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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000

BOOK: Las maravillas del 2000
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Es casi imposible no concebir el futuro como una proyección ampliada del presente. Eso corre para Verne, pero aún más para Emilio Salgari, para quien el año 2000 significaba el punto de convergencia de todos los futuros posibles, la época en que éstos se cristalizarían en una especie de destino inevitable. Visto hoy, ese futuro se presenta como un abanico de posibilidades que año a año se va estrechando cada vez más, hasta quedar reducido a lo que definitivamente es.

Las maravillas del 2000 se publicó por primera vez en 1907, pero puede presumirse que fue escrita en 1903, dado que en ella se brinda con champagne “por nuestra resurrección en el 2003”. Dos hombres, dispuestos a conocer el futuro, ingieren una poción que los mantendrá dormidos durante cien años. Al despertar (han dejado instrucciones precisas para que ello ocurra) conocerán las maravillas y los peligros del tercer milenio.

Emilio Salgari

Las maravillas del 2000

ePUB v1.0

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18.07.11

Este libro se encuentra en Dominio Publico y por lo tanto segun la legislacion vigente en España, somos totalmente libres siempre que reconozcamos la autoria del texto que viene a continuacion a su creador.

Título original:
La meraviglie del duemila

Traducción: Juan Jóse Morato

P
RIMERA PARTE
LA FLOR DE LA RESURRECCIÓN

El pequeño vapor que una vez a la semana hace el servicio postal entre Nueva York, la ciudad más populosa de los Estados Unidos de Norteamérica, y la minúscula población de la isla de Nantucket, había entrado aquella mañana en el pequeño puerto con un solo pasajero. Durante el otoño, terminada la estación balnearia, eran rarísimas las personas que llegaban a esa isla, habitada sólo por unas mil familias de pescadores que no se ocupaban de otra cosa que de arrojar sus redes en las aguas del Atlántico.

—Señor Brandok —había gritado el piloto cuando el vapor estuvo anclado junto al desembarcadero de madera—, ya hemos llegado.

El pasajero, que durante toda la travesía había permanecido sentado en la proa sin intercambiar una palabra con nadie, se levantó con cierto aire de aburrimiento, que no pasó inadvertido ni para el piloto ni para los cuatro marineros.

—Las diversiones de Nueva York no le han curado su spleen —murmuró el timonel dirigiéndose a sus hombres—. Y, sin embargo, ¿qué le falta? Es bello, joven y rico... ¡si yo estuviese en su lugar!

El pasajero era, en efecto, un hermoso joven, tenía entre veinticinco y veintiocho años, era alto y bien conformado, como lo son ordinariamente todos los norteamericanos, esos hermanos gemelos de los ingleses, de líneas regulares, ojos azules y cabello rubio.

No obstante había en su mirada un no sé qué triste y vago que conmovía de inmediato a cuantos se le acercaban, y sus movimientos tenían un no sé qué de pesadez y cansancio que contrastaba vivamente con su aspecto robusto y lozano.

Se hubiera pensado que un mal misterioso minaba su juventud y su salud, a pesar del bello tinte sonrosado de su piel, ese tinte que indica la riqueza y la bondad de la sangre de la fuerte raza anglosajona.

Como hemos dicho, al oír la voz del piloto el señor Brandok se levantó casi con esfuerzo y como si en ese momento despertara de un largo sueño.

Bostezó dos o tres veces, miró soñoliento la orilla, tocó apenas el ala de su sombrero respondiendo al saludo respetuoso de los marineros, y bajó lentamente al muelle de madera.

En vez de encaminarse hacia el poblado cuyas casas se alineaban a doscientos pasos del puerto, marchó a lo largo de la costa con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y los ojos medio cerrados, como si fuese presa de una especie de sonambulismo.

Cuando llegó a un extremo del poblado se detuvo y abrió los ojos, fijándolos en un grupo de chicos descalzos a pesar del aire punzante y que corrían por los médanos riendo y gritando.

—He aquí seres felices —murmuró Brandok con tono de envidia—; éstos, al menos, no saben qué es el spleen.

Estuvo inmóvil algunos momentos; sacudió la cabeza, lanzó un hondo suspiro y emprendió de nuevo el paseo para detenerse algunos minutos después delante de una linda casita de dos pisos, blanquísima, con las persianas pintadas y un jardincito rodeado por una cerca de madera.

—¿Qué estará haciendo el doctor? —se preguntó mirando las ventanas—. Estará atormentando a algún cobayo o a algún pobre conejo. ¡El secreto de poder revivir dentro de veinte años! ¡Linda idea! Yo creo que el buen Toby pierde inútilmente el tiempo. Y, sin embargo, él es mucho más feliz que yo.

Volvió a suspirar, atravesó lentamente el jardín, cuya cerca estaba abierta, y subió la escalera, casi sin responder al saludo de una gorda y rubicunda criada que le había gritado desde la cocina:

—Buenos días, señor Brandok; el señor Toby está en su laboratorio.

El joven ya estaba en el segundo piso. Abrió una puerta y entró en una habitación amplia y bien iluminada por dos grandes ventanas, rodeada completamente por estantes de nogal llenos de un sinnúmero de retortas y frascos de todos los tamaños.

En el centro, inclinado sobre una mesa, había un hombre de unos cincuenta años, de formas casi hercúleas, con una larga barba un poco encanecida y completamente abstraído observando a un conejo que parecía muerto o dormido.

Al oír abrirse la puerta se quitó los anteojos y se volvió con cierta vivacidad, exclamando con voz alegre:

—¡Ah! ¿Ya has vuelto, amigo James? Te has cansado pronto de Nueva York; me parece que no tienes la apariencia de estar muy satisfecho.

El joven se dejó caer en una silla que había cerca de la mesa y respondió con una semisonrisa:

—¿Entonces? —agregó el hombre después de un breve silencio.

—Estoy más aburrido que antes y es un milagro que me encuentre aquí —respondió Brandok.

—¿Por qué?

—Ya tenía decidido dar un bello salto desde la Estatua de la Libertad y estrellarme en el muelle.

—Hubiera sido una estupidez, mi querido James. A los veintiséis años, con un millón de dólares...

—Y con cien millones de aburrimientos que me hacen bostezar de la mañana a la noche —dijo el joven, interrumpiéndolo—. La vida se vuelve cada día más insoportable y terminaré suicidándome. Un viaje al otro mundo no me disgustaría. Probablemente allá me aburriré menos.

—Amigo, viaja en este mundo.

—¿Adónde quieres que vaya, Toby? —dijo Brandok—. He visitado Australia, Asia, África, Europa y media América. ¿Qué quieres que vaya a ver?

El doctor se había puesto a pasear por la habitación con las manos a la espalda y la cabeza baja, como si un hondo pensamiento lo preocupara. De pronto se detuvo delante del conejo, diciendo:

—James, ¿te gustaría ver cómo será el mundo dentro de cien años?

El joven Brandok había alzado la cabeza, que tenía inclinada sobre un hombro, interrogando al doctor con la mirada.

—Sí —continuó Toby—, quiero ver qué será de Norteamérica dentro de veinte lustros. Quién sabe qué maravillas habrán inventado entonces los hombres. Máquinas extraordinarias, naves colosales, globos dirigibles y otras mil extravagancias. Ya ahora el genio humano no parece tener límites, y los inventores se reproducen como hongos.

—¿Finalmente has encontrado el modo de prolongar la vida? —preguntó Brandok con tono ligeramente irónico.

—De detenerla, querrás decir.

—¡Ah!

—¿Quieres una prueba?

—¿Es posible que tú hayas hecho semejante descubrimiento? —exclamó Brandok con estupor—. Sé que desde hace muchos años te dedicas a ciertos experimentos.

—Y finalmente he conseguido lo que me proponía —dijo el doctor—. ¿Ves este conejo?

—¿Está muerto?

—No, duerme desde hace catorce años.

—¡Pero es imposible!

—Dentro de poco lo haré resucitar con un leve pinchazo y un baño tibio.

—¿Qué filtro misterioso has descubierto? ¿No te burlasde mí, Toby?

—¿Con qué finalidad? Cerremos la puerta para que nadie

nos oiga o nos vea y asistirás a una resurrección maravillosa. Hizo girar la llave y entornó un poco las ventanas, acercó una silla a la mesa y después de ofrecer un cigarro a su joven amigo, dijo:

—Ahora escúchame: después vendrá el experimento. Toby, tras permanecer un momento silencioso y abstraído, se levantó para tomar de uno de los estantes un vaso de vidrio con una pequeña planta disecada que parecía única en su género.

—¿Has visto alguna vez una planta como ésta, amigo James? El joven Brandok miró al doctor con cierta sorpresa, diciendo:

—Quisiera saber qué tiene que ver esa plantita con los conejos que duermen desde hace tantos años. Me imagino que no tendrás la intención de aumentar mi aburrimiento.

—En absoluto —repuso Toby, imperturbable—. ¿Así que no conoces esta flor, aunque hayas viajado tanto?

—Sabes bien que nunca me ocupé de botánica.

—¿De modo que nunca has oído hablar de la flor de la resurrección?

—No, nunca —dijo el joven.

—Entonces escúchame: la historia es interesante y no te aburrirá. Hace cincuenta años un colega mío, el doctor Dek, viajaba por el Alto Egipto con el objeto de encontrar una antigua mina de metales trabajada en tiempos remotos por los súbditos de los faraones. Un día encontró a un árabe enfermo y el doctor lo cuidó amorosamente, salvándole la vida. El hijo del desierto era pobre, y no obstante recompensó a su salvador regalándole un tesoro que por sí solo valía tanto como todas las piedras preciosas del mundo.

—¿En qué consistía? —preguntó Brandok, que comenzaba a interesarse vivamente por ese relato que parecía sacado de Las mil y una noches.

—En una pequeña planta disecada que el árabe había descubierto en una tumba antiquísima, en el pecho de una sacerdotisa egipcia, que por su belleza no había tenido quien la igualara. El doctor Dek, escuchando los exagerados elogios hechos a aquella pequeña flor, sepultada quién sabe cuántos siglos antes de la era cristiana y que tenía unos capullitos quemados por el sol y amarillentos, no había podido evitar una sonrisa.

—Yo habría hecho lo mismo —declaró Brandok.

—Y te hubieras equivocado —dijo Toby—, porque el árabe tomó la planta, la roció con algunas gotas de agua y bajo la mirada del doctor se realizó un prodigio maravilloso. Apenas se humedeció, la planta comenzó a estremecerse, después a agitarse, y sus tejidos adquirieron lozanía, y los capullos se hincharon y después se abrieron. Poco a poco, y después de un sueño de veinte siglos o más, la flor abría sus ligeros pétalos, que se extendían como rayos de una belleza soberbia alrededor de un punto central, llenos de elegancia y frescura.

—¡Extraño fenómeno! —exclamó Brandok, que parecía haber olvidado su spleen.

—Esa flor —prosiguió el doctor— parecía una margarita recogida en algún jardín encantado. Aquella resurrección misteriosa duró algunos minutos; después, la bella resucitada inclinó poco a poco sus corolas de tintes brillantes, descubriendo en medio de los capullos algunas semillas antiquísimas. ¡Ay! La preciosa simiente que la flor de la resurrección custodiaba con tanto celoso cuidado, era irremediablemente estéril. ¿En qué suelo depositar aquellas semillas? ¿Qué sol hubiera podido revivirlas? Sorprendido y admirado, el doctor llevó consigo la maravillosa planta y en Europa volvió a realizar centenares de veces el experimento del viejo árabe, y siempre la pequeña flor del desierto, la planta maravillosa de los antiguos faraones, resucitó en toda su inmortal belleza merced a algunas gotas de agua. Poco antes de morir, el doctor Dek regaló la flor de la resurrección a su discípulo y amigo James, quien repitió él también, con iguales resultados, la prodigiosa experiencia. Finalmente, la flor de la planta egipcia le fue ofrecida a Alexander Humboldt, y el gran naturalista la resucitó infinitas veces delante de sus doctos colegas. Entre sus manos la planta maravillosa no hizo más que renacer y morir, sin que él pudiese penetrar sus secretos; a cada operación repetía con la tristeza del genio impotente: "¡En la naturaleza no hay nada que se asemeje a esta planta!".

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