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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (19 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Aulo Gabinio había estado escuchando impasible; al final se encogió de hombros y levantó las manos.

—¡El estilo romano ha degenerado hasta un punto tal de ineficacia que quizás fuera mejor llamarlo el estilo pisidiano! —dijo con voz fuerte cuando los vítores se apagaron—. Si Picenum es lo que necesita este trabajo, entonces tiene que ser Picenum. Porque, ¿qué es Picenum, si no es Roma? ¡Trazas fronteras geográficas, Quinto Hortensio, que no existen!

—¡Cierra la boca, cierra la boca, cierra la boca! —gritó Pisón al tiempo que se ponía en pie de un salto y bajaba del estrado curul para enfrentarse al banco tribunicio que quedaba debajo—. ¿Te atreves a hablar sobre Roma, tú, un galo que ha salido de un nido de galos? ¿Te atreves a poner en el mismo montón a la Galia y a Roma? ¡Ojo, pues, Gabinio el galo, no vayas a sufrir la misma suerte que Rómulo y no regreses nunca de tu expedición de caza!

—¡Una amenaza! —gritó Gabinio poniéndose en pie de un brinco—. ¿Lo habéis oído, padres conscriptos? ¡Me amenaza con matarme, porque eso fue lo que le ocurrió a Rómulo! ¡Fue asesinado por hombres que no eran dignos ni de atarle las botas, que le acechaban en las marismas de la Cabra del Campo de Marte!

Estalló un griterío infernal, pero Pisón y Catulo lograron acallarlo, pues no querían que la Cámara se disolviese antes de tener oportunidad de decir lo que tenían que decir. Gabinio había vuelto a encaramarse en su asiento, situado al flnal del banco donde se sentaban los tribunos de la plebe, y estuvo contemplándolo todo con ojos brillantes mientras el cónsul y el consular consumían sus turnos en un intento de apaciguar, con chasquidos de la lengua, y convencer a los hombres de que volvieran a poner el trasero sobre los taburetes.

Y luego, cuando más o menos reinaba de nuevo la tranquilidad y Pisón estaba a punto de preguntarle a Catulo su opinión, Cayo Julio César se puso en pie. Como llevaba puesta su corona cívica, y por ello se le podía equiparar a cualquier consular a la hora de hacer uso de la palabra, Pisón, que le tenía antipatía, le echó una sucia mirada que lo invitaba a sentarse de nuevo. César permaneció de pie, por lo que Pisón se puso furioso.

—¡Déjalo hablar, Pisón! —gritó Gabinio—. ¡Está en su derecho!

Aunque no ejercía su privilegio oratorio en la Cámara muy a menudo, César era reconocido como el único rival auténtico de Cicerón; el estilo asiánico de Hortensio había dejado de gozar de favor desde la llegada del estilo ateniense de Cicerón, más sencillo pero más poderoso, y César también prefería ser ático. Si había una cosa que todos los miembros del Senado tenían en común, era que eran expertos en la apreciación de la oratoria. Aunque esperaban a Catulo, todos optaron por César.

—Como ni Lucio Belieno ni Marco Sextilio han vuelto todavía a nuestro seno, creo que hoy soy el único miembro presente en esta Cámara que ha sido capturado alguna vez por piratas —dijo con aquella voz alta y absolutamente clara que adoptaba para los discursos en público—. Ello me convierte, por decirlo así, en un experto en el tema, si la pericia puede derivar de la experiencia de primera mano. A mí no me resultó una prueba edificante, y mi aversión empezó en el momento en que vi aquellas dos galeras de guerra perfectamente equipadas avanzando hacia mi pobre y lento bajel mercante. Porque, padres conscriptos, fuí informado por el capitán de mi barco de que intentar ofrecer resistencia armada con toda seguridad daría como resultado muertes, cosa que sería inútil. Y yo, Cayo Julio César, tuve que rendir mi persona a un vulgar individuo llamado Polígono, que había estado sometiendo a pillaje a los mercaderes en aguas lidias, carias y licias durante más de veinte años.

»Aprendí mucho durante los cuarenta días que permanecí prisionero de Polígono —continuó diciendo César en tono más desenfadado—. Aprendí que hay un baremo de rescate ya prefijado para todos los prisioneros que son demasiado valiosos para que se les envíe a los mercados de esclavos o para quedar encadenados al servicio de esos piratas en sus propias guaridas. Para un simple ciudadano romano significa la esclavitud. Un simple ciudadano romano no vale doscientos sestercios, que es el precio más bajo que podría reportar en los mercados de esclavos. Para un centurión romano o un romano situado en la mitad de la jerarquía de los
publicani
, el rescate es medio talento. Para un caballero romano en lo alto de la escala, o
publicano
, el precio es un talento. Para un noble romano de alta familia que no sea miembro del Senado, el precio es de dos talentos. Para un senador romano
pedarius
, el rescate es de diez talentos. Para un senador romano que tenga la categoría de magistratura
junior
, cuestor, edil o tribuno de la plebe, el rescate es de veinte talentos. Para un senador romano que ha ostentado el cargo de pretor o cónsul, el rescate es de cincuenta talentos. Cuando son capturados al completo con lictores y
fasces
, como en el caso de nuestros dos últimos pretores, el precio se eleva a cien talentos cada uno, como hemos sabido hace sólo unos días. Los censores y los cónsules notables reportan cien talentos. Aunque no estoy seguro de qué valor le darían los piratas a cónsules como nuestro querido Cayo Pisón, aquí presente… ¿un talento, quizás? Yo no pagaría más por él, os lo aseguro. Pero claro, ¡yo no soy un pirata, aunque a veces me hago preguntas acerca de Cayo Pisón a ese respecto!

»Se espera que uno durante el cautiverio —continuó César del mismo modo informal— palidezca de miedo y se ponga a suplicar por su vida. Algo que estas julianas rodillas mías no están acostumbradas a hacer… y no hicieron. Yo pasaba el tiempo reconociendo el terreno, calculando la posible resistencia ante un ataque, investigando qué partes estaban protegidas, mirando los alrededores. También empleé el tiempo en aseguranne de que cuando se pagara mi rescate, que era de cincuenta talentos, yo regresaría, tomaría el lugar, enviaría a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos y crucificaría a los hombres. Consideraron que aquello era una broma maravillosa. Me aseguraron que yo no podría encontrarlos nunca. Pero sí que los encontré, padres conscriptos, y tomé el lugar, y envié a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos, y también crucifiqué a los hombres. Podría haber traído conmigo a mi regreso los
rostra
de cuatro barcos piratas para adornar las tribunas, pero como utilicé a los rodios para la expedición, se los llevaron ellos para colocarlos encima de una columna en Rodas, junto al nuevo templo de Afrodita que contribuí a construir con mi parte del botín.

»Ahora bien, Polígono era sólo uno entre cientos de piratas de ese extremo del Mare Nostrum, y ni siquiera se trataba de un pirata importante, si es que hay que clasificarlos en categorías. Fijaos, Polígono había tenido una época tan lucrativa trabajando él solo con cuatro galeras, que no vio la utilidad de aunar fuerzas con otros piratas para formar una pequeña armada bajo el mando de un almirante competente como Lastenes o Panares… o Farnaces o Megadates, para acercarse un poco más a casa. Polígono se contentaba con pagar quinientos denarios a un espía en Mileto o en Priene a cambio de información sobre los barcos que merecía la pena abordar. ¡Y qué diligentes eran sus espías! Ningún botín importante les pasaba inadvertido. En el tesoro que tenía había muchas joyas hechas en Egipto, lo cual indica que atacaba naves entre Pelusio y Pafos también. Así que su red de espías debía de haber sido enorme. Y pagaba sólo la información que le reportaba una buena presa, naturalmente, no les pagaba de modo rutinario. Si uno mantiene a los hombres en la escasez y con la nariz afilada, al final, aparte de más barato, es también más efectivo.

»No obstante, aunque son nocivos y suponen una gran molestia, los piratas como Polígono son un asunto de escasa importancia comparados con las flotas piratas comandadas por almirantes piratas. Éstas no necesitan esperar a que pase un barco solitario, o barcos en convoyes desarmados. Estas pueden atacar flotas de barcos de transporte llenos de grano escoltados por galeras soberbiamente armadas. Y luego proceden a vender a intermediarios romanos aquello que desde un principio era de Roma, aquello que ya se había comprado y pagado. No es de extrañar que las barrigas romanas se encuentren vacías, y que la mitad de ese vacío sea producido por la falta de grano y la otra mitad porque el poco grano que hay se venda a tres o cuatro veces su precio, a pesar de la lista de precios que han llevado a cabo los ediles.

César hizo una pausa, pero nadie quiso intervenir, ni siquiera Pisón, cuyo rostro estaba enrojecido por el insulto que le habían lanzado como quien no quiere la cosa.

—No necesito insistir en un punto porque no le veo ninguna utilidad —continuó diciendo César sin alterarse—. Ha habido gobernadores provinciales nombrados por este cuerpo que se han confabulado con los piratas para proporcionarles instalaciones portuarias, comida e incluso vinos de solera en determinadas franjas de la costa que de otro modo habrían estado cerradas a la ocupación de los piratas. Todo ello salió a la luz pública durante el juicio de Cayo Verres, y aquellos de vosotros que os encontráis hoy aquí sentados y que, o bien os dedicasteis a esta práctica, o bien permitisteis que otros se dedicasen a ella, sabéis bien quiénes sois. Y si el destino de mi pobre tío Marco Aurelio Cotta ha de tener algún sentido, que os sirva de ejemplo de que el paso del tiempo no es garantía de que no se os vaya a pedir cuentas de los crímenes cometidos, reales o imaginarios.»Ni tampoco pienso insistir en otro punto tan obvio que es muy viejo y está ya muy gastado. A saber, que hasta ahora Roma, ¡y al decir Roma me refiero tanto al Senado como al pueblo!, ni siquiera ha tocado el problema de la piratería, y mucho menos ha empezado a combatirlo. No hay manera alguna de que un hombre en un insignificante lugar, ya sea ese punto Creta, las Baleares o Licia, pueda tener esperanza de poner fin a las actividades de los piratas. Atacan en un lugar, y luego lo único que ocurre es que los piratas cogen sus bártulos y se van navegando a otra parte. ¿Acaso ha logrado Metelo en Creta cortarle realmente la cabeza a algún pirata? Lastenes y Panares no son más que dos de las cabezas que posee esa monstruosa hidra, y las otras todavía permanecen sobre sus hombros y siguen navegando por los mares que rodean Creta.

»¡Lo que hace falta no es sólo la voluntad de triunfar, no es sólo el deseo de triunfar, no es sólo la ambición de triunfar! —gritó César subiendo el tono de la voz—. Lo que hace falta es un esfuerzo supremo en todos los lugares de una vez, una operación dirigida por una sola mano, una sola mente, una sola voluntad. Y mano, mente y voluntad han de pertenecer a un hombre cuya destreza en la organización sea también conocida y esté tan sometida a prueba que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, podamos confiarle a él la tarea con la seguridad de que por una vez nuestro dinero, nuestros hombres y nuestro material no sean desperdiciados. —Tomó aliento—. Aulo Gabinio ha sugerido un hombre. Un hombre que es consular y cuya carrera indica que puede hacer el trabajo como hay que hacerlo. ¡Pero yo lo haré mejor todavía que Aulo Gabinio, y sí nombraré a ese hombre! ¡Propongo que este cuerpo otorgue mando contra los piratas con
imperium
ilimitado en todos los aspectos a Cneo Pompeyo Magnus!

—¡Tres hurras para César! —gritó Gabinio saltando encima del banco tribunicio con las dos manos puestas por encima de la cabeza—. ¡Yo también digo lo mismo! ¡Otorgad el mando en esta guerra contra la piratería a nuestro general más notable, a Cneo Pompeyo Magnus!

Toda la atención, con Pisón al frente, se volvió de César a Gabinio; Pisón saltó del estrado curul, agarró salvajemente a Gabinio y tiró de él hacia abajo. Pero el cuerpo de Pisón le sirvió a Gabinio de protección, así que se agachó, esquivó un puñetazo que se le acercaba con fuerza, se remangó la toga alrededor de los muslos por segunda vez en dos días y se precipitó hacia las puertas con medio Senado persiguiéndole.

César se abrió camino entre los taburetes volcados hacia donde estaba sentado Cicerón, pensativo y con la barbilla apoyada en la palma de una mano; puso en pie el taburete volcado que había junto a Cicerón y se sentó a su lado.

—Magistral —le dijo Cicerón.

—Ha sido muy amable por parte de Gabinio desviar las iras de mi cabeza hacia la suya —le indicó César mientras suspiraba y estiraba las piernas.

—Es más difícil lincharte a ti. Tienen una barrera levantada en el interior de la cabeza porque eres un patricio juliano. Y en cuanto a Gabinio, él es, ¿cómo lo expresó Hortensio?, un secuaz lameculos. A lo que hay que añadir, aunque se sobreentiende que es picentino y pompeyano, por lo cual se le puede linchar impunemente. Además él estaba más cerca de Pisón que tú, y no se ha ganado eso —añadió Cicerón señalando la corona de hojas de roble que llevaba César—. Creo que quizás haya muchas ocasiones en que media Roma quiera lincharte a ti, César, pero sería un grupo interesante el que lo consiguiera. Y, desde luego, no estaría dirigido por gente de la calaña de Pisón.

Los ruidos de gritos y de violencia del exterior fueron subiendo de tono; a continuación Pisón volvió a entrar en la cámara con varios miembros de los profesionales de la plebe detrás de él. Catulo, que entró a continuación, se escondió detrás de una de las puertas abiertas, y Hortensio detrás de la otra. Pisón cayó en manos de los atacantes, que volvieron a arrastrarlo, con la cabeza sangrando, al exterior.

—Vaya, parece que va en serio —observó Cicerón con un frío interés—. Quizás linchen a Pisón.

—Espero que así sea —dijo César sin inmutarse.

Cicerón soltó una risita.

—Bueno, si tú no te mueves para ayudar, no veo por qué habría de hacerlo yo.

—Oh, Gabinio los convencerá para que no lo hagan, y así quedará de maravilla. Además, esto está más tranquilo aquí arriba.

—Precisamente ése es el motivo por el que trasladé aquí mi esqueleto.

—¿Deduzco que estás a favor de que Magnus obtenga ese mando gigantesco? —inquirió César.

—Decididamente sí. Es un buen hombre, aunque no pertenezca a los
boni
. Nadie más tiene esperanza; de poder hacerlo, me refiero.

—La hay, para que lo sepas. Pero a mí no me darían el trabajo de todos modos, y yo creo que en realidad Magnus puede hacerlo.

—¡Vanidoso! —gritó Cicerón atónito.

—Hay una diferencia entre verdad y vanidad.

—¿Pero tú la conoces?

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