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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (13 page)

BOOK: Las Marismas
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Sin embargo, en ocasiones vivía esta incomprensible y sobrenatural repetición. Veía el ahora como si lo hubiera visto antes, como si pudiera salir de su cuerpo y convertirse en espectador de su propia vida. No podía explicarse qué era lo que le causaba esas sensaciones ni por qué su mente le hacía estas jugadas.

Erlendur volvió en sí cuando la pala topó con algo y de la tumba salió un ruido hueco. Se acercó unos pasos. Distinguió el contorno del ataúd.

—¡Con cuidado! —le gritó al conductor de la excavadora, levantando las manos.

De reojo vio la luz de unos faros acercarse por la carretera. Todos levantaron la vista y descubrieron un coche que subía lentamente hasta la puerta del cementerio. En el techo lucía encendida la señal de una compañía de taxis. Del vehículo salió una mujer mayor con un abrigo verde. Elín. El taxi desapareció y la mujer se apresuró hacia ellos. Cuando estuvo lo bastante cerca de Erlendur para que pudiera oírle, la mujer empezó a gritar y a amenazarle con el puño.

—¡Ladrón de tumbas! —vociferó—. ¡Ladrones de tumbas! ¡Ladrones de cadáveres!

—Sujetadla —les dijo Erlendur tranquilamente a los policías que se dirigían hacia Elín para pararla, pocos metros antes de llegar a la tumba.

Ella, fuera de sí y llena de rabia, intentó liberarse a golpes, pero los policías le sujetaron las manos con firmeza.

Los dos funcionarios bajaron a la tumba con sus palas. Con cuidado sacaron la tierra de alrededor del ataúd y colocaron unas cuerdas bajo él. El féretro estaba en bastante buen estado. La lluvia golpeaba la madera y lo limpiaba de tierra. Erlendur se imaginó que una vez debió de haber sido blanco. Un pequeño ataúd de color blanco con unas asas doradas en los lados y una pequeña cruz sobre la tapa. Los hombres fijaron las cuerdas a la pala de la excavadora, que subió con cuidado el féretro a la superficie. Aún estaba entero, pero parecía extremadamente frágil. Erlendur vio que Elín había dejado de gritar y luchar. Empezó a llorar cuando apareció el ataúd, que durante un momento se quedó colgado, inmóvil encima de la tumba. Una furgoneta pequeña se acercó marcha atrás y se paró poco antes de llegar a la tumba. Colocaron el ataúd en el suelo y retiraron las cuerdas. El cura se acercó, hizo la señal de la cruz y rezó en voz baja. Los funcionarios levantaron el féretro y lo introdujeron en la furgoneta. Elinborg se sentó al lado del conductor y el coche salió del cementerio, alejándose por la carretera lentamente, hasta desaparecer en la lluvia y en la oscuridad.

El cura se acercó a Elín y pidio a los policías que la soltaran. Lo hicieron de inmediato. Le preguntó si podía hacer algo por ella. Era evidente que se conocían y conversaron por unos instantes en voz baja. Elín parecía más tranquila. Erlendur y Sigurdur Óli se miraron. Acto seguido, sus miradas se dirigieron al agujero en la tierra. El agua de la lluvia se acumulaba en el fondo.

—Quería impedir este horror, esta profanación —le oyeron decir al cura.

Erlendur se sentía aliviado de que Elín estuviera más tranquila. Fue hacia ella y Sigurdur Óli le siguió despacio, a distancia.

—Nunca te perdonaré esto —dijo Elín a Erlendur. El cura aún estaba a su lado—. ¡Nunca! Que lo sepas.

—Lo entiendo perfectamente —repuso Erlendur—, pero la investigación tiene prioridad.

—¡La investigación! A la porra tu investigación —murmuró Elín—. ¿Adónde llevan el ataúd?

—A Reikiavik.

—¿Y cuándo piensas devolverlo?

—Dentro de dos días.

—Mira lo que has hecho con su tumba —suspiró Elín con tono de rendición, como si aún no hubiera entendido lo que había ocurrido.

Pasó por delante de Erlendur y se fue hacia la lápida, mirando tristemente los barrotes rotos de la pequeña valla, el florero y la tumba abierta.

Erlendur decidió contarle lo de la nota que encontraron en la vivienda de Holberg.

—Dejaron una nota en casa de Holberg, justo en el lugar donde estaba él. No la pudimos entender hasta que descubrimos lo de Audur y hablamos con su antiguo médico. Los asesinos islandeses no suelen dejar nada tras de sí excepto confusión y desorden, pero el que mató a Holberg quiso darnos algo en que pensar. De pronto, cuando el médico habló de una posible enfermedad hereditaria, el mensaje cobró cierto sentido. También fue importante lo que Ellidi me contó en la cárcel. Holberg no tiene a ningún familiar vivo. Sólo tenía una hermana que murió a los nueve años. Sigurdur Óli —dijo Erlendur mientras señalaba a su compañero— encontró unos informes médicos sobre ella y lo que dijo Ellidi resultó ser cierto. La hermana murió como Audur, a causa de un tumor cerebral. Muy probablemente del mismo tipo que causó la muerte de Audur.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Qué mensaje era ése? —preguntó Elín.

Erlendur vaciló. Miró a Sigurdur Óli, quien a su vez miró a Elín y luego de nuevo a Erlendur. Se miraron fijamente a los ojos por un momento.

—Yo soy él —dijo Erlendur.

—¿Qué quieres decir?

—Es lo que decía el mensaje. «Yo soy él.» Con énfasis en la última palabra: ÉL.

—Yo soy él —repitió Elín—. ¿Qué significa?

—Realmente es imposible de decir; pero me pregunto si alude a algún tipo de parentesco —contestó Erlendur—. Quizá quien escribió esa nota considera que tiene algo en común con Holberg. También podría ser el delirio de algún perturbado que no sabía nada de Holberg. Sólo una tontería. Pero no creo que sea así. Creo que la enfermedad nos va a ayudar. Creo que tenemos la obligación de saber de quién se trata exactamente.

—¿Qué clase de parentesco?

—Holberg no tenía hijos según los informes oficiales. Audur no llevaba su apellido. Pero si es verdad lo que dice Ellidi, que Holberg había violado a otras mujeres aparte de Kolbrún y que ninguna lo denunció, es probable que tenga algún otro hijo. Quizá Kolbrún no sea la única víctima que tuvo un hijo de él. Hemos estrechado la búsqueda hasta una posible víctima en Húsavík y ahora investigamos los nacimientos que hubo allí en una determinada época, y tenemos la esperanza de obtener algún resultado muy pronto.

—¿Húsavík?

—Sí, una posible víctima de Holberg pudo haber sido de allí.

—¿Y qué hay de la enfermedad hereditaria? —preguntó Elín—. ¿Cuál es esa enfermedad? ¿Es la misma que mató a Audur?

—Aún no hemos examinado a Holberg. Tenemos que comprobar que efectivamente fuera el padre de Audur y luego sacar conclusiones de todo esto. Si la teoría resulta cierta, es posible que se trate de una enfermedad poco común transmitida de padres a hijos.

—¿Y ésa fue la enfermedad de Audur?

—Puede ser que haya pasado demasiado tiempo desde su fallecimiento para poder obtener resultados fidedignos, pero tenemos que intentarlo.

Habían subido hasta la iglesia, Elín al lado de Erlendur y Sigurdur Óli detrás de ellos. Elín era quien los dirigía. La iglesia estaba abierta, entraron en el atrio para guarecerse de la lluvia y se quedaron mirando la oscuridad de fuera.

—Yo creo que Holberg fue el padre de Audur —dijo Erlendur—. No tengo ninguna razón para dudar de tus palabras ni de las de tu hermana. Pero nos hacen falta pruebas. Son necesarias para la investigación policial. Si se trata de una enfermedad que Audur heredó de Holberg, puede que haya más personas contagiadas. También es posible que esa enfermedad esté relacionada con el asesinato de Holberg.

No vieron un coche que se alejaba lentamente del cementerio por un antiguo camino, circulaba sin luces y resultaba muy poco visible en la oscuridad. Cuando llegó más abajo, a la entrada del pueblo de Sandgerdi, encendió las luces, aumentó la velocidad y al instante alcanzó la furgoneta que iba con el ataúd hacia Reikiavik. En la autovía de Keflavík, el conductor procuró tener siempre dos o tres vehículos entre su coche y la furgoneta. De esa manera fue siguiendo al ataúd hasta llegar a la ciudad.

Cuando la furgoneta se paró delante del tanatorio, aparcó el coche a cierta distancia y observó cómo introducían el ataúd y cerraban la puerta. Vio que la furgoneta se iba y que la mujer que había acompañado al conductor de la furgoneta se marchaba en taxi.

Cuando todo volvió a la calma, se fue silenciosamente.

Capítulo 19

Marion Briem lo recibió en la puerta. Erlendur no le había avisado que iba a ir. Venía directamente desde Keflavík y decidio hablar con ella antes de visitarla. Eran las seis de la tarde y ya estaba completamente oscuro. Marion le invitó a entrar mientras le pedía disculpas por el desorden. El apartamento era pequeño: salón, dormitorio, cuarto de baño y cocina. Era evidente el descuido de una inquilina solitaria, no se diferenciaba mucho de la vivienda de Erlendur. En el salón abundaban periódicos, revistas y libros, que aparecían por todas partes, la alfombra estaba gastada y sucia, y en la cocina se amontonaban utensilios sin fregar. La tenue luz de una lamparita de mesa iluminaba débilmente el oscuro salón. Marion le indicó a Erlendur que quitase los periódicos de un sillón y tomase asiento.

—No me dijiste que te habías ocupado de este asunto en su tiempo.

—No fue uno de mis mejores trabajos —repuso Marion encendiendo un pequeño cigarro con sus manos pequeñas y atractivas.

Su cara tenía un aspecto doloroso, su cabeza era grande pero su cuerpo, delicado. Erlendur rechazó el cigarrillo que le ofrecía. Sabía que Marion se mantenía al tanto de los asuntos que le interesaban, buscaba la información que podían darle los antiguos compañeros que seguían en activo e incluso hacía saber su opinión cuando le parecía oportuno.

—Quieres saber más sobre Holberg —añadio Marion.

—Y sobre sus amigos —dijo Erlendur sentándose después de haber colocado una pila de periódicos en el suelo—. Y sobre Rúnar, de Keflavík.

—Ah, sí, Rúnar, de Keflavík —repitió Marion—. Una vez quiso matarme.

—No creo que ese viejo desgraciado tenga fuerzas para ello ahora —opinó Erlendur.

—Así que lo has visto —dijo ella—. Está enfermo de cáncer, ¿lo sabías? Es cuestión de semanas.

—No lo sabía —admitió Erlendur recordando la delgada y huesuda cara de Rúnar y la gota que pendía de su nariz mientras recogía las hojas en su jardín.

—Tenía amigos muy influyentes en el ministerio. Por eso lo aguantaron en el puesto. Yo había recomendado que lo echaran. Le cayó una amonestación.

—¿Te acuerdas de Kolbrún?

—La víctima más desdichada que he visto en mi vida —dijo Marion—. No llegué a conocerla mucho, pero sabía que era incapaz de mentir. Acusaba a Holberg y describió el trato que recibió de Rúnar. Era su palabra contra la de Rúnar, pero su testimonio era creíble. Rúnar no debió mandarla a casa, incluso si obviamos la historia de las bragas. Holberg la violó. Eso está claro. Yo organicé un encuentro entre ellos, entre Holberg y Kolbrún, y no tengo la menor duda.

—¿Organizaste un encuentro?

—Fue una equivocación. Creía que ayudaría. Pobre mujer.

—¿Cómo lo hiciste?

—Hice que pareciera una casualidad o un descuido. No pensé que… no debería hablarte de eso. La investigación no avanzaba. Ella decía una cosa y él, otra. Los llamé a los dos a la vez e hice que se encontraran.

—¿Qué pasó?

—Ella sufrió un ataque de angustia y tuvimos que llamar a un médico. Nunca había visto nada parecido. Ni he vuelto a verlo.

—¿Y él?

—Simplemente se quedó allí, sonriendo.

Erlendur no dijo nada.

—¿Crees que era el padre de la niña?

Marion se encogió de hombros.

—Kolbrún siempre lo sostuvo.

—¿Kolbrún te habló de otra mujer a quien Holberg había violado antes que a ella?

—¿Había otra?

Erlendur le contó lo que le había dicho Ellidi. Pronto la puso al corriente de los puntos principales de la investigación. Marion escuchaba con atención, fumando su cigarrillo. Sus ojos, pequeños y penetrantes, miraban a Erlendur fijamente, sin perder detalle. Esos ojos vieron a un hombre de mediana edad, de aspecto cansino, con ojeras y barba de varios días. Tenía unas cejas gruesas que sobresalían tiesas de su cara y el pelo rojizo despeinado. A veces asomaban los fuertes dientes debajo de unos labios pálidos, en medio de una cara de expresión abatida, que había sido testigo de todo lo peor que se puede encontrar entre la fauna humana. En los ojos de Marion Briem había compasión y la triste certeza de que estaba contemplando su propia imagen.

Erlendur estuvo bajo el mando de Marion Briem cuando empezó a trabajar en el departamento de investigación criminal. Fue ella quien le enseñó todo lo que pudo aprender en los primeros años. Al igual que Erlendur, Marion nunca había desempeñado un puesto de mando en el cuerpo de policía. Siempre se había dedicado a los tradicionales trabas de investigación y tenía una gran experiencia. Su memoria era infalible y no había disminuido con la edad. Todo lo que oía o veía quedaba registrado y analizado en el enorme espacio de almacenaje de su cerebro, y ella podía sacarlo de ahí, sin el menor esfuerzo, cuando era necesario. Marion era capaz de recordar minuciosamente todos los detalles de casos antiguos, era un archivo viviente, un mar de conocimientos sobre cualquier cosa relacionada con la historia criminal islandesa. Su instinto de deducción era agudo y su pensamiento, sensato.

Sin embargo, como compañera de trabajo, Marion era un bicho insufrible, pedante, exigente e impaciente, como Erlendur la había calificado una vez cuando, hablando con Eva Lind, salió el tema en la conversación. Entre él y su antigua maestra hubo grandes diferencias durante años y a menudo ambos intercambiaron agrias palabras. Erlendur pensaba que de alguna incomprensible manera él había decepcionado a Marion. Estaba convencido de que ella se lo demostraba cada vez con más claridad, hasta que le llegó la edad de jubilación y se retiró. Fue un alivio para Erlendur.

Después de la jubilación de Marion, su relación mejoró. La tensión se relajó y la competitividad desapareció.

—Por eso se me ocurrió venir a verte y averiguar lo que recuerdas sobre Holberg, Ellidi y Grétar —dijo Erlendur finalmente.

—¿No abrigarás esperanzas de encontrar a Grétar después de todos estos años? —preguntó Marion sin disimular su sorpresa.

A Erlendur le pareció ver una leve expresión de preocupación en su cara.

—¿Hasta dónde llegaste con tu investigación acerca de Grétar?

—No llegué a ninguna parte, era un trabajo ocasional —dijo Marion. Erlendur se alegró cuando le pareció detectar un tono defensivo en su voz—. Probablemente desapareció el mismo fin de semana en que se celebró la fiesta de la República en Thingvellir. Hablé con su madre y con sus amigos. Con Holberg y Ellidi y con sus compañeros de trabajo. Cuando desapareció, Grétar trabajaba en la compañía naviera Eimskip. Se dedicaba a la descarga de barcos. Sus compañeros pensaban que quizá se había caído al mar. Dijeron que si hubiera caído por la bodega de algún barco se habrían dado cuenta.

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