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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (35 page)

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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—Excepto a los profesores.

—A los profesores nos llaman «profe». ¿O es más moderno «pro»?

—Deja de alardear de que lo sabes todo —dice Peter.

—Pues yo soy la señora Kilborn y prefiero que me llames «señora Kilborn» —le dice Bunny al amigo de Peter.

—¿Y tú cómo te llamas? —le pregunto al niño.

—Eric Haber.

¿Eric Haber? ¿El Eric Haber de quien yo creía que Peter estaba secretamente enamorado? Es adorable: alto, con los ojos de color almendra y con unas pestañas obscenamente largas.

—Peter habla de ti todo el tiempo —digo.

—Déjalo ya, mamá.

Se miran un momento y Peter se encoge de hombros.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Sólo pasando el rato?

—Sí, mamá. Pasando el rato.

Acomodo los manuscritos en una pila.

—Bueno, os dejamos solos. Vamos al porche, Bunny. Eric, espero seguir viéndote por aquí.

—Eh… sí, claro —responde él.

—¿A qué venía todo eso? —pregunta Bunny, una vez que nos sentamos en el porche.

—Yo creía que Eric era el amor secreto de Peter.

—¿Peter es gay?

—No, es hetero, pero yo pensaba que podía ser gay.

Bunny saca un tubo de filtro solar del bolso y empieza a aplicárselo lentamente en los brazos.

—Estás muy unida a Peter y Zoé, ¿verdad, Alice? —dice.

—Sí, claro.

—Hum —resopla, mientras me ofrece el tubo—. No olvides el cuello.

—Dices «hum» como si hubiera algo de malo en ello, como si no te pareciera bien. ¿Te parece que estoy demasiado unida a ellos?

Bunny se frota la crema sobrante por el dorso de las manos.

—Creo que estás… enredada —dice con cautela—. Tu relación con ellos es muy intensa.

—¿Y eso es malo?

—Alice, ¿cuántos años tenías cuando murió tu madre?

—Quince.

—Cuéntame algo de ella.

—¿Como qué?

—Cualquier cosa. Lo primero que te venga a la cabeza.

—Se ponía unos aretes de oro muy grandes. Usaba colonia Jean Nate y bebía gintonics todo el año, sin importarle la estación. Decía que así se sentía como si estuviera siempre de vacaciones.

—¿Qué más? —pregunta Bunny.

—Déjame adivinar. Quieres que sea «mucho más profunda»… —suspiro.

Bunny sonríe.

—Bueno, ya sé que te parecerá gracioso —prosigo—, pero durante varios meses, después de su muerte, seguí pensando que aún volvería. Creo que tuvo algo que ver con lo repentino de su desaparición. Era imposible asimilar que ahora estuviera aquí y al minuto siguiente se hubiera marchado. Su película favorita era
Sonrisas y lágrimas
. Hasta se parecía un poco a Julie Andrews. Llevaba el pelo corto y tenía el cuello largo y muy bonito. Todavía me parece que va a salir repentinamente de detrás de un árbol y se va a poner a cantar, como cuando María le cantaba aquella canción al capitán Von Trapp; ¿cómo se llamaba?

—¿Cuál? ¿La que canta cuando se da cuenta de que se ha enamorado de él? —pregunta Bunny.

—Está el amor hoy aquí, junto a mí, y la luz eres tú —canto en voz baja.

—Tienes una voz preciosa, Alice. No sabía que cantabas.

Hago un gesto de asentimiento.

—¿Y tu padre? —pregunta Bunny.

—Quedó totalmente destrozado.

—¿Teníais a alguien que os ayudara? ¿Tíos, abuelos…?

—Sí, pero después de unos meses, nos quedamos solos.

—Debéis de haber estado muy unidos —dice Bunny.

—Sí. Antes y ahora. Mira, ya sé que me meto demasiado en sus vidas. Ya sé que puedo ser controladora y pesada. Pero Zoé y Peter me necesitan. Y son todo lo que tengo.

—No son todo lo que tienes —dice Bunny—. Y tienes que empezar el proceso de dejarlos marchar. Créeme, yo he pasado por eso con mis tres hijos y sé de lo que hablo. Fundamentalmente, tienes que romper las ataduras. Al final, serán lo que tengan que ser y no lo que tú quieres que sean.

—¿Estás lista, Alice? —pregunta Caroline, que acaba de salir al porche, vestida con la ropa que usa para ir a correr.

—Hablando del rey de Roma —dice Bunny.

Caroline frunce el ceño y mira el reloj.

—Has dicho a las dos, Alice. ¡Vamos!

—Tu hija es una dictadora —digo sonriendo, mientras me pongo de pie.

—¡Alice! ¡Has hecho los mil seiscientos metros en nueve minutos!

—¿Bromeas? —digo, sin aliento.

—¡No! ¡Mira! Me enseña el cronómetro.

—¿Cómo es posible?

Caroline se encoge de hombros, sonriendo.

—¡Sabía que lo conseguirías!

—Sin ti, no habría podido. Has sido una entrenadora maravillosa.

—Muy bien. Ahora vamos a parar poco a poco —dice Caroline, reduciendo la velocidad hasta ir andando.

Suelto un gritito de entusiasmo.

—Estás orgullosa, ¿eh?

—¿Crees que podré reducirlo a ocho minutos?

—No te fuerces.

Seguimos andando en silencio un rato más.

—¿Cómo va el trabajo en Tipi?

—¡Oh, Alice, no podría estar más contenta! ¿Y sabes qué? ¡Me han ofrecido un contrato a tiempo completo! Empiezo dentro de dos semanas.

—¡Caroline! ¡Es fantástico!

—Todo está empezando a funcionar. Y ha sido gracias a ti, Alice. No sé qué habría hecho sin tu apoyo y tu aliento. Y también gracias a William, que ha permitido que me quede en vuestra casa. Y a Peter y Zoé, que son unos chicos increíbles. Estar con tu familia ha sido fantástico para mí.

—Nosotros hemos sido los beneficiados. Eres una chica adorable.

Cuando llegamos a casa, recojo una cesta de ropa lavada que lleva varios días en medio del cuarto de estar y la llevo a la habitación de Peter. La dejo en el suelo, segura de que ahí se quedará por lo menos una semana más. Hace tiempo que Peter me pide que lo deje irse a la cama más tarde, y yo le he dicho que el día que guarde su ropa él solo y se duche sin necesidad de que yo se lo diga, entonces podré considerarlo.

—¡Tienes tanta energía, Alice! Quizá yo debería empezar a correr —dice Bunny, asomando la cabeza por la puerta de la habitación.

—Todo ha sido gracias a tu hija —le digo—. A propósito, ¡enhorabuena a la madre de la recién contratada! ¡Una noticia estupenda, la del trabajo en Tipi!

Bunny entrecierra los ojos.

—¿Qué noticia?

—La del contrato a tiempo completo…

—¿Qué? ¡Le acabo de conseguir una entrevista de trabajo en Facebook, para la que he tenido que recurrir a varios contactos importantes! ¿Ha aceptado el trabajo en Tipi?

—Creo que sí. Parecía encantada de la vida.

Bunny se pone roja.

—¿Qué pasa? ¿No te lo ha dicho? ¡Dios! ¿Era una sorpresa? No me dijo nada. Pensé que te lo habría contado.

Bunny niega vigorosamente con la cabeza.

—Esa chica tiene un título en informática de la Universidad Tufts, ¿y lo va a desperdiciar trabajando para una simple ONG?

—¡Bunny, Tipi no es una simple ONG! ¿Sabes a qué se dedica? ¡A los microcréditos! Creo que el año pasado concedió algo así como doscientos millones de dólares en préstamos que…

Bunny me interrumpe.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero ¿de qué va a vivir esa niña? Con el salario de Tipi no tendrá ni para comer. Tú no lo entiendes, Alice. Tus hijos todavía ni siquiera han empezado a pensar en la universidad. Pero te voy a dar un consejo. La época de las carreras de artes o humanidades ha pasado. Ahora nadie puede permitirse una licenciatura en filología inglesa. ¡Y no me hagas hablar de la historia del arte o el teatro! El futuro son las matemáticas, la ciencia y la tecnología.

—Pero ¿qué pasa si a mis hijos no les gustan las matemáticas, la ciencia y la tecnología?

—Peor para ellos. Oblígalos a que elijan una de esas carreras de todos modos.

—¡Bunny! ¡No puedes hablar en serio! ¡Tú, entre todas las personas! ¡Tú, que has vivido siempre del arte!

—¡Dios santo, parad ya, vosotras dos! —dice Caroline, entrando en la habitación—. Sí, mamá, es cierto. He aceptado el trabajo en Tipi. Y también es cierto que voy a ganar prácticamente el salario mínimo. ¿Y qué? Es lo que gana la mitad de la gente en este país. O mejor dicho, la mitad del país se alegraría de ganar el salario mínimo, de tener un empleo… En realidad, soy una afortunada.

Bunny retrocede con paso vacilante y se sienta en la cama.

—¿Bunny? —digo.

Se queda con la mirada fija en la pared.

—Tienes mala cara. ¿Te traigo un vaso de agua? —le ofrezco.

—Vives en un mundo de fantasía, Caroline. No podrás sobrevivir con un salario mínimo, sobre todo en una ciudad como San Francisco —dice Bunny.

—Claro que podré. Viviré en un piso compartido. Trabajaré de camarera por la noche. Ya verás como puedo.

—Tienes un máster en informática de Tufts.

—Bueno, aquí viene lo de siempre… —dice Caroline.

—Y estás loca si no piensas sacarle provecho. Tu obligación… No, tu responsabilidad es sacarle provecho. ¡Podrías ganar el doble o el triple con toda facilidad! —exclama.

—El dinero no es importante para mí, mamá —dice Caroline.

—¡Escúchala, Alice! El dinero no es importante para ella —dice Bunny.

—Es cierto. El dinero no es importante para ella, Bunny —digo yo, mientras me siento a su lado, en la cama—. Y quizá esté bien que sea así, de momento. —Le apoyo una mano en la rodilla a Bunny—. Es joven. No tiene a nadie a su cargo. Tiene mucho tiempo por delante para que el dinero empiece a parecerle importante. Ahora Caroline va a trabajar en una organización que está cambiando para mejor la vida de muchas mujeres.

Bunny nos mira a las dos con expresión desafiante.

—Deberías estar orgullosa, Bunny, y no enfadada —le digo.

—¿Acaso he dicho que no esté orgullosa? No lo he dicho —responde en tono cortante.

—Actúas como si no lo estuvieras —dice Caroline.

—¡Me estás acorralando! —exclama Bunny—. ¡Y no me gusta nada!

—¿Qué quieres decir con eso de que te estoy acorralando? —pregunta Caroline.

—Me estás haciendo parecer lo que no soy: una persona egoísta. No puedo creerlo… ¡Precisamente yo! —dice Bunny con indignación, y, de pronto, se cubre la cara con las manos y lanza un gemido ahogado.

—¿Qué pasa? —pregunta Caroline.

Bunny le indica con un gesto que no piensa contestarle.

—¿Qué, mamá?

—No puedo hablar.

—¿Por qué no puedes hablar?

—Porque estoy avergonzada —susurra Bunny.

—Oh, por favor… —dice Caroline.

—Sé amable. Se siente mal —le digo a Caroline sin que Bunny me oiga.

Caroline se cruza de brazos y suspira.

—¿De qué te avergüenzas, mamá?

—De que veas esta parte de mí —dice Bunny en voz baja.

—Querrás decir de que Alice vea esta parte de ti. Yo la veo todo el tiempo.

—Sí, sí —dice Bunny, con las manos caídas a los lados y un aspecto absolutamente desolador—. Ya sé que la ves, Caroline. Mea culpa, mea culpa —entona.

Caroline empieza a ablandarse cuando ve que su madre se siente realmente mal.

—Creo que eres demasiado dura contigo misma, Bunny —intervengo—. Las cosas no son blancas o negras, sobre todo cuando los hijos están de por medio.

—No, no. Soy una hipócrita —dice Bunny.

—Sí —confirma Caroline—, es una hipócrita. —Se agacha y le da un beso a su madre en la mejilla—. Pero es una hipócrita adorable.

Bunny me mira.

—¿Verdad que soy patética? Hace menos de media hora te estaba sermoneando toda solemne sobre la necesidad de dejar que tus hijos se marchen.

—Sólo conozco una manera de dejarlos ir —replico—. Caóticamente.

Bunny le da la mano a Caroline.

—Estoy orgullosa de ti, Caroline. En serio.

—Lo sé, mamá.

Bunny le acaricia la palma de la mano.

—¿Quién sabe? Tal vez puedas concederte un pequeño microcrédito a ti misma, si lo necesitas. Es una de las ventajas de trabajar en Tipi…, si te cuesta sobrevivir con el salario que pagan, claro.

Caroline sacude la cabeza y me mira.

—Pero insisto, Alice. Si Zoé o Peter muestran alguna aptitud para las matemáticas o la tecnología, realmente deberías…

Caroline apoya un dedo sobre los labios de su madre, para hacerla callar.

—Tú siempre quieres tener la última palabra, ¿verdad?

Después, por la tarde, entro en la cuenta de Facebook de Lucy Pevensie. No hay publicaciones ni mensajes nuevos. Tampoco está conectado Yossarian. Salgo y miro mi cuenta.

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Me siento angustiada e inquieta. Abro un documento nuevo de Word. Pasa un minuto. Pasan cinco. Diez. Mis dedos flotan sobre el teclado. Nerviosamente, escribo: «Obra teatral en tres actos de Alice Buckle», y en seguida lo borro. Después, lo vuelvo a escribir, esta vez con mayúsculas, pensando quizá que las mayúsculas me darán el coraje que necesito.

La voz de Marvin Gaye cantando
What's Going On
sube desde la planta baja y se cuela en mi habitación. Miro el reloj. Son las seis. Pronto saldrá a relucir la tabla de picar. Se lavarán pimientos. Se pelarán mazorcas. Y alguien, probablemente Jack, se pondrá a bailar con su mujer en la cocina. Otros (William y yo) recordaremos los bailes del instituto y la latas de cerveza Pabst Blue Ribbon que bebíamos en el sótano de la casa del chico de al lado. Y los más jóvenes (Zoé, Peter y tal vez incluso Caroline) se descargarán a Marvin Gaye para oírlo en sus iPods, sintiéndose como los primeros del mundo en descubrir esa voz terrenal y sensual.

Apoyo los dedos sobre el teclado y empiezo a escribir.

91

William entra en la cocina.

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