Las hormigas (27 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

BOOK: Las hormigas
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La 103.683 se dice que esos animales ocultos en sus conchas han vivido siempre con facilidad, ramoneando hierbas inmóviles. Nunca han tenido que pelear, ni cazar, ni huir. Nunca han tenido que enfrentarse con la vida. Y, así, nunca han evolucionado.

Siente el capricho de forzarles a salir de sus conchas, para demostrarles que no son invulnerables. Precisamente, dos de los cinco caracoles consideran que el peligro ha pasado. Hacen entonces que los cuerpos abandonen su resguardo para desahogar la tensión nerviosa.

Se unen, y se estrechan vientre contra vientre. Baba con baba, quedan soldados en un beso pegajoso que les recorre todo el cuerpo. Sus sexos se rozan.

Y ocurren ciertas cosas entre ellos.

Ocurren muy despacio.

El caracol de la derecha ha hundido su pene formado por una punta calcárea en la vagina llena de huevos del caracol de la izquierda. Pero éste no ha llegado aún al éxtasis y ya desvela a su vez un pene en erección, que hunde en su pareja.

Los dos experimentan el placer de penetrar y ser penetrados simultáneamente. Equipados con una vagina por debajo de un pene, pueden experimentar paralelamente las sensaciones de los dos sexos.

El caracol de la derecha siente el primer orgasmo masculino. Se estremece y se tensa, con el cuerpo recorrido por la electricidad. Los cuatro cuernos oculares de los hermafroditas se entrelazan. La baba se convierte en espuma, y luego en burbujas. Es una danza muy apretada, y de una sensualidad exacerbada por la lentitud de los gestos.

El caracol de la derecha yergue los cuernos. Experimenta a su vez un orgasmo masculino. Pero apenas ha acabado de eyacular cuando su cuerpo le procura una segunda oleada de voluptuosidad, esta vez vaginal. El caracol de la derecha experimenta a su vez el goce femenino.

Entonces, sus cuernos se inclinan abajo, sus flechas amorosas se contraen, sus vaginas se cierran… Tras completar este acto, los amantes se convierten en imanes con idéntica polaridad. Se produce la repulsión. Un fenómeno tan viejo como el mundo. Las dos máquinas de recibir y dar se alejan lentamente, con sus huevos fertilizados por los espermatozoides de la pareja.

Mientras 103.683 se queda como idiotizada, aún bajo la impresión de la belleza del espectáculo, la 4.000 se lanza al asalto de uno de los caracoles. Quiere aprovechar la fatiga poscoital para desventrar al animal más grande. Pero es demasiado tarde, ya que se han introducido otra vez en sus conchas.

La vieja exploradora no renuncia por eso. Sabe que acabarán saliendo otra vez. Se mantiene un buen rato al acecho; y, finalmente, un ojo tímido y luego un cuerno completo se deslizan fuera de la concha. El gasterópodo sale a ver cómo está el mundo alrededor de su pequeña vida.

Cuando aparece el segundo cuerno, la 4.000 se abalanza y muerde el ojo con toda la fuerza de sus mandíbulas. Quiere seccionarlo, pero el molusco se contrae, llevándose a la vez a la exploradora al interior de su concha.

¿Cómo salvarla ahora?

La 103.683 piensa. Y una idea brota de uno de sus tres cerebros. Coge una piedra con las mandíbulas y empieza a golpear la concha con todas sus fuerzas. Ha inventado el martillo, sí, pero la concha del caracol no es de madera blanda. Los golpes sólo sirven para hacer música. Hay que buscar otra cosa.

Éste es un gran día, porque la hormiga descubre ahora la palanca. Coge una ramita sólida, un granito de arena le sirve de fulcro, y empuja a continuación con todo su cuerpo para darle la vuelta al pesado animal. Ha de volver a intentarlo muchas veces. Y, finalmente, la concha vacila adelante y atrás, y luego gira.

La 103.683 trepa por las circunvoluciones, se inclina sobre el pozo que forma la concha, y se deja caer al encuentro del molusco. Tras un prolongado deslizamiento, su caída queda amortiguada por una materia oscura y gelatinosa. Sintiendo el asco que le da verse rodeada por toda esa baba, empieza a desgarrar los blandos tejidos. No puede utilizar el ácido, porque podría fundirse a sí misma.

Nuevos líquidos se mezclan entonces con la baba. Es la sangre transparente del caracol. El animal enloquecido tiene un espasmo, que proyecta a las dos hormigas fuera de su concha.

Las dos, indemnes, se acarician prolongadamente las antenas.

El caracol agonizante quisiera huir, pero pierde sus vísceras en el camino. Las dos hormigas le alcanzan y acaban con él con facilidad. Horrorizados, los otros cuatro gasterópodos, que han sacado sus cuernos-ojos para seguir la escena, se retraen hasta lo más profundo de sus conchas y ya no se moverán en todo el día.

La 103.683 y la 4.000 se atiborran de caracol esa mañana.

Lo cortan en lonjas y lo comen en forma de tibio bistec chorreante de baba. Incluso encuentran la bolsa vaginal llena de huevos. ¡Caviar de caracol! Uno de los platos favoritos de las hormigas rojas, preciosa fuente de vitaminas, grasas, azúcares y proteínas…

Con el buche social lleno hasta los bordes, inundadas de energía solar, vuelven a caminar a buen paso hacia el sudeste.

Análisis de las feromonas (Experimento trigésimo cuarto):
He conseguido identificar algunas de las moléculas de comunicación de las hormigas utilizando un espectrómetro de masas y un cromatógrafo. He podido así realizar un análisis químico de una comunicación entre un macho y una obrera, interceptada a las 10 de la noche. El macho ha encontrado un poco de miga de pan. Y he aquí lo que ha emitido:


Metil-6.


Metil-4 hexanona-3. (2 emisiones).


Cetona.


Octanona-3.

Y luego otra vez:


Cetona.


Octanona-3. (2 emisiones).

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

En el camino encuentran otros caracoles. Todos ellos se esconden como si se hubiesen pasado las contraseñas: «Estas hormigas son peligrosas». Sin embargo, hay uno que no se esconde. Incluso muestra todo su cuerpo.

Las dos hormigas se acercan, intrigadas. El animal ha quedado completamente aplastado por algo muy pesado. Su concha está destrozada. Su cuerpo ha estallado y ha quedado esparcido en una amplia superficie.

La 103.683 piensa de inmediato en el arma secreta de las termitas. Ya deben de estar cerca de la ciudad enemiga. Examina el cadáver desde más cerca. El golpe ha sido seco, tremendo. No resulta sorprendente que con semejante arma hayan conseguido aplastar el puesto avanzado de La-chola-kan…

La 103.683 está decidida. Hay que entrar en la ciudad termita y comprender su arma, o mejor robarla. ¡Si no toda la Federación podría ser pulverizada!

Pero de repente se levanta un fuerte viento. No les da tiempo a agarrarse al suelo con las patas. La tempestad las aspira hacia el cielo. La 103.683 y la 4.000 carecen de alas… Pero aún así no dejan de volar.

Unas horas después, cuando el equipo de superficie se encuentra ya bastante amodorrado, el comunicador crepita otra vez.

—¡Señora Doumeng! ¡Señora Doumeng! Ya está. Hemos llegado abajo.

—¿Sí? Y ¿qué ven?

—Es un callejón sin salida. Hay una pared de cemento y acero que ha sido construida en fecha muy reciente. Parece que la cosa acaba aquí… Y hay otra inscripción.

—¡Léala!


¿Cómo se forman cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?

—¿Eso es todo?

—No. Hay unos botones con letras, seguramente para componer la respuesta.

—¿No hay ningún corredor a un lado u otro?

—Nada.

—¿Tampoco ve usted los cadáveres de los otros?

—No. Nada… Bien… hay huellas de pasos. Como si un montón de zapatos hubiesen estado pisoteando el suelo justo delante de la pared.

—¿Qué hacemos? —susurró un policía. ¿Volvemos arriba?

Bilsheim examinó el obstáculo con atención. Todos esos símbolos, todas esas planchas de acero y cemento, ocultaban algún mecanismo. Y en cuanto a los otros, ¿dónde irían a parar?

A su espalda, los policías se sentaban en los escalones. Él se concentró en los botones. Habría que manipular en un orden preciso todas esas letras. Jonathan Wells era cerrajero, y habría reproducido los sistemas de seguridad de las partes de los edificios. Había que encontrar el código.

Se volvió hacia sus hombres.

—¿Tenéis cerillas, muchachos?

En el comunicador, la voz se impacientó.

—Comisario Bilsheim, ¿qué está usted haciendo?

—Si de verdad quiere ayudarnos, intente formar cuatro triángulos con seis cerillas. Y cuando encuentre la solución vuelva a llamarme.

—¿Se está burlando de mí, Bilsheim?

La tempestad acabó por amainar. En pocos segundos, el viento amaina. Hojas, polvo, insectos quedan de nuevo sometidos a la ley de la gravedad y vuelven a caer según sus pesos respectivos.

La 103.683 y la 4.000 han vuelto al suelo a unas decenas de cabezas la una de la otra. Se reúnen, sin una sola herida, y examinan el lugar. Es una región pedregosa que no se parece en nada al paisaje que han dejado. Aquí no hay ni un árbol, sólo algunas hierbas silvestres dispersas a merced del viento. No saben dónde están…

Cuando mal que bien recuperan sus fuerzas para abandonar ese siniestro lugar, el cielo decide manifestar de nuevo su poder. Las nubes se apelmazan, se vuelven negras. Un estallido hiende los aires liberando toda la tensión eléctrica que había acumulado.

Todos los animales han comprendido este mensaje de la Naturaleza. Las ranas se lanzan al agua, las moscas se esconden debajo de las piedras, los pájaros vuelan bajo.

Empieza a caer la lluvia. Las dos hormigas han de encontrar cuanto antes dónde guarecerse. Cada gota que cae puede ser mortal. Se apresuran hacia una eminencia que se recorta a lo lejos, sea árbol o piedra.

Poco a poco, a través de las pesadas gotas y las brumas a ras del suelo, la forma se va dibujando con más nitidez. No es ni una roca ni un arbusto. Es una verdadera catedral de tierra, y las cimas de sus numerosas torres se pierden entre las nubes.

¡Es una termitera! ¡La termitera del Este! La 103.683 y la 4.000 se encuentran presas entre la terrible tormenta y la ciudad enemiga. Claro que pensaban visitar esta última, pero no en estas condiciones. Millones de años de odio y rivalidad las retienen.

Aunque no por mucho tiempo. Después de todo, si han llegado hasta aquí ha sido para espiar en la termitera. Así que se adelantan temblorosas hacia una entrada sombría que hay al pie del edificio. Con las antenas erguidas y las mandíbulas abiertas, las patas ligeramente flexionadas, están dispuestas a vender caras sus vidas. Sin embargo, contra cualquier expectativa, no hay ninguna soldado en la entrada de la termitera.

Eso es algo completamente anormal. ¿Qué está pasando?

Las dos asexuadas se introducen en el interior de la inmensa ciudad. Su curiosidad está ya en pugna con la más elemental prudencia. Hay que decir que el lugar no se parece en nada a un hormiguero. Las paredes están formadas por un material mucho más quebradizo que la tierra, un cemento duro como la madera. Los pasadizos están saturados de humedad. No hay la menor corriente de aire. Y la atmósfera es anormalmente rica en gas carbónico. Hace ya 3° de tiempo que se mueven ahí dentro, sin haber encontrado aún ni una sola centinela. Es algo absolutamente desacostumbrado… Las dos hormigas se detienen, sus antenas se consultan por el tacto. Toman una determinación bastante pronto: seguir.

Pero a fuerza de seguir adelante están completamente desorientadas. Esta extraña ciudad es un laberinto aún más tortuoso que su propia ciudad natal. Incluso los olores que llegan a su glándula de Dufour no han dejado rastro en las paredes. Ya no saben si están por encima o por debajo del nivel del suelo.

Tratan de desandar lo andado, pero eso no soluciona sus problemas. No dejan de descubrir nuevos corredores de extrañas formas. Decididamente, se han perdido.

Entonces es cuando la 103.683 descubre una feromona extraordinaria: ¡una luz! Las dos soldados no salen de su asombro. Esa luminosidad en pleno centro de una ciudad termita desierta es algo completamente insensato. Se dirigen hacia la fuente de los rayos de luz.

Se trata de una claridad de un color amarillo anaranjado que a veces se vuelve verde o azul. Tras un resplandor un poco más intenso, la fuente de luz se apaga. Luego vuelve a lucir, y parpadea, con reflejos en la brillante quitina de las hormigas.

La 103.683 y la 4.000 se dirigen como hipnotizadas hacia el faro subterráneo.

Bilsheim estaba muy excitado: ¡lo había comprendido! Les mostró a los policías cómo colocar las cerillas para conseguir cuatro triángulos. Primero hubo expresiones de estupefacción, y luego exclamaciones de entusiasmo.

Solange Doumeng, que estaba atrapada en el juego, rugió:

—¿Han encontrado algo? ¿Lo han encontrado? ¿Dígame?

Pero no le hicieron caso. Oyó una confusión de voces mezcladas con ruidos mecánicos. Y luego se hizo el silencio otra vez.

—¿Qué pasa, Bilsheim? ¡Dímelo!

El walkie talkie empezó a crepitar furiosamente.

—¡Oiga! ¡Oiga!

—Sí (crepitación), hemos abierto el pasaje. Detrás de la puerta hay (crepitación) un corredor. Va hacia la (crepitación) derecha. ¡Vamos por él!

—¡Espere! ¿Cómo ha hecho usted lo de los cuatro triángulos?

Pero Bilsheim y los suyos ya no oían los mensajes de la superficie. El altavoz de su radio había dejado de funcionar; seguramente un cortocircuito. Ya no recibían, pero aún podían emitir.

—Esto es increíble. Cuanto más avanzamos más construcciones aparecen. Hay una bóveda, y a lo lejos una luz. Vamos allá.

—Espere, ¿ha dicho usted que había una luz? —gritaba vanamente Solange Doumeng.

—¡Ahí están!

—¿Quién está ahí? ¿Los cadáveres? ¡Conteste!

—Cuidado…

Se oyó una serie de detonaciones nerviosas, y gritos, y luego la comunicación se cortó.

La cuerda había dejado de desenrollarse. Aunque había quedado tensa. Los policías de superficie la agarraron y tiraron de ella, suponiendo que había quedado trabada. Lo intentaron entre tres, entre cinco… Y de repente se soltó.

Recuperaron la cuerda y la enrollaron, aunque no en la cocina sino en el comedor, ya que formaba una bobina gigantesca. Llegaron finalmente al extremo roto, deshecho, como si unos dientes la hubiesen roído.

—¿Qué hacemos, señora? —preguntó uno de los guardias.

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