la dejó allí, sola, entre los despojos de su vida en común.

Su pie se topó con algo. Charlotte fue a agacharse para recogerlo, pero se quedó a medio camino. Le había pedido a Niclas que retirase de su vista todas las cosas de Sara y él dedicó una mañana entera a guardarlo todo en cajas que luego llevó al desván. Pero se le quedó atrás un juguete. Su viejo osito de peluche estaba medio oculto debajo de la cama y con él había tropezado el pie de Charlotte. Lo cogió despacio y se vio obligada a sentarse en el borde de la cama, pues todo empezó a darle vueltas. Notó la aspereza del peluche en sus manos; Sara se había negado a que lo lavaran y parecía que hubiese participado en una pelea callejera. Además, tenía un olor muy extraño, seguramente el mismo que Sara no quería que se malograse en la lavadora al ser sustituido por el perfume de Ariel. Le faltaba un ojo y Charlotte empezó a tironear de las hilachas que quedaban en su lugar. Hacía dos horas que no lloraba, el período más largo hasta aquel momento desde que la policía le trajo la noticia de la muerte de Sara. Pero ahora el llanto empezaba a agolparse de nuevo en su pecho. Charlotte se abrazó al osito y se tumbó en la cama. Entonces, las lágrimas pudieron con ella.

—Milagro de milagros —dijo Pedersen al teléfono—. Por primera vez en la historia mundial, hemos obtenido el resultado de un análisis antes de la fecha indicada.

—Espera que aparque a un lado —le respondió Patrik buscando un lugar apropiado.

Ernst le señaló un estrecho sendero en el bosque que tenían a la derecha y Patrik pensó que los sacaría del apuro.

—Ya está, ya he dejado de constituir un peligro para el tráfico. ¿Y bien? ¿Qué dicen las pruebas? —preguntó sin abrigar la menor esperanza.

Lo más probable era que hubiesen averiguado lo que Sara había desayunado aquel día y, en cuanto al agua de los pulmones, él había estado investigando por su cuenta y constató con horror que no parecía haber muchas posibilidades de comprobar la marca de los restos de jabón. Pedersen se lo confirmó enseguida.

—El agua, como ya os dije, es agua del grifo y la proporción que presenta de diversas sustancias pone fuera de toda duda que se trata de agua de la zona de Fjällbacka. Por desgracia, no hemos podido relacionar los restos de jabón con ninguna marca específica.

—Bueno, pues eso no es mucho con lo que seguir avanzando —suspiró Patrik abatido, con la sensación de que el caso se le escapaba de las manos.

—No, al menos no con lo que encontramos en los pulmones —observó Pedersen en tono misterioso.

Patrik se irguió en el asiento.

—¿Tienes alguna otra cosa? —le preguntó conteniendo la respiración mientras aguardaba la respuesta.

—Sí, aunque no sé lo que significa —respondió el forense—. Los análisis del contenido del estómago confirman lo que la familia dijo que había desayunado, pero… —Pedersen hizo aquí una pausa durante la cual Patrik estuvo a punto de gritar de impaciencia—, había algo más. Parece que la niña ingirió ceniza.

—¿Ceniza? —preguntó Patrik como pasmado.

—Sí —respondió Pedersen—. Y después de encontrarla en el estómago, el laboratorio hizo un nuevo test del agua de los pulmones y también encontraron pequeñísimas porciones de ceniza que no habían detectado en el primer análisis.

—¿Cómo demonios llegó a ingerir ceniza?

Patrik vio por el rabillo del ojo que Ernst daba un respingo y se lo quedaba mirando fijamente.

—Eso no podemos saberlo con seguridad, pero después de revisar los datos y el informe de la autopsia, mi teoría es que alguien la obligó a comer ceniza, porque también encontramos pequeñas cantidades en la boca y en el esófago, aunque la mayor parte se debió de disolver en el agua.

Patrik no decía una palabra, pero mil ideas le bullían en la cabeza. ¿Por qué iba alguien a obligar a la niña a comer ceniza? Intentó concentrarse y pensar en todo lo que debería preguntarle a Pedersen.

—Y la ceniza de los pulmones, ¿cómo llegó allí si la obligaron a tragársela?

—Una vez más sólo son teorías mías, pero, por un lado, la ceniza pudo irse por el conducto equivocado cuando la obligaron a tragársela, y, por otro, si ya estaba en la bañera cuando se la hicieron comer, parte de la ceniza pudo caer al agua en la que luego la ahogaron y así fue a parar a los pulmones.

Patrik evocó la escena en su imaginación con claridad aterradora. Sara en una bañera y una figura desconocida, amenazadora, que la obligaba a meterse en la boca un puñado de ceniza antes de taparle la boca y la nariz con las manos para que se la tragase. Las mismas manos que después le hundieron la cabeza en el agua hasta que dejaron de subir burbujas a la superficie y todo quedó en silencio.

Un crujido procedente del bosque junto al que se habían detenido rompió el denso silencio. Patrik le preguntó a Pedersen en voz baja:

—¿Nos enviarás todo eso por fax?

—Ya está enviado. Y el laboratorio seguirá analizando la ceniza para ver si pueden encontrar algo interesante. Pero no querían esperar a obtener esos resultados porque pensaron que era mejor que tuviésemos esta información cuanto antes.

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