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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (19 page)

BOOK: Las Marismas
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—Abrió el suelo y reparó la tubería; entonces Holberg le dijo que se fuera, que ya terminaría él. Y así lo hizo.

Se quedaron en silencio hasta que a Sigurdur Óli se le agotó la paciencia.

—¿Marion Briem? —exclamó—. ¡Marion Briem!

Repitió el nombre varias veces como si no entendiera nada. Erlendur tenía razón. Sigurdur Óli era demasiado joven para acordarse de cuando Marion trabajaba en el cuerpo de policía.

—Un momento. ¿Marion? ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Es un hombre o una mujer?

Sigurdur Óli miró a Erlendur con expresión interrogante.

—A veces también yo me lo pregunto —contestó Erlendur, y sacó el móvil de su bolsillo.

Capítulo 27

Los del departamento técnico empezaron a arrancar el parqué, las moquetas y las baldosas de todos los suelos de la vivienda. Habían necesitado todo el día para conseguir los correspondientes permisos. Erlendur se había reunido con el jefe de policía y con dificultad había logrado convencerle de que había suficientes indicios que justificaban la necesidad de abrir el suelo en casa de Holberg. El asunto fue clasificado como urgente por el crimen que se había cometido en la vivienda.

Erlendur relacionaba la excavación con la búsqueda del asesino; en cualquier caso, la policía sacaría provecho de ella. Le sugirió al jefe de policía que Grétar podía estar vivo y ser el asesino de Holberg. Por otro lado, en cambio, si las sospechas de Marion Briem resultasen ciertas, Grétar quedaría descartado como asesino y además se resolvería el enigma de la desaparición de un hombre hacía ya un cuarto de siglo.

Encargaron un furgón grande para llevarse todo el mobiliario de Holberg con su contenido, a excepción de los armarios a medida. Había oscurecido ya cuando llegó el furgón, seguido por un tractor que arrastraba una taladradora neumática. Delante de la casa se había ido congregando un grupo de técnicos y policías, pero no apareció ningún vecino.

Igual que en fechas anteriores, había estado lloviendo todo el día sin parar. Ahora, sin embargo, sólo persistía una llovizna que se ondulaba por el aire, llevada por la fría brisa de otoño. La lluvia salpicaba la cara de Erlendur, que se había apartado del grupo para fumar, junto a él estaban Sigurdur Óli y Elinborg. Delante de la casa se formó otro grupo de gente que no se atrevía a acercarse demasiado. Eran periodistas, informadores y fotógrafos de la prensa y la televisión. Por todo el barrio había aparcados coches de distintos tamaños, identificados con los logos de los diferentes medios de comunicación. Erlendur había prohibido cualquier contacto con la prensa y ahora dudaba si debía echarlos de allí.

La vivienda de Holberg no tardó en quedar completamente vacía. El furgón seguía aparcado delante de la casa mientras se discutía el destino del mobiliario. Finalmente Erlendur dio la orden de llevarlo a los almacenes de la policía. Después de cargar las últimas alfombras, el furgón se puso en marcha y se perdió de vista.

El jefe del departamento técnico saludó a Erlendur con un apretón de manos. Se llamaba Ragnar y era un hombre de unos cincuenta años, corpulento y con un espeso y enmarañado pelo negro. Se había educado en Gran Bretaña y leía solamente libros de intriga ingleses, además era un entusiasta seguidor de las series policíacas de la televisión de ese país.

—¿En qué locura nos estás metiendo ahora? —preguntó mirando hacia la gente de la prensa.

En su voz podía detectarse una nota de humor. Le parecía algo extraordinario romper un suelo para buscar un cadáver.

—¿Qué aspecto tiene la cosa? —preguntó Erlendur.

—Todos los suelos están cubiertos por una espesa capa de pintura, una especie de pintura para barcos —dijo Ragnar—. Es imposible advertir si se ha manipulado en algún sitio. No hemos encontrado hormigón nuevo ni nada que indique una reparación. Estamos golpeando el piso con martillos, pero suena a hueco por todas partes. No sabría decir si se debe a un hundimiento del terreno o a alguna otra cosa. El hormigón empleado en el edificio es espeso y de buena calidad. Nada de álcali ni cosas por el estilo. Sin embargo, hay manchas de humedad. ¿Crees que podríamos contar con la ayuda del fontanero que dice que trabajo aquí?

—Está internado en una residencia geriátrica en Akureyn y dice que no volverá al sur en lo que le queda de vida. Nos hizo una descripción bastante exacta del lugar donde abrió el suelo.

—También estamos colocando una cámara dentro de la cloaca, para estudiar la situación de la tubería y ver si podemos localizar el tramo que se reparó en su tiempo.

—¿Y se necesita toda esta maquinaria? —preguntó Erlendur señalando con la cabeza el tractor que llevaba la taladradora neumática.

—No tengo ni idea. Tenemos taladradoras más pequeñas, pero ésas no pueden ni con mierda mojada. Aunque también tenemos otras máquinas de tamaño reducido que, si encontrásemos un hueco, podríamos utilizar para perforar un agujero por el que bajar una cámara como las que usan para las tuberías.

—Espero que baste con eso. Sería un problema tener que entrar el tractor en la casa.

—De todas formas la peste es infernal en este sótano —dijo el jefe técnico cuando se acercaban juntos al edificio.

Tres técnicos vestidos con monos blancos de papel y con guantes de látex iban por toda la casa dando golpes de martillo por el piso y poniendo señales azules donde les parecía que sonaba a hueco.

—Según el Registro de la Propiedad, este sótano se transformó en vivienda en 1959 —dijo Erlendur—. Holberg lo compró en 1962. Probablemente se instaló enseguida y vivió aquí hasta ahora.

Uno de los técnicos se les acercó y saludó a Erlendur. Llevaba unos planos de la casa, con todos los pisos por separado y el sótano.

—Los lavabos están en medio de la casa. Las tuberías bajan hasta los cimientos, donde está situado el váter del sótano. Este váter estaba aquí antes de la reforma y seguramente la vivienda fue diseñada teniendo en cuenta su ubicación. El váter se conecta con el desagüe del cuarto de baño por una tubería que sigue luego hacia el este, por debajo del salón y el dormitorio, hasta alcanzar la calle.

—La búsqueda no se tiene que centrar únicamente en la tubería —dijo el jefe técnico.

—No, pero desde la calle introdujimos una cámara dentro de la cloaca. Me han dicho que la tubería está partida justo cuando comienza a pasar bajo el dormitorio y hemos pensado en empezar a mirar por ahí. Esta es la misma zona que, según tengo entendido, fue reparada hace tiempo.

Ragnar asintió con la cabeza y miró a Erlendur, que se encogió de hombros, como si las decisiones de los técnicos no fueran de su interés.

—No puede ser una rotura muy antigua —continuó Ragnar—. Tendría que apestar. ¿Has dicho que a ese hombre lo metieron ahí hace un cuarto de siglo?

—Por lo menos eso hizo que desapareciera —dijo Erlendur.

Sus palabras se mezclaron con los martillazos, que con cada golpe aumentaban de volumen, resonando entre las paredes vacías. El técnico se puso unas orejeras con protectores auriculares que había sacado de un maletín. Luego cogió una pequeña taladradora eléctrica y la enchufó. Apretó el gatillo unas cuantas veces antes de aplicar la broca contra el suelo y empezar a romperlo. El ruido era infernal y los demás técnicos se apresuraron a protegerse con sus orejeras. El técnico avanzaba muy poco en su tarea. El hormigón del suelo no cedía ante el taladrado y apenas saltaba algo de polvo. Sacudió la cabeza y apagó la máquina.

—Tenemos que poner el tractor en marcha y entrar la taladradora neumática —dijo con la cara llena de polvo—. Y necesitamos gasas para taparnos la cara. ¿Quién es el iluminado que tuvo esta brillante idea? —añadió, y escupió al suelo.

—Dudo que Holberg utilizara una taladradora neumática en plena noche —opinó el jefe.

—No necesitaba hacer nada en medio de la noche —dijo Erlendur—. El fontanero hizo el agujero en el suelo.

—¿Crees que puso al hombre encima de la cloaca?

—Eso está por ver. Quizá tuvo que hacer algún trabajo en los cimientos. Quizá todo esto sea un gran error.

Erlendur salió fuera. Sigurdur Óli y Elinborg se habían acomodado en su coche y estaban saboreando unos perritos calientes que habían comprado en una tienda cercana. A Erlendur le esperaba otro sobre el salpicadero. Lo devoró en un momento.

—Si encontrásemos el cadáver de Grétar aquí, ¿qué nos diría eso? —preguntó Elinborg, limpiándose la boca con una servilleta.

—Ojalá lo supiera —contestó Erlendur pensativo—. Ojalá lo supiera.

En ese momento oyeron un golpe en la ventanilla del coche y alguien abrió bruscamente la puerta. Era el jefe inmediato de Erlendur, que le pedía que saliese a hablar con él a solas. Sigurdur Óli y Elinborg salieron también, pero se quedaron al lado del coche. El jefe se llamaba Hrólfur y había estado de baja por enfermedad durante todo el día, aunque en ese momento parecía encontrarse perfectamente. Era un hombre muy grueso y sus intentos por disimularlo resultaban vanos. Era vago por naturaleza y rara vez se esforzaba en cuanto a investigación criminal. Sus bajas por enfermedad eran muchas todos los años.

—¿Por qué no se me ha informado de este procedimiento? —preguntó sin disimular su enfado.

—Porque estás enfermo —contestó Erlendur.

—¡Menuda gilipollez! —exclamó Hrólfur—. ¡No vayas a creer que puedes dirigir el departamento a tu antojo! Yo soy tu jefe. ¡Para procedimientos de este tipo tienes que consultarme antes de seguir con tus estúpidas corazonadas!

—Espera un momento, pensé que estabas enfermo —dijo Erlendur fingiendo sorpresa.

—¿Y cómo se te ocurre tomarle el pelo al jefe de la policía del estado? —masculló Hrólfur—. ¿Cómo se te ocurre pensar que aquí hay un hombre enterrado? No das ni una. Todas estas disparatadas ideas tuyas sobre cimientos y malos olores. ¿Has perdido la razón?

Sigurdur Óli se acercó cautelosamente.

—Erlendur, aquí hay una mujer que quiere hablar contigo. Creo que deberías ponerte —le dijo mostrándole el móvil que había dejado en el coche—. Es personal. Está bastante excitada.

Hrólfur se dirigió a Sigurdur Óli diciéndole que se largara y que los dejase en paz.

Sigurdur Óli insistió:

—Tendrías que hablar con ella ahora mismo, Erlendur.

—Pero ¿qué pasa aquí? ¡Parece que yo no exista! —gritó Hrólfur dando una patada en el suelo—. ¿Es esto una maldita conspiración o qué? Si tuviéramos que ir por ahí reventando los cimientos de todo el mundo a causa de un mal olor, no haríamos otra cosa en la vida. ¡Vaya tontería! ¡Habrase visto semejante estupidez!

—Marion Briem fue quien tuvo esta interesante idea —explicó Erlendur tranquilamente—, y me pareció que valía la pena. Lo mismo pensó el jefe de la policía estatal. Te pido disculpas por no haberte consultado y me alegra ver que ya estás recuperado. Tengo que decir que tienes un aspecto estupendo, Hrólfur. Y ahora si me disculpas…

Erlendur pasó por delante de Hrólfur, que se quedó mirando a los dos, con ganas de decir algo más, pero sin saber qué.

—Se me ocurre una cosa —dijo Erlendur—. Lo tendría que haber hecho hace tiempo.

—¿Qué? —preguntó Sigurdur Óli.

—Contacta con los de la Autoridad Portuaria y pregunta si pueden averiguar si Holberg estuvo en Húsavík o en sus alrededores hacia 1960.

—Está bien. Toma, habla con esta mujer.

—¿Quién es? —dijo Erlendur, y cogió el teléfono—. No conozco a ninguna mujer.

—Le dieron el número de tu móvil. Llamó a la oficina. Le dijeron que estabas ocupado, pero no quiso rendirse.

En ese preciso momento se disparó el motor de la taladradora neumática. Desde la vivienda llegaba un ruido insoportable y una gran nube de polvo espeso salió por la puerta. La policía había tapado con cortinas todas las ventanas, así que no podía verse lo que ocurría dentro. Todos, menos el hombre que manejaba la taladradora, habían salido fuera y estaban esperando a ver qué pasaba. Miraron sus relojes y hablaron entre ellos. Sabían que no podrían seguir con este ruido mucho rato. Se estaba haciendo tarde. Tendrían que parar de un momento a otro y continuar por la mañana o encontrar otra solución.

Erlendur se metió en el coche con el teléfono y cerró la puerta para oír mejor. Enseguida reconoció la voz.

—Él está aquí —dijo Elín en cuanto oyó la voz de Erlendur.

Estaba muy nerviosa.

—Relájate, Elín —sugirió Erlendur—. ¿De quién me hablas?

—Está aquí, delante de mi casa, de pie bajo la lluvia, y mirando fijamente mis ventanas.

Su voz se convirtió en un susurro.

—¿Quién, Elín? ¿Estás en tu casa? ¿En Keflavík?

—No sé cuándo vino, no sé cuánto tiempo lleva ahí. Lo he descubierto hace un momento. No querían ponerme en contacto contigo.

—No acabo de entenderte. ¿De quién hablas, Elín?

—Pues del hombre. Estoy segura de que es él, el muy animal.

—¿Quién?

—¡El mal nacido que atacó a Kolbrún!

—¿Que atacó a Kolbrún? Pero ¿qué dices?

—Lo sé. Es imposible, pero está aquí de todas formas.

—¿No estarás algo confusa?

—No digas que estoy confusa. Por favor. Sé perfectamente lo que digo.

—¿Y a qué hombre te refieres?

—¿Que a qué hombre? ¿Qué quieres decir?

—¿Que a quién te refieres? ¿Qué hombre atacó a Kolbrún?

—¡Pues Holberg! —En vez de elevar la voz, Elín hablaba en un murmullo—. ¡Está aquí, delante de mi casa!

Erlendur se quedó callado.

—¿Estás ahí? —susurró Elín—. ¿Qué vas a hacer?

—Elín —dijo Erlendur marcando bien sus palabras—. Es imposible que sea Holberg. Holberg está muerto. Tiene que ser otra persona.

—No me hables como si fuera una niña. Ese animal está aquí fuera mirando hacia mis ventanas.

Capítulo 28

Se interrumpió la conexión y Erlendur puso el coche en marcha. Sigurdur Óli y Elinborg vieron cómo daba marcha atrás y luego desaparecía calle abajo. Se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros. Hacía mucho que Erlendur había dejado de sorprenderles.

Aún no había salido de la calle cuando ya estaba en contacto con la policía de Keflavík. Les pidio que fueran a casa de Elín para arrestar al hombre que había allí delante, vestido con chaqueta azul, pantalones tejanos y zapatillas deportivas blancas, según la descripción dada por la mujer. Al oficial de guardia le advirtió que no utilizaran ni sirenas ni luces intermitentes, sino que se acercaran tan silenciosamente como fuera posible para no ahuyentar al hombre.

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