Las manzanas (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
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—Así fue, en efecto.

—Pues si usted vio a la señora Llewellyn-Smythe escribir su nombre no se puede hablar de que la firma fuese falsa, ¿verdad? Dice que la vio firmar personalmente…

—La vi firmar y ésta es la pura verdad. También estaba presente Jim… Lo malo es que Jim no se encuentra en este país. Se fue a Australia. Marchó allí hace cosa de un año y desconozco su actual paradero.

—Y usted desea que yo haga algo… ¿Qué?

—Yo quisiera que me dijese si hay algo ahí que yo debiera decir ahora. He de notificarle que nadie me ha hecho la menor pregunta. Nadie me ha preguntado si yo sabía algo acerca del testamento.

—Usted se apellida Leaman. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Harriet.

—Harriet Leaman. ¿Y cómo se apellidaba Jim?

—¿Cuál era su apellido? ¡Ah! Jenkins. Cierto: James Jenkins. Le quedaría muy reconocida si usted me ayudase, ya que ando algo preocupada. ¡Menuda historia! Si la señorita Olga asesinó a la señora Llewellyn-Smythe, la criatura, llegó a verla… La joven extranjera no se amilanó de buenas a primeras. Se puso a la altura de las circunstancias al enterarse de que podía entrar en posesión de una gran fortuna. Pero todo cambió cuando hizo acto de aparición la policía, formulando preguntas a diestro y siniestro. Entonces, al poco, se esfumó de repente. A mí no me preguntó nadie nada. Ahora, sin embargo, no ceso de preguntarme si debiera haber referido algo espontáneamente, en su día.

A este discurso, la señora Oliver respondió con las siguientes palabras:

—Estimo que lo más lógico es que cuente usted su historia a quienquiera que representase a la señora Llewellyn-Smythe como abogado. Estoy convencida de que un buen abogado comprenderá a la perfección sus sentimientos y los móviles determinantes de su conducta.

—Bueno, yo creo que si usted les dice algo… Además de ser una mujer, usted entiende de estas cosas legales, por lo que puede acercarse a esa gente, explicarle nuestra entrevista y decirle que nunca me propuse… decirle que no quise incurrir en nada deshonesto, en forma alguna. Todo lo que yo…

—Todo lo que usted hizo fue callar —manifestó la señora Oliver—. Ésta parece ser una explicación sumamente razonable.

—Yo le quedaría muy agradecida si al tocar el tema con sus amigos accediese a presentarme convenientemente.

—Haré lo que esté en mi mano por usted —repuso con una sonrisa Ariadne Oliver.

Su mirada se orientó hacia el sendero del jardín, por el que avanzaba una figura conocida.

—Bueno. Muchas gracias por todo. Ya me habían dicho que era usted una señora muy amable. Veo que no me han engañado y le quedo muy reconocida de antemano.

La mujer se puso en pie, calzándose los guantes blancos de algodón, que no había cesado de retorcer angustiada cuando pasara tantos apuros para explicarse. La señora Leaman hizo un gesto de asentimiento a medias o pequeña reverencia y se alejó de la casa a buen paso.

Ariadne Oliver aguardó a que Poirot se le acercara.

—Venga para acá —le dijo—. Siéntese. ¿Qué le ocurre? Parece hallarse usted cansado.

—Los pies me duelen horriblemente —manifestó Hércules Poirot.

—La culpa es de esos terribles zapatos de charol que calza —aseguró la señora Oliver—. Tome asiento y descanse. Dígame todo lo que ha venido aquí a comunicarme que yo le contaré a continuación algo que es bastante probable que le deje sorprendido.

C
APÍTULO
XVIII

P
OIROT se sentó, estirando las piernas. Seguidamente exclamó:

—¡Ah! Esto ya es otra cosa.

—Quítese los zapatos —le recomendó la señora Oliver—. Todavía se encontrará más a gusto.

—No, no. Yo no puedo hacer tal cosa.

Poirot parecía hallarse impresionado ante la posibilidad de seguir el consejo de la señora Oliver.

—¿Por qué no? Nosotros nos conocemos desde hace mucho tiempo —alegó Ariadne Oliver—, y a Judith si llega a salir de la casa, y le ve, esto le tendrá sin cuidado. Permítame que le diga una cosa: no debiera usar zapatos de charol en pleno campo. ¿Por qué no se procura unos de piel de ante? Repare en el calzado tan cómodo que emplean los «hippies»… Se deslizan casi por sí solos en los pies y no hay ni que pensar en limpiarlos. Cualquiera diría que se limpian por algún proceso natural. Se trata de uno de tantos inventos que tienden a ahorrar esfuerzos.

—¡Oh! Eso no me llama la atención, de veras.

La señora Oliver empezó a deshacer uno de sus paquetes sobre la mesa.

—Lo peor de usted es que insiste en ser un hombre
elegante
. A usted le preocupan más sus ropas, su bigote y su aspecto, en general, que el hecho de sentirse cómodo, a gusto. Cuando, realmente, la comodidad personal es lo más grande que hay. Rebasados los cincuenta años, digamos, la comodidad es lo único que interesa.

—Madame,
chère
madame: me parece que no estoy muy de acuerdo con usted en tal aspecto.

—Pues haga un esfuerzo y créame —respondió la señora Oliver—. De lo contrario, le toca a usted sufrir mucho. Y la cosa irá empeorando año tras año.

La señora Oliver extrajo del paquete una caja de vivos colores. Después de quitarle la tapa, cogió una pequeña porción de su contenido, llevándoselo a la boca. Finalmente, se chupó los dedos. Luego, se los secó con un pañuelo, murmurando:

—Pegajoso…

—¿Es que ya no come usted manzanas? ¡La he visto tantas veces con su bolsa de manzanas, comiendo manzanas o derramándolas por la acera!

—Voy a confiarle una aspiración mía: no quiero volver a ver una manzana en mi vida. No. Las manzanas me inspiran un odio feroz. Es posible que llegue un día en que me sobrepondré a esto, pero de momento…

—¿Y qué es lo que come ahora?

Poirot examinó la alegremente coloreada tapa de la caja, adornada con una palmera.

—¡Ah! Son dátiles… Le ha llegado el turno a los dátiles.

La señora Oliver cogió uno, llevándoselo a la boca. Habiéndole quitado el hueso, lanzó éste hacia un matorral próximo y continuó masticando.


Dates
[*]
—comentó Poirot—. Es extraordinario.

—¿Qué es lo que tiene de extraordinario esta fruta? Es del gusto de mucha gente

—No, no. Me refería a eso. Lo extraordinario radica para mí en que me hable de…
dates
.

—¿Por qué?

—Porque nuevamente, una vez más, usted me señala la ruta a cubrir, el
chemin
que debo tomar o que debía haber tomado… Usted me ha señalado oí rumbo.
Fechas
, hasta este momento yo no me había dado cuenta de la importancia que tienen las fechas en este asunto.

—No logro ver que las fechas tengan una relación tan interesante con lo que ha sucedido aquí. Quiero decir que no hay implicado un
tiempo
real. Todo ocurrió… hace cinco días solamente.

—Ese episodio tuvo lugar hace cinco días. Sí. Eso es muy cierto. Pero para todo lo que suceda ahí tiene que haber un pasado. Un pasado que se incorpora ahora al día de hoy, pero que existió ayer, o el mes pasado, o el año anterior. El presente se halla casi siempre enraizado en el pasado. Hace un año, dos, tres, quizá, fue cometido un crimen. Una niña lo presenció. Por el hecho de haber visto la niña cometer el crimen en determinada fecha, que queda bastante atrás, aquélla murió. ¿No es así?

—En efecto. Así es. Es lo que me supongo, al menos. Pudiera no haber ocurrido lo que nos figuramos, también. Todo pudiera ser obra de un perturbado mental, de alguien que disfruta matando a la gente, de alguien que cree que con el agua sólo se puede jugar a base de mantener la cabeza de una criatura sumergida en ella… Para un loco, ése podía constituir el número más atractivo entre los diversos esparcimientos de una reunión juvenil.

—Madame: estoy seguro de que no fue precisamente esa creencia lo que la llevó a pensar en mí.

—No, efectivamente —reconoció la señora Oliver—. No me gusta lo que husmeo aquí. No me gustó desde un principio.

—Estamos de acuerdo. Y cuando a uno no le gusta algo lo inteligente es que se esfuerce por averiguar el porqué. Yo me estoy esforzando de veras, aunque pudiera ser que no fuese eso lo que usted piensa.

—¿Alude a lo de ir de un lado para otro charlando con la gente, enterándose de si ciertas personas son amables o no, haciéndoles continuas preguntas?

—Exactamente.

—¿Y a qué conclusiones ha llegado hasta ahora?

—He recogido algunos hechos —contestó Poirot—. Hay hechos que en su momento serán encajados en sus sitios respectivos mediante las fechas correspondientes, por decirlo de alguna manera.

—¿Eso es todo? ¿Qué otras cosas ha averiguado?

—Que nadie cree en la veracidad de las declaraciones de Joyce Reynolds, por ejemplo.

—¿Cuando dijo que ella había sido testigo de un crimen? Yo la oí…

—Sí. La chica declaró eso. Pero nadie cree que sea verdad lo que afirmó. Así, pues, lo más seguro es que la gente acierte. En resumen: que la chiquilla no vio nada de lo que explicó.

—Saco la impresión yo ahora de que sus hechos le llevan a retroceder en lugar de mantenerle en el mismo punto o hacerle avanzar.

—Hay que procurar encajar esos hechos, amiga mía. Hablemos de uno de ellos, de la falsificación, por ejemplo… Todo el mundo explica que una joven extranjera, una chica
au pair
, se entregó de tal manera en el servicio de una viuda anciana y muy rica que logró que la mujer redactara un documento, o codicilo, dejándole a ella toda su fortuna. ¿Falsificó la muchacha el testamento? ¿Hizo este trabajo alguien por la chica?

—¿Quién pudo hacer tal labor por ella?

—Hubo en este poblado otro falsificador. Hubo alguien que una vez fue acusado de tal. Pero por tratarse de una primera infracción pudo escapar del embarazoso asunto.

—¿Habla usted de un nuevo personaje? ¿Conocido por mí?

—No, usted no lo conoce. Murió ya.

—Hace un par de años, aproximadamente. Todavía no conozco la fecha exacta. La conoceré. Fue una persona que vivió en este sector residencial. A causa de una cuestión de faldas que suscitó celos y excitó otros sentimientos, fue apuñalado, falleciendo a resultas de las heridas. Tengo una idea: existen unos sucesos separados que pudieran estar relacionados entre sí más estrechamente de lo que se advierte en principio. No pretendemos cogerlos todos… Probablemente, la conexión mutua se da en varios tan sólo.

—Se me antoja sumamente interesante lo que usted dice, pero si he de ser sincera, debo decir que en estos momentos no logro ver…

—A mí me pasa lo mismo, querida —contestó Poirot—. Me figuro que las fechas pueden constituir una gran ayuda. Nos interesa conocer fechas de ciertos episodios en los que tomó parte determinada gente… ¿Qué le ocurrió a ésta? ¿Qué estaba haciendo allí? Todo el mundo piensa que la joven extranjera falsificó el testamento y lo más seguro es que todo el mundo tenga razón. Ella era la única persona que podía salir beneficiada con este paso, ¿no? Espere… espere…

—¿Qué es lo que tengo que esperar? —murmuró la señora Oliver.

—Acaba de cruzar una idea por mi cabeza —explicó Poirot.

La señora Oliver suspiró, llevándose otro dátil a la boca.

—¿Regresa usted a Londres, madame?

—Me iré pasado mañana —contestó Ariadne Oliver—. No puedo seguir aquí más tiempo. Se me está amontonando el trabajo en casa.

—Dígame: ¿dispone en su piso de una habitación reservada para huéspedes? Se ha mudado de casa tantas veces en los últimos tiempos que no recuerdo la disposición de su vivienda.

—Nunca me ha gustado admitir la existencia de esa habitación públicamente —declaró la señora Oliver—. Si usted quiere ganársela no tiene más que proclamar que dispone de una estancia en su piso de la capital destinada a los compromisos… Entonces es muy fácil que empiece a recibir cartas de sus amigos y conocidos (conocidos suyos y de algún pariente en tercer grado también), rogándole la cesión del preciado refugio por una noche, cuando menos. Yo pienso en que hay siempre sábanas por lavar y fundas de almohada por sustituir… Luego viene lo del té por las mañanas, seguido de alguna que otra comida. En consecuencia, lo de la habitación de reserva para los huéspedes es uno de mis secretos mejor guardados. Mis amigos de verdad terminan por pasar por mi casa, es decir, la gente que yo quiero realmente ver. Con los otros… todo es distinto. Siempre me ha gustado hacer un favor a cualquiera, pero eso de que me usen de comodín…

—A todos nos pasa lo mismo —manifestó Hércules Poirot—. Es usted sumamente precavida.

—Bueno, ¿y a qué viene eso?

—De ser necesario, ¿podría usted hacerse cargo de uno o dos huéspedes?

—Sí que podría —indicó la señora Oliver—. ¿A quién o quiénes desea que aloje en mi casa? De usted no se trata, sin duda. Usted ya dispone de un piso espléndido. Recuerdo que es un piso ultramoderno, muy abstracto, todo a base cuadros y cubos.

—Es que quizá tengamos que adoptar una sabia precaución.

—Que afecta… ¿a quién? ¿Es que va a ser asesinado alguien más?

—Confío en que no se llegue a eso. Rezo porque no ocurra nada de este tipo… Ahora, cabe tal posibilidad de que suceda.

—¿En quién está usted pensando? ¿En quién? No comprendo…

—¿Hasta qué punto cree conocer a su amiga?

—La verdad es que no la conozco muy bien. Simplemente: simpatizamos en el curso de un «tour» y empezamos a ir juntas de un lado para otro. Encontré en ella, en su carácter, algo que me interesó, que atrajo mi atención, era diferente de otras personas…

—¿Usted cree que podría utilizar a esa mujer como personaje de una de sus obras?

—No sabe usted lo que me disgusta esa pregunta. Me la han hecho mil veces. No hay nada de eso. La gente que yo trato todos los días, la gente que yo conozco, no pasa jamás a mis libros.

—Puntualicemos, madame. Usted no hará pasar a las páginas de sus novelas aquellas personas que conoce… Pero sí irán a ellas algunas de las que ve accidentalmente.

—Cierto —repuso la señora Oliver, tras unos momentos de reflexión, dedicados a considerar las últimas frases de Hércules Poirot—. En ocasiones, es usted un excelente adivino. Estas cosas suceden de la manera siguiente: una ve a una señora en un autobús, devorando un bollo; sus labios no cesan de moverse… Entonces yo, a lo mejor, me la imagino confiando unas palabras al oído de alguien, rumiando una conferencia telefónica que piensa hacer, o planeando el texto de una carta que se propone escribir.

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