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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (15 page)

BOOK: Las Marismas
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—Mi Grétar no era modélico —dijo—. Si te soy sincera, era un chico bastante inútil. No sé a quién se parecía. Ladrón y poco de fiar. Se juntaba con otros inútiles, todos gentuza indeseable. ¿Lo habéis encontrado, quizás?

—No —contestó Erlendur—. Hace poco mataron a uno de sus amigos. Holberg. Tal vez has oído algo sobre este caso.

—No sé nada de eso. ¿Lo liquidaron, dices?

Erlendur sonrió indulgentemente, por primera vez en mucho tiempo encontró una razón para sonreír.

—En su misma casa. Él y tu hijo solían trabajar juntos, en una empresa portuaria.

—Lo último que he sabido de mi Grétar (y entonces aún tenía una vista bastante buena) fue cuando vino a verme a casa el verano de la celebración de la República y me robó algo de plata y el dinero que tenía en un monedero. No lo descubrí hasta que se hubo marchado. El dinero había desaparecido, y luego también desapareció Grétar. Como si lo hubieran robado a él. ¿Sabes quién se lo llevó?

—No —respondio Erlendur—. ¿Sabes qué tramaba antes de su desaparición? ¿Con quién andaba?

—Ni idea —dijo la vieja—. Nunca supe qué tramaba Grétar. Os lo conté entonces, hace tiempo.

—¿Conocías su afición a la fotografía?

—Si, tomaba fotos. Siempre estaba haciendo fotos. No sé para qué. Me decía que las fotografías eran el espejo del tiempo, pero yo no entendía de qué estaba hablando.

—Una manera bastante artificiosa de hablar tratándose de Grétar, ¿no?

—Nunca le había oído hablar así.

—Su última dirección era en Bergstadastraeti, donde tenía alquilada una habitación. ¿Qué se hizo de sus pertenencias, la cámara de fotos y los negativos? ¿Lo sabes?

—Quizá lo sepa mi Klara —dijo Theodóra—. Mi hija. Ella limpió la habitación. Tiró todos sus trastos, según creo.

Erlendur se levantó y ella siguió sus movimientos con la cabeza. Le dio las gracias por su ayuda, le dijo que le había servido de mucho. Quería comentarle que tenía muy buen aspecto y la cabeza muy clara, pero no lo hizo. No quería hablarle como a una niña. Reparó en la fotografía colgada junto a la cama y no pudo contenerse.

—¿Por qué tienes una fotografía de Kennedy encima de la cama? —preguntó mirando a los ojos invidentes.

—¡Ay! —suspiró Theodóra—. Le tenía cariño cuando estaba vivo.

Capítulo 21

Los cadáveres estaban uno al lado del otro sobre las mesas de operaciones del tanatorio de Barónsstígur. Erlendur procuró no pensar en cómo la muerte había unido a padre e hija. Al cuerpo de Holberg ya le habían hecho la autopsia, pero aún estaba pendiente de más investigaciones médicas acerca de enfermedades hereditarias y de su supuesto parentesco con Audur. Erlendur advirtió que los dedos de Holberg estaban negros. Le habían tomado las huellas digitales después de muerto. El cadáver de Audur estaba envuelto en una sábana de lino blanca y todavía no le habían hecho nada.

Erlendur no conocía al forense. Era un hombre alto, que llevaba sus grandes manos enfundadas en unos finos guantes de plástico y vestía pantalón verde y un delantal blanco encima de la bata, también verde, atada por detrás. Llevaba un gorro de plástico y una mascarilla le tapaba la boca. Calzaba zapatillas blancas.

En el tanatorio Erlendur se sentía mal, aunque no era la primera vez que lo visitaba. Sentía cómo el olor a muerte penetraba en su ropa. El olor a formol y otros materiales desinfectantes. El olor a cuerpos sin vida que habían sido abiertos.

Unos fluorescentes colgaban del techo y llenaban la sala, desprovista de ventanas, de una fuerte luz blanca. El suelo estaba cubierto de baldosas blancas y las paredes estaban pintadas de un blanco intenso. A un lado había mesas con microscopios y otros instrumentos de investigación. En las paredes, un sinfín de armarios empotrados, algunos con puertas de cristal, en los que se guardaban instrumentos y tarros que Erlendur no sabría definir. Sin embargo, entendía perfectamente la función de los cuchillos, tenazas y sierras que se alineaban ordenadamente sobre una mesa.

De una de las mesas de operaciones colgaba una tira de ambientador, en la que se destacaba la imagen de una chica en bikini rojo corriendo por una playa de arena blanca. Encima de una mesa había un magnetófono y algunas cintas. El magnetófono emitía música clásica. Mahler, pensó Erlendur. En otra de las mesas estaba la bandeja de comida del forense.

—La chica hace tiempo que no huele, pero su cuerpo sigue en buen estado —dijo el forense mirando hacia Erlendur, que estaba en la puerta dudando si entrar o no en la iluminada sala de muerte y putrefacción.

—¿Cómo? —preguntó sin apartar la vista del bulto blanco.

Había una nota alegre en el tono de voz del forense.

—Me refiero a la chica del bikini —explicó el forense, señalando el ambientador con la cabeza—. Tengo que renovarlo, uno nunca se acostumbra al olor. Entra, por favor, no temas. Sólo son restos de carne. —Señaló con un cuchillo el cuerpo de Holberg—. No hay vida, no hay alma, sólo carne. ¿Crees en los fantasmas?

—¿Cómo? —repitió Erlendur.

—¿Crees que sus almas nos están observando? ¿Crees que siguen aquí merodeando por la sala, o crees que ya han ocupado otro cuerpo, reencarnadas? ¿Crees en la vida después de la muerte?

—No, no creo en eso —dijo Erlendur.

—Este hombre murió de un fuerte golpe en la cabeza que le partió el cráneo y dañó el cerebro. Me parece que quien le golpeó estaba frente de él. Probablemente estaban mirándose a los ojos. Él que lo atacó es diestro, la herida está en el lado izquierdo. Lo más seguro es que fuera un hombre, físicamente fuerte, un hombre joven o de mediana edad; no creo que fuera una mujer, a no ser que ésta se dedicase a trabajos que implicaran una notable fuerza física. El golpe lo debió de matar casi instantáneamente. Quizá vio el túnel y la luz brillante.

—Hay muchas probabilidades—dijo Erlendur.

—¿Ah, sí? Tiene el estómago casi vacío, hay algunos restos de huevos y café, y los intestinos llenos. Sufría de estreñimiento. Muy frecuente a su edad. Nadie ha reclamado el cuerpo, que yo sepa, así que hemos solicitado permiso para utilizarlo con fines docentes. ¿Qué opinas tú?

—Así será más útil muerto que vivo.

El forense miró a Erlendur y fue hasta una mesa, cogió un trozo de carne rojiza de una bandeja de acero y lo levantó con una mano.

—Yo no puedo ver si los cuerpos son de personas buenas o malas —dijo—. Esto igual podría ser el corazón de un santo. Lo que necesitamos saber, si te he entendido bien, es si esto bombeaba sangre contaminada.

Erlendur miraba asombrado cómo el forense levantaba el corazón de Holberg y lo estudiaba. El médico manejaba ese músculo muerto como si fuera lo más natural del mundo.

—Es un corazón fuerte —continuó el forense—. Podría haber seguido bombeando durante muchos años. Podría haber hecho que su dueño llegara a los cien años. Sin duda.

El forense volvió a colocar el corazón en la bandeja de acero.

—Hay una cosa interesante respecto a nuestro Holberg. Lo digo sin haber examinado particularmente este aspecto. Supongo que quieres que lo haga. Hay unos pequeños indicios que apuntan a una enfermedad concreta. Encontré un pequeño tumor en su cerebro, un tumor benigno, pero que posiblemente le causara algunas molestias. Tiene unas manchas en la piel, especialmente en las axilas.

—¿Manchas de café? —preguntó Erlendur.

—Café au lait, las llaman en los libros académicos. Sí, manchas de café. ¿Sabes algo de eso?

—Nada.

—Seguramente encontraré más síntomas cuando lo examine con más detenimiento.

—Se hablaba de manchas de café en el cuerpo de la niña. Tenía un tumor en el cerebro. Maligno. ¿Sabes qué enfermedad es ésa?

—Aún no puedo decir nada al respecto.

—¿Estamos hablando de una enfermedad hereditaria?

—No lo sé.

El forense se acercó a la mesa donde yacía Audur.

—¿Has oído la historia sobre Einstein? —preguntó.

—¿Einstein? —dijo Erlendur.

—Albert Einstein.

—¿Qué historia?

—Una historia asombrosa. Verdadera. ¿Thomas Harvey? ¿Has oído hablar de él? Un médico forense.

—No.

—Estaba de guardia cuando Einstein murió —explicó el forense—. Un individuo muy curioso. Le hizo la autopsia y, como se trataba de Einstein, no pudo contenerse y le abrió el cráneo para examinar su cerebro. Pero hizo algo más: robó el cerebro de Einstein.

Erlendur no dijo nada. No lograba entender al forense.

—Se lo llevó a su casa. Esa extraña manía que la gente tiene de coleccionar cosas, sobre todo cuando se trata de objetos de gente famosa. Harvey perdió el trabajo cuando se descubrió el robo, y con los años se convirtió en un ser misterioso y legendario. Se contaban muchas historias sobre él. Siempre guardó el cerebro en su casa. No sé cómo se las apañó para poder quedarse con el cerebro. Los familiares de Einstein no cesaron en sus intentos de recuperarlo. Por fin, cuando ya era mayor, Harvey decidio devolver el cerebro e hizo un trato con los familiares. Lo colocó en el portaequipajes de su coche y cruzó Estados Unidos hasta llegar a California, donde vivía la nieta de Einstein.

—¿Es verdad eso?

—La pura verdad.

—¿Y por qué me lo cuentas? —preguntó Erlendur.

El forense levantó la sábana que cubría el cuerpo de la niña y miró debajo.

—Es que a la niña le falta el cerebro —dijo; de pronto se había puesto muy serio.

—¿Qué? —susurró Erlendur.

—El cerebro —contestó el forense—. No está en su sitio.

Capítulo 22

Erlendur no asimilaba el significado de lo que le decía el forense y lo miró fijamente como si no lo hubiera oído. Observó un instante el cadáver, pero levantó la vista enseguida, al ver el hueso de una pequeña mano asomarse por debajo de la sábana. No se sentía capaz de registrar en su mente la imagen de lo que estaba ahí tapado. No quería conocer el aspecto de los restos humanos de la niña. No quería que ésa fuera la imagen de la que iba a acordarse cada vez que pensase en ella.

—La habían abierto antes —dijo el forense.

—¿Falta el cerebro? —suspiró Erlendur.

—Ya le habían hecho la autopsia.

—Sí, en el hospital de Keflavík.

—¿Cuándo murió?

—En 1968 —respondio Erlendur.

—Y si lo he entendido bien, Holberg era su padre, pero no vivía con la madre y con la niña, ¿no?

—La niña sólo tenía a su madre.

—¿Se concedio algún permiso para donar algunos de sus órganos a la ciencia? —siguió preguntando el forense—. ¿Sabes algo de eso? ¿La madre dio su autorización?

—No lo creo —dijo Erlendur.

—Podría habérsele extraído sin permiso. ¿Quién la atendía cuando murió? ¿Quién era su médico?

Erlendur nombró a Frank. El forense se quedó pensativo.

—No puedo decir que hechos como éste sean del todo desconocidos para mí. A veces se consulta a los familiares si dan su consentimiento para sacar algún órgano para la investigación. Todo en nombre de la ciencia, claro. Lo necesitamos. También para la enseñanza. Cuando no existe ningún familiar cercano. He sabido de casos en que, si no existe ningún familiar cercano antes de enterrar el cadáver, se han extraído determinados órganos para investigar. Pero no es habitual que se robe directamente un órgano cuando hay una familia.

—¿Y cómo es posible que falte el cerebro? —preguntó Erlendur, que no salía de su asombro.

—A la niña se le serró el cráneo en dos mitades y se le extirpó el cerebro entero, de una pieza.

—No, quiero decir…

—Un trabajo limpio —explicó el forense—. Un trabajo de experto. Se corta la médula a través del cuello, aquí detrás, y de esta manera se suelta el cerebro.

—Sé que investigaron el cerebro a causa de un tumor —dijo Erlendur—. ¿Quieres decir que después no volvieron a colocarlo en su sitio?

—Ésa es una posibilidad —repuso el forense, y tapó el cadáver—. Si le sacaron el cerebro para investigarlo, tal vez no tuvieron tiempo de volver a ponerlo en su sitio antes del entierro. Hay que prepararlo.

—¿Prepararlo?

—Para que sea más fácil trabajar con él. Se queda blando como un queso tierno. Pero requiere su tiempo.

—¿Y no habría bastado con coger sólo una muestra?

—No lo sé —dijo el forense—. Lo único que sé es que el cerebro no está en su sitio, así que será difícil determinar exactamente la causa de la muerte. Es posible que lo podamos averiguar con una investigación del ADN de los huesos. Habría que ver qué nos puede decir eso.

Frank no pudo disimular su asombro cuando abrió la puerta y vio a Erlendur en las escaleras, empapado por la lluvia.

—Hemos desenterrado a la niña —dijo Erlendur sin preámbulos—, y le falta el cerebro. ¿Sabes algo acerca de eso?

—¿Desenterrasteis? ¿El cerebro? —preguntó el médico sorprendido, e invitó a Erlendur a pasar a su despacho—. ¿Qué quieres decir con que le falta el cerebro?

—Quiero decir lo que digo. Le sacaron el cerebro. Probablemente para investigar la causa de la muerte, y luego no fue devuelto. Tú eras su médico. ¿Sabes qué pasó?

—Yo era su médico de cabecera, como creo haberte dicho cuando viniste la otra vez. Pero ella estaba bajo los cuidados de los médicos del hospital de Keflavík.

—El que le hizo la autopsia ha fallecido. Nos dieron una copia de su informe, que es muy escueto y sólo menciona un tumor cerebral. Si lo investigó a fondo no redactó ningún informe sobre ello. ¿No habría bastado con coger una muestra? ¿Era necesario retirar el cerebro entero?

El médico se encogió de hombros.

—Yo no sé mucho de eso.

Vaciló un instante.

—¿Faltaban otros órganos? —preguntó finalmente.

—¿Otros órganos? —dijo Erlendur.

—Además del cerebro. ¿Sólo faltaba el cerebro?

—¿Qué quieres decir?

—¿No se tocó nada más?

—No lo creo. El forense no mencionó nada más. ¿Tocar algo más? ¿Qué quieres dar a entender?

Frank miró a Erlendur pensativo.

—Supongo que no has oído hablar de la Ciudad de Tarros.

—¿La Ciudad de Tarros?

—Sí.

—¿Qué ciudad es ésa?

—Ya la han cerrado, creo, hace poco. Pero a la habitación la llamaban así. Ciudad de Tarros.

—¿Habitación?

—En la calle Barónsstígur, donde se guardan los órganos.

—¿Los órganos?

—Se conservaban en formalina dentro de unos tarros. Todo tipo de órganos conseguidos en los hospitales. Para la enseñanza. Para las clases de medicina, biología, técnicos de laboratorio y como se llame todo eso. Todo se almacenaba en una habitación que llamaban la Ciudad de Tarros. En los tarros había de todo. Intestinos, corazones, riñones y extremidades. También cerebros.

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