Las llanuras del tránsito (85 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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La sólida estructura estaba construida con estacas obtenidas de árboles más delgados. Los extremos más gruesos habían sido enterrados en el suelo; los extremos superiores se doblaban y unían en la cúpula. Varios cueros cubrían por fuera la estructura, pero el reborde que él había visto desde dentro se cerraba por fuera por medio de cuerdas.

Una vez dentro, continuó examinando la estructura. El lugar estaba completamente vacío y no había ni siquiera un jergón para dormir. No podía erguirse totalmente, excepto en el centro mismo, pero Jondalar se inclinó para acercarse a uno de los lados y después caminó lentamente por el espacio pequeño y oscuro, estudiando todo con mucho cuidado. Advirtió que los cueros eran viejos y estaban desgarrados, algunos tan deteriorados que parecían casi descompuestos, y que habían sido cosidos toscamente, como si se hubiese hecho el trabajo con mucha prisa. En las costuras había huecos; a través de ellos pudo ver parte del área que se extendía más allá de la estrecha prisión. Se sentó en el suelo y vigiló la entrada del refugio, que estaba abierta. Unas pocas personas pasaron de largo, pero ninguna entró.

Un rato después, comenzó a sentir la necesidad de orinar. Con las manos atadas, ni siquiera podía sacar el miembro para aliviarse. Si alguien no llegaba enseguida para desatarle, se mojaría a sí mismo. Además, las muñecas comenzaban a dolerle allí donde las cuerdas rozaban la piel. Estaba encolerizándose. ¡Aquello era ridículo! ¡Ya habían llegado demasiado lejos!

–¡Eh, vosotros! –gritó–. ¿Por qué me tenéis así, como un animal en una trampa? No he hecho nada para perjudicaros. Necesito liberar mis manos. Si alguien no me desata pronto, me orinaré encima. –Esperó un rato y volvió a gritar–: ¡Eh, vosotros, que alguien venga a desatarme! ¿Qué clase de gente sois?

Se incorporó y apoyó el cuerpo contra la estructura. Estaba bien armada, pero cedió un poco. Retrocedió y, apuntando con el hombro, se abalanzó sobre la estructura, tratando de echarla abajo. Cedió otro poco, y Jondalar volvió a golpear de nuevo. Con un sentimiento de satisfacción, oyó el crujido de la madera al quebrarse. Retrocedió, dispuesto a ensayar otra vez, y entonces se oyó gente que entraba corriendo en el refugio.

–¡Ya era hora de que viniese alguien! ¡Dejadme salir de aquí! ¡Dejadme salir de una vez! –gritó.

Percibió el movimiento de alguien que abría la entrada de su prisión. Una parte de la pieza de cuero que formaba la entrada se abrió y aparecieron varias mujeres que le apuntaban con sus lanzas. Jondalar no les hizo caso y salió por la abertura.

–¡Desatadme! –dijo, haciéndose a un lado de modo que pudieran ver sus manos atadas a la espalda–. ¡Quitadme estas cuerdas!

El anciano que le había ayudado a beber agua se adelantó un paso.

–¡Zelandoni! Tú... muy... lejos –dijo, sin duda esforzándose por recordar las palabras.

Jondalar no había advertido que, llevado por su cólera, había hablado en su lengua nativa.

–¿Hablas zelandoni? –dijo, sorprendido, al hombre, pero su necesidad perentoria se impuso–. ¡Diles que me quiten estas cuerdas antes de que me moje todo!

El hombre habló a una de las mujeres. Ella contestó, meneando la cabeza, pero el anciano insistió. Finalmente, la mujer desenfundó un cuchillo que llevaba a la cintura, y, mediante una orden, logró que el resto de las mujeres rodearan a Jondalar apuntándole con las lanzas; finalmente, se adelantó y, con un gesto, le ordenó que se volviese. Él le dio la espalda y esperó hasta que la mujer cortó las ataduras. Jondalar no pudo evitar un pensamiento: «No cabe duda de que aquí se necesita un buen tallista del pedernal. Ese cuchillo no tiene filo».

Después de lo que le pareció una eternidad, sintió que las cuerdas caían. Inmediatamente comenzó a abrir sus ropas; demasiado urgido por la necesidad como para sentirse avergonzado, extrajo su miembro y buscó frenéticamente un rincón o un lugar apartado donde ir. Pero las mujeres que le apuntaban con las lanzas no le permitieron moverse. Irritado y desafiante, se volvió intencionadamente hacia ellas y, con un gran suspiro de alivio, comenzó a orinar.

Las observó a todas mientras el chorro largo y amarillo vaciaba lentamente su vejiga, desprendía vapor al entrar en contacto con el suelo frío y proyectaba hacia ellas un fuerte olor. La mujer que estaba al mando parecía desconcertada, aunque intentaba disimularlo. Dos de las mujeres volvieron la cabeza o desviaron los ojos; otras miraron fascinadas, como si nunca hubiesen visto antes a un hombre orinando. El anciano hacía todo lo posible por reprimir una sonrisa, aunque no podía disimular su complacencia.

Cuando Jondalar concluyó, volvió a arreglar sus ropas y después se plantó frente a sus torturadoras, decidido a impedir que le atasen de nuevo las manos.

Se dirigió al viejo.

–Soy Jondalar de los zelandonii y estoy haciendo un viaje.

–Viajas lejos, zelandonii. Quizá... demasiado lejos.

–He llegado mucho más lejos. El año pasado inverné con los mamutoi. Ahora vuelvo a mi hogar.

–Me pareció antes que decías algo –dijo el anciano, pasando a la lengua que dominaba mucho mejor–. Aquí hay unos pocos que comprenden la lengua de los Cazadores del Mamut, pero los mamutoi generalmente vienen del norte. Tú has llegado del sur.

–Si me oíste llegar antes, ¿por qué no viniste? Sin duda se trata de un malentendido. ¿Por qué me habéis maniatado?

El anciano meneó la cabeza y Jondalar pensó que lo hacía con una expresión triste.

–Zelandonii, lo descubrirás muy pronto.

De pronto, la mujer impuso silencio con una andanada de palabras airadas. El viejo comenzó a alejarse cojeando, apoyado en un bastón.

–¡Espera! ¡No te vayas! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Quiénes son estas personas? ¿Y quién es la mujer que os ha dicho que me trajerais aquí? –preguntó Jondalar.

El anciano se detuvo y miró hacia atrás.

–Aquí me llaman Ardemun. Éste es el pueblo de los s’armunai. Y la mujer se llama... Attaroa.

Jondalar no prestó atención al modo especial con que el anciano había pronunciado el nombre de la mujer.

–¿Los s’armunai? ¿Dónde he oído antes ese nombre?... Espera..., ya recuerdo. Laduni, el jefe de los losadunai...

–¿Laduni es jefe? –preguntó Ardemun.

–Sí. Me habló de los s’armunai cuando viajábamos hacia el este, pero mi hermano no deseaba detenerse.

–Es mejor que no lo hicierais, y una lástima que ahora tú estés aquí.

–¿Por qué?

La mujer que estaba al mando de las lanceras interrumpió de nuevo con una brusca orden.

–Antes yo fui un losadunai. Por desgracia, realicé un viaje –dijo Ardemun, mientras salía cojeando del recinto.

Después que el anciano se marchó, la mujer que estaba al mando habló bruscamente a Jondalar. Éste supuso que la mujer deseaba llevarle hacia otro sitio, pero decidió no darse por enterado.

–No te comprendo –dijo Jondalar–. Tendrás que llamar de nuevo a Ardemun.

Ella le habló de nuevo, más irritada todavía, y después le tocó con su lanza. La punta le hirió la piel y un reguero de sangre corrió por el brazo de Jondalar. La cólera se manifestó en sus ojos. Acercó la mano a la herida y se tocó el corte, y después se miró los dedos ensangrentados.

–Eso no era nece... –comenzó a decir.

Ella le interrumpió con palabras más irritadas. Las otras mujeres le rodearon con sus armas y la que parecía dirigirlas salió del recinto. Las lanzas apremiaron a Jondalar, obligándole a caminar. Afuera, el frío le provocó un estremecimiento. Pasaban frente al recinto rodeado por una empalizada, y aunque Jondalar no pudo ver el interior, adivinó que los que estaban dentro le observaban a través de las rendijas. La situación misma le desconcertaba. A veces se guardaban animales en lugares así, para evitar que huyesen. Era un modo de retenerlos, pero ¿por qué hacían lo mismo con la gente? ¿Y cuántos había allí?

«No es tan grande», pensó, «no puede haber muchos». Imaginó cuánto trabajo habría llevado rodear con una empalizada incluso un área tan reducida. Los árboles escaseaban en la ladera de la montaña. Había un poco de vegetación leñosa en forma de matorrales, pero los árboles destinados a la construcción de la empalizada tenían que provenir del valle inferior. Necesitaban derribar los árboles, despojarlos de las ramas, subirlos por la ladera de la colina, cavar hoyos suficientemente profundos para que se mantuvieran derechos, fabricar cuerdas y sogas, y después unir con ellas los árboles. ¿Por qué esta gente se había molestado en consagrar tanto esfuerzo a algo que tenía tan escaso sentido?

Fue llevado a un arroyuelo, en gran parte helado, donde Attaroa y algunas mujeres vigilaban a algunos jóvenes que transportaban anchos y pesados huesos de mamut. Todos los hombres parecían medio muertos de hambre, y Jondalar se preguntó de dónde sacaban la fuerza necesaria para trabajar con tanta intensidad.

Attaroa le miró una sola vez de arriba abajo, sólo para registrar su presencia, y después no le hizo caso. Jondalar esperó y continuó preguntándose la razón que pudiera dar explicación al comportamiento de esa gente tan extraña. Al cabo de un rato sintió mucho frío y comenzó a moverse un poco, saltando y frotándose los brazos en un esfuerzo por calentar el cuerpo. Cada vez le irritaba más la estupidez de todo aquello y finalmente decidió que no soportaría más tiempo esa situación; se dio la vuelta y comenzó a regresar. En su prisión por lo menos estaría a salvo del viento. Su súbito movimiento sorprendió a las lanceras, y cuando le apuntaron con su falange de lanzas, apartó las armas con un movimiento del brazo y continuó la marcha. Oyó gritos, pero no les hizo caso.

Aún tenía frío cuando entró en la prisión. Mirando alrededor en busca de algo que le permitiera calentarse, se acercó a la estructura redonda, arrancó un pedazo de la cubierta de cuero y se envolvió con él. En ese momento irrumpieron varias mujeres, blandiendo de nuevo sus armas. La mujer que le había pinchado antes con su lanza era una de ellas, y sin duda estaba furiosa. Se abalanzó sobre Jondalar con la lanza. Se ladeó y aferró el arma, pero todos se detuvieron cuando oyeron una risa dura y siniestra.

–¡Zelandonii! –exclamó burlonamente Attaroa, y después pronunció otras palabras que él no comprendió.

–Quiere que salgas –dijo Ardemun. Jondalar no había advertido que el anciano estaba cerca de la entrada–. Cree que eres inteligente, demasiado inteligente. Supongo que lo que quiere es verte allí donde sus mujeres puedan rodearte.

–¿Y si no quiero salir? –dijo Jondalar.

–Probablemente ordenará que te maten aquí y ahora. –Estas palabras fueron pronunciadas por una mujer que hablaba en perfecto zelandoni, sin siquiera rastros de acento. Jondalar miró sorprendido a la que había hablado. ¡Era la hechicera!–. Si sales, Attaroa probablemente te permitirá vivir un poco más. Le interesas, pero, más tarde o más temprano, de todos modos te matará.

–¿Por qué? ¿Qué significo para ella?

–Una amenaza.

–¿Una amenaza? Jamás la he amenazado.

–Amenazas su control. Querrá hacer de ti un ejemplo para los demás.

Attaroa la interrumpió, y aunque Jondalar no comprendió lo que decía, la furia apenas contenida de sus palabras parecía apuntar a la hechicera. La respuesta de la mujer mayor fue reservada, pero no manifestaba temor. Después del diálogo, habló de nuevo a Jondalar.

–Quería saber qué te he dicho. Se lo he explicado.

–Dile que saldré –respondió Jondalar.

Cuando le transmitieron el mensaje, Attaroa se echó a reír, dijo algo y salió del recinto.

–¿Qué ha dicho? –preguntó Jondalar.

–Ha dicho que ya lo sabía. Los hombres son capaces de todo por un segundo más de su vida miserable.

–Quizá no todos –observó Jondalar, y comenzó a caminar; después se volvió hacia la hechicera–. ¿Cómo te llamas?

–Me llamo S’Armuna –dijo.

–Me pareció que podía ser ése tu nombre. ¿Dónde has aprendido a hablar tan bien mi lengua?

–Viví un tiempo con tu pueblo –dijo S’Armuna, pero después renunció a su evidente deseo de saber más de Jondalar–. Es una larga historia.

Aunque el hombre había esperado que ella le pidiese que, a su vez, revelara su identidad, S’Armuna se limitó a darle la espalda. Jondalar tomó la iniciativa de suministrarle la información.

–Soy Jondalar, de la Novena Caverna de los zelandonii –dijo.

S’Armuna le miró sorprendida.

–¿La Novena Caverna? –dijo.

–Sí –confirmó él. Habría continuado mencionando sus parentescos, pero la expresión en la cara de la mujer le obligó a callar, aunque no alcanzó a entender lo que significaba. Un poco más tarde, la expresión de S’Armuna ya no decía nada, y Jondalar se preguntó si se lo habría imaginado todo.

–Te espera –dijo S’Armuna saliendo del lugar.

Afuera, Attaroa estaba sentada sobre un banco cubierto de piel, instalado sobre una plataforma de tierra que había sido excavada del piso de un gran refugio semisubterráneo que estaba exactamente detrás. La mujer se encontraba frente al área cercada, y cuando él pasó al lado, Jondalar sintió de nuevo que le espiaban a través de las rendijas.

Cuando se acercó más, tuvo la certeza de que la piel que cubría el asiento provenía de un lobo. La capucha de la pelliza de Attaroa, que colgaba sobre su espalda, estaba revestida con piel de lobo, y alrededor del cuello llevaba un collar formado principalmente por los afilados caninos de lobo, aunque había algunos provenientes del perro ártico y, por lo menos, un diente de oso de las cavernas. La mujer sostenía en la mano un báculo tallado análogo al Báculo Que Habla que Talut solía usar cuando había que discutir cuestiones o resolver diferencias. Ese báculo contribuía a mantener el orden en las conversaciones. Quien lo sostenía ejercía el derecho de hablar, y cuando alguien necesitaba decir algo, primero debía pedir que se le pasara el Báculo Que Habla.

Había otra cosa que le resultaba familiar en el báculo de Attaroa, pero Jondalar no pudo determinar qué era. ¿Quizá la talla? Presentaba la forma estilizada de una mujer sentada, con una serie cada vez más ancha de círculos concéntricos que representaban los pechos y el estómago, y una extraña cabeza triangular, angosta en el mentón, con una cara de diseños enigmáticos. No se asemejaba a la talla de los mamutoi, pero Jondalar experimentó la sensación de que lo había visto antes.

Varias de las mujeres armadas rodearon a Attaroa. Otras mujeres que él no había visto antes, y de las cuales muy pocas tenían hijos, estaban cerca, en pie. Attaroa le observó un momento; después habló, mirándole. Ardemun, que estaba a un costado, comenzó una dificultosa traducción al zelandoni. Jondalar se disponía a sugerir que hablase mamutoi, pero S’Armuna le interrumpió, dijo algo a Attaroa y después miró al hombre.

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