Las hormigas (25 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

BOOK: Las hormigas
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Vuelven a abrir la cicatriz, quemándola con ácido y se hunden en el interior del saurio, invadiendo sus entrañas. El animal rueda de espaldas, pedalea con sus patas posteriores, se golpea el vientre con las patas delanteras. Mil úlceras lo corroen.

Y entonces es cuando otro grupo hace pie finalmente en sus fosas nasales, inmediatamente agrandadas y horadadas a fuerza de chorros ardientes.

Por encima, atacan sus ojos. Hacen estallar esas bolas blandas, pero las cavidades oculares no son más que callejones sin salida; el hueco del nervio óptico es demasiado estrecho para que puedan seguir por él y llegar hasta el cerebro. Entonces, se reúnen los equipos que ya han llegado más lejos por las fosas nasales.

El lagarto se retuerce, se mete una pata en la boca para intentar aplastar a las hormigas que le están perforando la garganta. Demasiado tarde.

En un lugar de los pulmones, la 4.000 se ha reunido con su joven colega la 103.683. Ahí dentro reina la oscuridad, y ninguna de las dos puede ver porque las asexuadas carecen de ocelos de infrarrojos. Unen los extremos de sus antenas.

Vamos. Aprovechemos que nuestras hermanas están ocupadas para ir hacia la termitera del Este. Las demás creerán que hemos muerto en el combate.

Salen por donde entraron, por el muñón caudal, que ahora sangra en abundancia.

Mañana el saurio será cortado en miles de tiras comestibles. Algunas se cubrirán con arena y se transportarán a Zubi-zubi-kan, otros llegarán incluso hasta Bel-o-kan, y una vez más se inventará toda una epopeya para describir esta cacería. La civilización hormiga necesita reconfortarse con su propia fuerza. Vencer a los lagartos es algo que la tranquiliza particularmente.

Mestizaje:
sería falso creer que los nidos son impermeables a las presencias extrañas. Es cierto que cada insecto lleva la bandera olorosa de su ciudad, pero no por eso es «xenófobo» en el sentido en que se entiende entre los humanos.

Por ejemplo, si se mezcla en un acuario lleno de tierra un centenar de hormigas
Fórmica rufa
con un centenar de hormigas
Lazius niger —h
abiendo en cada especie una reina fértil, se puede ver que después de unas escaramuzas sin muertes y de prolongadas conversaciones antenares las dos especies empiezan a construir juntas el hormiguero.

Algunos corredores están adaptados al tamaño de las rojas, y otros al tamaño de las negras, pero se entrecruzan y se mezclan de manera que el hecho queda demostrado: no existe una especie dominante que trate de encerrar a la otra en un sector reservado, un ghetto en la ciudad.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

El camino que lleva a los territorios del Este aún no está limpio. Las guerras contra las termitas impiden cualquier proceso de pacificación de la zona.

La 4.000 y la 103.683 trotan por una pista en la que han tenido lugar muchas escaramuzas. Unas soberbias mariposas venenosas giran verticalmente sobre sus antenas, lo que no deja de intranquilizarlas.

Más lejos, la 103.683 siente algo que se agita bajo su pata derecha. Acaba por identificar a unos ácaros, unos seres minúsculos armados con pinchos y antenas, pelos y ganchos, que emigran en rebaños en busca de lugares polvorientos. La 103.683 se siente divertida con esta visión. ¡Y pensar que hay seres tan pequeños como los ácaros y otros tan grandes como las hormigas en el mismo planeta!

La 4.000 se detiene ante una flor. De repente se siente muy mal. En su viejo cuerpo, que las ha pasado muy duras este día, las jóvenes larvas icneumón han acabado por despertar. Sin duda han empezado a comer, lanzándose alegremente con tenedor y cuchillo sobre los órganos internos de la pobre hormiga.

La 103.683, para acudir en su auxilio, busca en el fondo de su buche social algunas moléculas de melado de lomechuse. Al final de la pelea en los subterráneos de Bel-o-kan había recogido una cantidad ínfima de esa sustancia, para utilizarla como analgésico. La había manipulado con mucha prudencia y no había quedado contaminada por el delicioso veneno.

Los dolores de la 4.000 se calman con la ingestión de este licor. Pero pide más. La 103.683 trata de hacerla entrar en razón, pero la 4.000 insiste, está dispuesta a pelear para vaciar las entrañas de su amiga de la preciosa droga. Y cuando va a saltar a golpearla, cae en una especie de cráter arenoso. ¡Una trampa de hormiga-león!

Este animal, o con más exactitud su larva, tiene una cabeza con forma de pala que le permite excavar esos cráteres. A continuación se entierra en ellos y ya no tiene más que hacer que esperar a las visitas.

Aunque un poco tarde ya, la 4.000 comprende lo que le está pasando. En principio, cualquier hormiga es lo suficientemente ligera como para salir con bien del mal trago. Sólo que, antes incluso de que haya empezado a ascender, dos grandes mandíbulas bordeadas de pinchos salen del fondo de la cavidad y la rocían con arena.

¡Socorro!

Olvida el dolor que le provocan sus huéspedes forzosos y la carencia derivada de su contacto con el melado de la lomechuse. Tiene miedo. No quiere morir así.

Se debate con todas sus fuerzas. Pero la trampa de la hormiga-león, como la telaraña, está pensada precisamente para funcionar a partir del pánico de sus víctimas. Cuanto más gesticula la 4.000 para salir del cráter, más se inclina la pendiente y más la arrastra hacia el fondo, desde donde la hormiga-león sigue rociándola con arena fina.

La 103.683 ha comprendido en seguida que inclinarse para tenderle una pata supone un grave riesgo de caer ella también. Se aleja en busca de una brizna lo bastante larga y sólida.

A la vieja hormiga el tiempo se le hace largo, exhala un grito oloroso y patalea a más y mejor en la arena casi líquida. Su caída se ve aún más acelerada. Sólo está a cinco cabezas de las tenazas. Vistas de cerca, son verdaderamente terroríficas. Cada mandíbula está bordeada por centenares de dientecillos acerados, que a su vez muestran largos pinchos curvos. Y, en cuanto al extremo, éste acaba en un punzón capaz de perforar sin gran dificultad cualquier caparazón mirmeceano.

La 103.683 reaparece por fin al borde de la depresión, desde donde le tiende a su compañera una vellorita. ¡Rápido! Ésta levanta las patas para aferrar el tallo. Pero la hormiga-león no está dispuesta a renunciar a su presa. Lanza arena, frenética, contra las dos hormigas. Éstas no ven ni oyen nada. La hormiga-león lanza ahora piedras que caen sobre la quitina con un ruido siniestro. La 4.000, medio enterrada, sigue deslizándose hacia abajo.

La 103.683 se apuntala, con el tallo apretado entre sus mandíbulas. Espera vanamente un tirón. Y justo en el momento en que ya va a renunciar, una pata aparece sobre la arena. ¡Salvada! La 4.000 salta por fin fuera del mortal agujero.

Abajo, las ávidas pinzas chasquean con rabia y decepción. La hormiga-león necesita proteínas para metamorfosearse en adulta. ¿Cuánto tiempo tendrá que esperar hasta que otra presa resbale hasta ella?

La 4.000 y la 103.683 se lavan y se entregan a numerosas trofalaxias. Pero esta vez el melado de lomechuse no se encuentra en el menú.

—Buenos días, Bilsheim.

Y le tiende una mano blanda.

—Sí, ya lo sé, le sorprende verme aquí. Pero ya que este asunto se prolonga y se hace cada vez más pesado, y el prefecto se interesa personalmente por un final feliz, y pronto será el ministro quien se interese, he decidido ocuparme de él yo misma… Vamos, no ponga usted esa cara; estoy bromeando. ¿Qué le ha pasado a su sentido del humor?

El viejo poli no sabía qué decir. Y la cosa venía prolongándose desde quince años atrás. Con ella, los «evidentemente» no habían funcionado nunca. Le hubiese gustado verle los ojos, pero estaban ocultos bajo un largo mechón de cabello. Cabello rojo, teñido. A la moda. En el servicio se decía que ella intentaba hacer creer que era pelirroja para justificar el fuerte olor que emanaba de ella.

Solange Doumeng. Se había ido agriando más y más desde la menopausia. En principio, hubiese debido de tomar hormonas femeninas para compensar, pero temía demasiado engordar; las hormonas retienen el agua, es cosa bien sabida, así que ella apretaba los dientes haciendo que la gente de su alrededor tuviese que soportar las dificultades que le planteaba esta metamorfosis en anciana.

—¿Por qué ha venido? ¿Quiere ir allá abajo? —preguntó el policía.

—¿Bromea, amigo mío? No, no; el que baja es usted. Yo me quedo aquí. Lo he previsto todo, un buen termo de té y un walkie-talkie.

—¿Y si me pasa algo?

—No sea miedica, planteándose siempre lo peor. Estaremos en contacto por radio, ya se lo he dicho. En cuanto vea el más ligero peligro, usted me lo indica y yo tomaré las medidas necesarias. Además, está usted muy bien atendido, amigo mío; bajará con material que es el último grito para misiones delicadas. Mire: cuerdas de alpinismo, fusiles. Por no mencionar a estos dos muchachotes.

Y señaló a los policías que estaban en posición de firmes.

Bilsheim murmuró:

—Galin fue con ocho bomberos, y eso no le sirvió de mucha ayuda…

—Pero no llevaban ni armas ni radio. Vamos, no ponga mala cara, Bilsheim.

El hombre no quería porfiar. Los juegos de poder e intimidación le exasperaban. Y porfiar con la Doumeng era convertirse en la Doumeng. Y ella era como la mala hierba en un jardín. Había que intentar crecer sin verse contaminado.

Bilsheim, comisario desengañado, se puso el traje de espeleología, ciñó la cuerda de alpinismo a su cintura y se terció el walkie-talkie en bandolera.

—Si no vuelvo, quiero que todos mis bienes se entreguen a los huérfanos de la Policía.

—Déjese de tonterías, querido Bilsheim. Volverá usted y todos iremos a celebrarlo a un restaurante.

—Por si no vuelvo, quisiera decirle algo…

La mujer frunció el ceño.

—¡Vamos, déjese de niñerías, Bilsheim!

—Quisiera decirle… Todos pagamos un día por nuestras malas acciones.

—¡Y ahora se pone místico! No, Bilsheim, se equivoca, no pagamos por nuestras malas acciones. Quizás haya un «buen Dios», como usted dice, ¡pero se ríe de nosotros! Y si usted no ha disfrutado en vida de esta existencia, no disfrutará más muerto.

La mujer rió brevemente, y luego se acercó a su subordinado, hasta rozarle. Este contuvo la respiración. Ya respiraría bastante mal olor en la bodega…

—Pero no va usted a morir tan pronto. Tiene que resolver este asunto. Su muerte no serviría de nada.

La contrariedad convertía al comisario en un niño, ya no era más que un chiquillo al que le han quitado un juguete y que, sabiendo que no lo recuperará, intenta algunos insultos de poca monta.

—¡Oh! Mi muerte sería el fracaso de su investigación personal. Así se verán los resultados cuando usted «se hace cargo».

Ella se le pegó un poco más, como si fuera a besarle en la boca. Pero en lugar de eso, dijo calmosamente:

—No le gusto, ¿verdad, Bilsheim? No le gusto a nadie y lo mismo me da. Tampoco usted me gusta. Y no tengo necesidad ninguna de gustar. Todo lo que quiero es que me teman. Sin embargo, ha de saber usted algo: si revienta usted ahí abajo no me sentiré ni siquiera contrariada. Enviaré otro equipo, el tercero… Y si quiere usted molestarme de verdad, vuelva vivo y victorioso, y entonces estaré en deuda con usted.

El hombre no dijo nada. Miraba de reojo las raíces blancas del cabello peinado a la moda, y eso le sosegaba.

—¡Estamos listos! —dijo uno de los policías, alzando su fusil.

Todos estaban ya ligados con las cuerdas.

—De acuerdo. ¡Vamos allá!

Hicieron una señal a los tres policías que se mantendrían en contacto con ellos en la superficie, y entraron en la bodega.

Solange Doumeng se sentó ante una mesa donde había instalado el emisor-receptor.

—¡Buena suerte, y vuelvan pronto!

3. Tres odiseas

Finalmente, la 56 ha encontrado el lugar ideal para construir su ciudad. Es una colina redonda. La escala. Desde lo alto ve las ciudades que están más al este: Zubi-zubi-kan y Glubi-diu-kan. Normalmente, la vinculación con el resto de la Federación no debería de plantear demasiados problemas.

Examina la zona. La tierra es un poco dura y presenta un color gris. La nueva reina busca un lugar donde el suelo sea algo más blando, pero es consistente en todas partes. Cuando hunde decididamente las mandíbulas, con objeto de excavar su primera estancia nupcial, se produce una extraña sacudida. Es como un temblor de tierra, pero demasiado localizado para ser uno de verdad. Golpea otra vez el suelo, y la cosa se repite, y aún peor. La colina se levanta y se desliza hacia la derecha.

La memoria hormiga ha registrado muchas cosas extraordinarias, pero nunca una colina viviente, Ésta avanza ahora a buena velocidad, hendiendo las altas hierbas, aplastando la maleza.

La 56 no se ha recuperado aún de su sorpresa cuando ve que se acerca una segunda colina. ¿Qué sortilegio es éste? Sin que le dé tiempo de bajar, se ve arrastrada a un rodeo; de hecho, es una danza nupcial entre colinas. Éstas, ahora, se rozan con desvergüenza… Para colmo, la colina de la 56 es hembra. Y la otra se dispone a subírsele lentamente encima. Una cabeza de piedra emerge poco a poco, una gárgola horrenda que está abriendo la boca. ¡Es demasiado! La joven reina renuncia a fundar su ciudad en semejante lugar. Rodando promontorio abajo, comprueba de qué peligro ha escapado. Las colinas no tienen sólo cabezas, sino cuatro patas con garras y pequeñas colas triangulares.

Es la primera vez que la hembra 56 ve tortugas.

Conspiradores:
el sistema organizativo más generalizado entre los seres humanos es el siguiente: una compleja jerarquía de «administrativos», hombres y mujeres del poder, que encuadra o, mejor, dirige al grupo más restringido de los «creativos», de quienes los «comerciales», por mor de la distribución, se apropian el trabajo… Administradores, creativos, comerciales. Estas son las tres castas que en nuestros días corresponden a las obreras, las soldados y sexuados entre las hormigas.

La lucha entre Stalin y Trotski, dos jefes rusos de principios del siglo XX, ilustra de maravilla el paso de un sistema que prima a los creativos a un sistema que privilegia a los administrativos. Trotski, el matemático, el creador del Ejército Rojo, es vencido por Stalin, el hombre de las conspiraciones. Y así se da vuelta a una página.

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