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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (107 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Qué fascinante, pensó César sin dejar de mantener aquella expresión de estudioso interés. ¿Irá detrás de mí o irá detrás de Magnus? ¿O está matando dos pájaros de un tiro? ¡Qué desgraciado parece el Gran Hombre! Si pudiera hacerlo sin que se notase, ahora mismo se levantaría y se marcharía. Pero esto no me suena como una cosa propia de nuestro Bíbulo. ¿Ouién le escribirá últimamente los discursos?

—El enorme rebaño de ganado se metió, sin mirar por dónde andaba, en Campania, atendido por unos cuantos pastores bribones, si es que a los que acompañan ganado se les puede llamar pastores —dijo Bíbulo muy al estilo de un narrador de historias—. Como sabéis, padres conscriptos, cada municipium de Italia tiene sus rutas y senderos especiales reservados para el movimiento de ganado de un lugar a otro. Incluso los bosques tienen pistas bien delimitadas para el ganado: para trasladar a los cerdos hasta las bellotas de los robledales durante el invierno; para trasladar a las ovejas desde los pastos altos hasta los bajos al cambiar las estaciones; y, sobre todo, para trasladar a las bestias al mayor mercado de Italia, los corrales del Vallis Camenarnm, en la parte exterior de las murallas servias de Roma. Estas rutas, senderos y pistas son todos ellos terrenos públicos, y el ganado que circule por ellos no puede adentrarse en terrenos de propiedad privada para destruir hierba de propiedad privada, ni cosechas ni… viñas. —Hizo una pausa muy larga esta vez—. Desgraciadamente —continuó diciendo Bíbulo al tiempo que suspiraba—, los bribones pastores que atendían aquel rebaño no conocían el paradero del sendero apropiado… aunque, añado, ¡siempre tienen esos senderos su buena milla de anchura! El ganado encontró suculentas vides para comer. Sí, mis queridos amigos, esas malvadas e inútiles bestias que pertenecían a Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, invadieron el precioso viñedo que le pertenecía a Publio Servilio. Lo que no se comieron lo pisotearon hasta enterrarlo. Y, por si no estáis familiarizados con los hábitos y características del ganado, os diré una cosa más al respecto: su saliva mata el follaje, o si no, si las plantas son jóvenes, impide que vuelvan a crecer durante un período de dos años. Pero las vides de Publio Servilio eran muy viejas. De manera que se murieron. Y mi amigo, el caballero Publio Servilio, es ahora un hombre arruinado. Incluso lloró por el rey Fraates de los partos, que nunca más volverá a beber ese noble vino.

Oh, Bíbulo, ¿será posible que quieras ir a parar adonde yo creo que vas?, se preguntó César en silencio, sin cambiar de postura ni de expresión.

—Naturalmente, Publio Servilio se quejó a los hombres que dirigen las amplias propiedades y posesiones de Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus —continuó Bíbulo con un sollozo—, pero sólo para que le dijeran que no había posibilidad de compensarle pagándole por la pérdida del mejor viñedo del mundo. Porque… porque, padres conscriptos, ¡la ruta por la cual ese ganado se estaba transportando había sido supervisada hacía ya tanto tiempo que los linderos habían desaparecido! ¡Los bribones pastores no habían errado, porque no tenían ni idea de dónde se suponía que estaban! Seguramente los linderos no estarían en un viñedo, desde luego. Naturalmente. Pero, ¿cómo podría probarse eso en un juicio o ante el tribunal de] pretor urbano? ¿Conoce alguien, en cada
municipium
siquiera, dónde están los mapas que muestran las rutas, pistas y senderos reservados para ganado trashumante? ¿Y qué hay del hecho de que hace unos treinta años Roma absorbiera el total de la península Itálica bajo su dominio a cambio de conceder a toda la población la plena ciudadanía? ¿Hace eso que Roma tenga el deber de delinear las rutas, senderos y pistas para ganado de una punta de Italia a la otra? ¡Yo creo que sí!

Catón estaba inclinado hacia adelante como un sabueso atado con una correa, Cayo Pisón había sucumbido a una risa silenciosa, Ahenobarbo estaba gruñendo; y los
boni
, evidentemente, se preparaban para una victoria.

—Cónsul
senior
, miembros de esta Cámara, yo soy un hombre pacífico que ha desempeñado lealmente sus deberes militares. No tengo deseo de marcharme en mis mejores años a una provincia para hacer la guerra a unos desventurados bárbaros con el fin de enriquecer mis propias arcas mucho más que las de Roma. Pero soy un patriota. Si el Senado y el pueblo de Roma dicen que debo aceptar obligaciones provinciales cuando acabe mi consulado, ¡porque yo seré cónsul!, entonces obedeceré!. ¡Pero que sean unas obligaciones verdaderamente útiles! ¡Que sean unas obligaciones calladas y modestas! ¡Que sean memorables no por el número de carrozas que se cuenten en el desfile triunfal, sino por una tarea que se necesitaba desesperadamente y ha sido bien hecha por fin! Yo pido que esta Cámara distribuya entre los cónsules del próximo año exactamente un año de servicio proconsular después, inspeccionando y demarcando debidamente las rutas, senderos y pistas públicas para el ganado trashumante en Italia. Yo no puedo devolverle a Publio Servilio las vides que le han sido asesinadas, ni espero calmar su rabia. Pero sí puedo convenceros a todos vosotros de que hay otros posibles servicios proconsulares además de hacerla guerra en países extranjeros, entonces, en cierto modo, habré llevado a cabo una especie de reparación al daño que se le ha causado a mi amigo Publio Servilio.

Bíbulo se detuvo, pero no se sentó, pues al parecer pensaba añadir algo más.

—Nunca le he pedido mucho a este cuerpo durante mis años como senador. Concededme este único favor y nunca pediré nada más. Tenéis la palabra de un Calpurnio Bíbulo.

El aplauso fue entusiasta y general; César también aplaudió de corazón, pero no la propuesta de Bibulo. El discurso había sido genial. Aquello era mucho más efectivo que rechazarle a él la adjudicación de una provincia por adelantado. Asumir una tarea dolorosa e ingrata voluntariamente y dejar por mezquino a cualquiera que pusiera alguna objeción.

Pompeyo seguía sentado con expresión triste mientras muchos hombres lo miraban y se extrañaban de que un hombre tan rico y poderoso pudiera haber tratado al caballero Publio Servilio de un modo tan atroz; fue Lucio Luceyo quien contestó a Bíbulo con mucha fuerza y en voz muy alta, protestando de algo tan ridículo como que aquella tarea era más propia de agrimensores profesionales contratados por los censores. Hubo otros que hablaron, pero siempre para alabar la propuesta de Bíbulo.

—Cayo Julio César, tú eres el candidato favorito para estas elecciones —le dijo Celer dulcemente—. ¿Tienes algo que añadir antes de que pasemos a la votación?

—Nada en absoluto, Quinto Cecilio —respondió César sonriendo.

Lo cual sirvió más bien para desinflar las velas de los
boni
. Pero la moción para asignar los senderos y pistas de las tierras de pastos y bosques de Italia a los cónsules del año siguiente fue aprobada por abrumadora mayoría. Incluso César votó a favor, al parecer perfectamente contento. ¿Qué se proponía? ¿Por qué no había salido de su jaula rugiendo?

—Magnus, no pongas esa cara tan larga —le dijo César a Pompeyo, que había permanecido en la Cámara después del éxodo masivo.

—¡Nadie me ha hablado nunca de ese Publio Servilio! —exclamó Pompeyo—. ¡Espera a que les ponga las manos encima a mis administradores!

—¡Magnus, Magnus, no seas ridículo! ¡No hay ningún Publio Servilio! Bíbulo se lo ha inventado.

Pompeyo se quedó paralizado, con unos ojos tan redondos como su cara.

—¿Que se lo ha inventado? —graznó—. ¡Oh, eso lo aclara todo! ¡Mataré a ese
cunnus
!

—No harás tal cosa —le dijo César—. Ven conmigo a mi casa dando un paseo y bébete una copa de un vino mejor que el que nunca haya hecho Publio Servilio. Recuérdame que le mande un anuncio al rey Fraates de los partos, ¿quieres? Creo que le encantará el vino que yo hago. Quizás resulte un modo menos cansado de hacer dinero que gobernar las provincias de Roma… o que inspeccionar las rutas para el ganado trashumante.

Aquella actitud jovial sirvió para que a Pompeyo se le levantara el ánimo; se echó a reír, cogió a César por el brazo y empezó a pasear como éste le había indicado.

—Ya era hora de que tuviéramos una charla —le dijo César mientras servía los refrigerios.

—Te confieso que me he preguntado alguna vez cuándo íbamos a reunirnos.

—La
domus publica
es una residencia suntuosa, Magnus, pero tiene algunas desventajas. Todo el mundo la ve… y ve quién entra y sale. Lo mismo ocurre con tu casa; eres tan famoso que sienipre hay turistas y espías acechando. —Una taimada sonrisa iluminó los ojos de César—. En realidad eres tan famoso que el otro día, cuando yo iba a casa de Marco Craso, me fijé en que hay puestos enteros en los mercados que venden pequeños bustos tuyos. ¿Te pagan una buena comisión? Esos pompeyos en miniatura se los quitaban de las manos a los vendedores antes de que pudieran sacarlos a la vista.

—¿De veras? —preguntó Pompeyo con ojos chispeantes—. ¡Bueno, bueno! Tendré que verlo. ¡Figúrate! ¿Pequeños bustos míos?

—Pequeños bustos tuyos.

—¿Y quiénes los compraban?

—Principalmente jovencitas —dijo César muy serio—. Oh, también había algunos clientes mayores de ambos sexos, pero en general eran jovencitas.

—¿De un viejo como yo?

—Magnus, tú eres un héroe. La simple mención de tu nombre acelera los latidos de los corazones femeninos. Además —añadió con una sonrisa—, no son grandes obras de arte. Alguien hizo un molde y pare pompeyos de yeso con la misma rapidez que una perra pare cachorros. Tiene un equipo de pintores que dan un brochazo de color en la piel, empapan el pelo de amarillo chillón y luego le encajan dos grandes ojos azules: no queda exactamente como tú eres.

En honor a la verdad, hay que reconocer que Pompeyo también sabía reírse de sí mismo una vez que comprendía que le estaban tomando el pelo sin malicia. Así que se recostó en la silla y se estuvo riendo hasta llorar porque sabía que podía permitírselo. César no mentía nunca. Por lo tanto aquellos bustos se estaban vendiendo. Él era un héroe, y media población femenina adolescente de Roma estaba enamorada de él.

—¿Ves lo que te pierdes por no visitar a Marco Craso?

Aquello hizo que Pompeyo se pusiera serio. Se irguió y puso una cara fúnebre.

—¡No puedo soportar a ese hombre!

—¿Quién dice que tenéis que caeros bien?

—¿Quién dice que yo tenga que aliarme con él?

—Lo digo yo, Magnus.

—¡Ah! —La hermosa copa que César le había dado se movió hacia abajo, y los astutos ojos azules se movieron hacia arriba para mirar a los ojos de César, más pálidos y menos consoladores—. ¿No podemos hacerlo tú y yo solos?

—Posiblemente, pero no probablemente. Esta ciudad, país, lugar, idea, llámalo como quieras, se está yendo a pique porque está gobernada por una timocracia que se dedica a deprimir los propósitos y ambiciones de cualquier hombre que quiera sobresalir sobre los demás. En algunos aspectos eso es admirable, pero en otros es fatal. Como lo será para Roma a menos que se haga algo. Debería haber lugar para que los hombres sobresalientes hagan lo que hacen mejor, así como para otros muchos hombres que están menos dotados, pero que no obstante tienen algo que ofrecer en lo referente al servicio público. Las mediocridades no pueden gobernar, ése es el problema. Si supieran hacerlo se darían cuenta de que poner toda su fuerza en la clase de ejercicio ridículo que Celer y Bíbulo llevaron a cabo hoy en el Senado no sirve de nada. Aquí me tienes a mí, Magnus, un hombre muy dotado y capaz, privado de la oportunidad de convertir a Roma en más de lo que es. Tengo que convertirme en agrimensor pisoteando arriba y abajo la península para vigilar equipos de hombres mientras utilizan sus
gromae
para marcar las rutas donde el ganado trashumante puede comer por un lado y cagar por el otro. ¿Y por qué he de convertirme yo en un funcionario de poca categoría y hacer un trabajo que es muy necesario, pero que podría ser hecho, como dijo Luceyo, con mucha más eficiencia por hombres contratados en las barracas de los censores? Porque, Magnus, igual que tú, yo sueño con mayores cosas y sé que tengo la capacidad para llevarlas a cabo.

—Celos. Envidia. —¿Es eso? Quizás en parte sean celos, pero es más complicado que eso. A la gente no le gusta que otros sean a todas luces superiores a ellos, y eso incluye a personas cuya cuna y condición debería hacerles inmunes. ¿Quiénes y qué son Bíbulo y Catón? El uno es un aristócrata a quien la Fortuna hizo demasiado pequeño en todos los sentidos, y el otro es un hipócrita rígido e intolerante que hace procesar a hombres por soborno electoral, pero aprueba ese mismo soborno electoral cuando conviene a sulex agrarias propias necesidades. Ahenobarbo es un oso salvaje, y Cayo Pisón un vacilante totalmente corrupto. Celer está infinitamente más dotado, pero viene a caer en lo mismo: preferiría canalizar sus energías en intentar hacerte caer a ti estrepitosamente antes que olvidar las diferencias personales y pensar en Roma.

—¿Intentas decir que ellos verdaderamente no son capaces de ver sus insuficiencias? ¿Que ellos realmente se creen a sí mismos tan capaces como nosotros? ¡No pueden ser tan engreídos!

—¿Por qué no? Magnus, un hombre sólo tiene un instrumento para medir la inteligencia: su propia mente. Así que mide a todos por el mayor intelecto que conoce. El suyo propio. Cuando tú barres del Mare Nostrum a los piratas en el breve espacio de un verano, lo único que estás haciendo en realidad es demostrarle a ese hombre que puede hacerse tal cosa. Ergo, él también hubiera podido hacerlo. Pero tú no se lo permitiste. Tú le negaste la oportunidad. Le obligaste a quedarse plantado mirando cómo lo hacías mediante la promulgación de una ley especial. El hecho de que lo único que se hubiera estado haciendo durante años fuera hablar no viene al caso. Tú le demostraste que puede hacerse. Si admite que él no podría hacerlo como lo hiciste tú, entonces se está diciendo a sí mismo que él no vale la pena, que él no serviría. No es puro engreimiento. Es una ceguera interior emparejada con recelos que él no se atreve a reconocer. Yo llamo a ese hombre la venganza de los dioses sobre hombres que son auténticamente superiores.

Pero Pompeyo se estaba poniendo nervioso. Aunque era muy capaz de asimilar conceptos abstractos, no le parecía que todo aquel ejercicio dialéctico fuera útil.

—Todo eso está muy bien, César, pero especular no nos conduce a ninguna parte. ¿Por qué tenemos que meter a Craso en esto?

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