Las mujeres de César (21 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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El propio Pompeyo siguió el barrido de oeste a este, programando su visita a Roma justo en el centro del trayecto para coincidir con las acciones de Gabinio contra Pisón, y parecía más magnífico que nunca cuando públicamente convenció a Gabinio para que no se mostrara tan canalla.

—¡0h, qué farsante! —exclamó César mientras se lo contaba a su madre, aunque sin ánimo de crítica.

A Aurelia, sin embargo, no le interesaban los manejos que se producían en el Foro.

—Tengo que hablar contigo, César —le indicó mientras se instalaba cómodamente en una silla en el
tablinum
de su hijo.

La jovialidad de César desapareció; dejó escapar un suspiro.

—¿Sobre qué?

—Sobre Servilia.

—No hay nada que decir,
mater
.

—¿Le has hecho algún comentario a Craso sobre Servilia? —le preguntó su madre.

César frunció el entrecejo.

—¿A Craso? No, claro que no.

—Entonces, ¿por qué vino ayer Tertula a verme para ver si pescaba algo? —Aurelia soltó una carcajada—. ¡No hay mejor pescadora en Roma que Tertula! Le viene de su ascendencia sabina, supongo. Las colinas no son terreno de pesca para nadie excepto para los verdaderos expertos con la caña.

—Te juro que no le he comentado nada,
mater
.

—Bueno, pues Craso tiene una vaga sospecha, y se la ha comunicado a su esposa. Supongo que sigues prefiriendo mantener el asunto de Servilia en secreto, ¿no es así? ¿Tienes intención de reanudar la relación cuando haya nacido la criatura?

—Sí, ésa es mi intención.

—Entonces, César, te sugiero que le eches un poco de tierra en los ojos a Craso. No me preocupa ese hombre, ni tampoco su esposa sabina, pero los rumores siempre empiezan en alguna parte, y esto es un comienzo.

César frunció todavía más el entrecejo.

—¡0h, qué fastidio, los rumores! A mí particularmente no me preocupa la parte que me toca en esto,
mater
, pero no tengo queja alguna contra el pobre Silano, y sería mucho mejor que nuestros hijos permanecieran ignorantes de la situación. No creo que la paternidad del niño se pueda poner en duda, puesto que tanto Silano como yo somos rubios, y en cambio Servilia es muy morena. Resulte como resulte la criatura, si no se parece a su madre, el niño tanto podrá ser de Silano como mío.

—Cierto. Estoy de acuerdo contigo, César. ¡Aunque de veras desearía que hubieras elegido a otra que no fuera Servilia!

—Ya lo he hecho, ahora que a ella su estado le impide estar disponible.

—¿Te refieres a la esposa de Catón?

César lanzó un gruñido.

—¡La esposa de Catón! Es demasiado aburrida.

—A la fuerza tiene que serlo para poder sobrevivir en aquella casa.

Las manos de César descansaron sobre el escritorio que tenía delante; se puso serio de pronto.

—Muy bien,
mater
. ¿Qué sugieres?

—Creo que deberías volver a casarte.

—No quiero volver a casarme.

—¡Ya lo sé! Pero es el mejor modo de arrojar un poco de tierra a los ojos de todos. Si, como parece, es probable que el rumor empiece a circular, lo mejor es crear un nuevo rumor que lo eclipse.

—Muy bien, volveré a casarme.

—¿Tienes alguna mujer en particular con la que te apetezca casarte?

—Ninguna,
mater
. Soy arcilla en tus manos.

Aquello complació a Aurelia de inmediato; suspiró llena de satisfacción.

—¡Estupendo! —Dime a quién has elegido.

—A Pompeya Sila.

—¡Dioses, no! —gritó César espantado—. ¡Cualquier mujer menos ésa!

—Tonterías. Pompeya Sila es ideal.

—Pompeya Sila tiene la cabeza tan vacía que podría usarse como cubilete de dados —murmuró César entre dientes—. Por no hablar de que es onerosa, holgazana y monumentalmente tonta.

—Una esposa ideal —afirmó Aurelia—. Tus escarceos amorosos no le preocuparán, es demasiado estúpida para poder sumar dos y dos, y tiene una fortuna propia lo suficientemente adecuada para todas sus necesidades. Además es sobrina segunda tuya al ser hija de Cornelia Sila y nieta de Sila, y los Pompeyos Rufos son una rama más respetable de esa familia picentina que la rama a la que pertenece Magnus. Tampoco está en la primera juventud… no sería una novia inexperta para ti.

—Yo tampoco estaría dispuesto a tomar una que lo fuera —dijo César con aire lúgubre—. ¿Tiene hijos?

—No, aunque su matrimonio con Cayo Servilio Vatia duró tres años. Fíjate, no creo que Cayo Vatia gozara de buena salud. Su padre, el hermano mayor de Vatia Isáurico, por si hace falta que te lo recuerde, murió demasiado joven para entrar en el Senado, y prácticamente lo único que la Roma política obtuvo del hijo fue darle un consulado. Que muriera antes de poder asumir el cargo era típico de su carrera. Pero ello significa que Pompeya es viuda, y por lo tanto más respetable que una mujer divorciada.

Aurelia comprendió que César estaba pensándolo, por lo que permaneció sentada y no blandió más argumentos; ya había lanzado la idea, y César podía manejarla por sí solo.

—¿Cuántos años tiene Pompeya Sila? —le preguntó César con voz pausada.

—Veintidós, creo.

—¿Y Mamerco y Cornelia Sila lo aprobarían? Por no hablar de Quinto Pompeyo Rufo, su hermanastro, y Quinto Pompeyo Rufo, su hermano.

—Mamerco y Cornelia Sila me preguntaron si te interesaría casarte con ella, así es como se me ocurrió a mí la idea —le confesó Aurelia—. En cuanto a sus hermanos, el verdadero es demasiado joven para que se le consulte seriamentc, y el hermanastro lo único que teme es que Mamerco se la coloque a él en su casa en lugar de pernútir que Cornelia Sila le de cobijo.

César se echó a reír con una risa irónica.

—¡Veo que la familia entera está confabulada contra mí! —Se puso serio—. De todos modos,
mater
, no creo que un ave joven tan exótica como Pompeya Sila consintiera en vivir en un apartamento de la planta baja justo en medio de Subura. Podría resultar una dolorosa prueba para ti. Cinnilla era tanto tu hija como tu nuera, ella nunca te habría disputado el derecho de gobernar este particular gallinero aunque hubiera vivido cien años. Mientras que una hija de Cornelia Sila quizás tenga visiones de grandeza.

—No te preocupes por mí, César —dijo Aurelia poniéndose en pie muy satisfecha; él también estaba a punto de hacerlo—. Pompeya Sila hará lo que se le diga, y se aguantará tanto conmigo como con este apartamento.

Así fue como Cayo Julio César tomó su segunda esposa, que era nieta de Sila. La boda fue tranquila, a ella sólo asistió la familia próxima, y tuvo lugar en la
domus
de Mamerco, en el Palatino, entre escenas de gran regocijo, en particular por parte del hermanastro de la novia, que se veía ahora liberado de la horrorosa perspectiva de tener que darle cobijo.

Pompeya era muy hermosa, toda Roma lo decía, y César —que no era precisamente un novio ardiente— decidió que Roma tenía razón. Su nueva esposa tenía el pelo rojizo oscuro y los ojos de un color verde luminoso, una especie de compromiso de reproducción entre el rojo dorado de la familia de Sila y el rojo zanahoria de los Pompeyos Rufos, supuso César; la cara tenía la forma oval clásica y poseía unos huesos bien estructurados, buena figura y una estatura considerable. Pero ni la más mínima luz de inteligencia brillaba en aquellas órbitas de color hierba, y los planos del rostro eran tan lisos que parecían de mármol muy pulido. Vacío. Casa para alquilar, pensaba César mientras la llevaba en brazos entre una regocijada pandilla de invitados desde el Palatino hasta el apartamento de su madre, en Subura, fingiendo que la tarea le resultaba mucho más ligera de lo que era en realidad. Nada le obligaba a llevarla en brazos todo el trayecto, sólo tenía que hacerlo para traspasar el umbral del nuevo hogar de la mujer, pero César era una persona que siempre se empeñaba en demostrar que era mejor que el resto de la gente que le rodeaba, y ello se extendía a las hazañas de fuerza que su delgadez parecía contradecir.

Ciertamente ello impresionó a Pompeya, que iba riéndose como una chiquilla, arrullando y arrojando puñados de pétalos de rosa ante los pies de César. Pero el acoplamiento nupcial fue una hazaña de fuerza menor que la del paseo nupcial; Pompeya pertenecía a esa escuela de mujeres que creían que lo único que tenían que hacer era tenderse de espaldas, abrir las piernas y dejar que las cosas ocurrieran. Oh, sí que hubo cierto placer en los preciosos pechos y en aquel delicioso techo de paja que era el vello púbico color rojo oscuro —¡una auténtica novedad!—, pero Pompeya no era jugosa. Ni siquiera agradecida, y eso, pensó César, colocaba por delante de ella incluso a la pobre Atilia, aunque ésta fuera una criatura gris de pecho plano que estaba muy apagada a causa de los cinco años de matrimonio con el joven y pesado Catón. —¿Te apetece un tallo de apio? —le preguntó César a Pompeya al tiempo que se incorporaba en la cama y se apoyaba en un codo para mirarla.

La mujer parpadeó y al hacerlo las pestañas ridículamente largas y oscuras le aletearon.

—¿Un tallo de apio? —preguntó distraídamente.

—Para masticarlo mientras yo trabajo —dijo César—. Así tendrías en qué entretenerte, y yo oiría cómo cruje.

Pompeya soltó una risita tonta porque cierto joven encapuchado le había dicho en una ocasión que era el sonido más delicioso, igual que el agua cantarina que pasa por encima de piedras preciosas en el lecho de un arroyuelo.

—¡0h, qué tonto eres! —dijo.

Y César se dejó caer otra vez, pero no encima de ella.

—Tienes toda la razón —dijo—. Soy verdaderamente tonto.

Y por la mañana le comentó a su madre:

—No esperes verme mucho por aquí,
mater
.

—Oh, vaya —dijo Aurelia plácidamente—. ¿Tan mal te ha ido?

—¡Antes prefiero masturbarme! —dijo César lleno de rabia; y se marchó antes de que su madre lo pusiera como un trapo por aquella vulgaridad.

César comenzaba a darse cuenta ahora que encargarse del cuidado de la vía Apia exigía desembolsos de dinero mucho mayores de lo que había imaginado, a pesar de la advertencia de su madre. La gran carretera que comunicaba Roma con Brundisium estaba pidiendo a gritos amorosos cuidados, pues nunca se había mantenido adecuadamente. Aunque tenía que sufrir el fuerte pisoteo de innumerables ejércitos y las ruedas de incontables caravanas de transporte, era tan vieja que se daba por hecho que había de ser así; más allá de Capua se encontraba especialmente mal.

Los cuestores encargados del Tesoro aquel año se mostraban sorprendentemente comprensivos, aunque uno de ellos era el joven Cepión, cuya relación con Catón y los
boni
había hecho que César pensara que tendría que luchar incesantemente para conseguir fondos. Los fondos estaban a su disposición, pero, sencillamente, siempre eran insuficientes. Así que cuando el coste de la construcción de puentes o de la reparación de calzadas sobrepasaba la asignación de fondos públicos, César se veía obligado a contribuir con su propio dinero. En eso no había nada de extraordinario; Roma siempre esperaba donaciones privadas.

El trabajo, desde luego, le atraía enormemente, así que lo supervisaba en persona y realizaba toda la labor de ingeniería. Después de casarse con Pompeya apenas visitaba Roma. Seguía, naturalmente, el progreso de Pompeyo en aquella fabulosa campaña contra los piratas, y tenía que reconocer que a duras penas habría podido mejorarlo él mismo. Llegó hasta el punto de aplaudir la clemencia de Pompeyo cuando la guerra se desarrolló a lo largo de la costa de Cilicia y Pompeyo se ocupó de los miles de cautivos volviendo a instalarlos en ciudades desiertas lejos del mar. Desde luego, todo lo estaba haciendo del modo apropiado, e incluso se había asegurado de que su amigo y amanuense Varrón fuera condecorado con una corona naval por supervisar el reparto del botín de modo que ningún legado pudiera coger más que aquello a lo que tenía derecho, y el resto sirviera para engrosar considerablemente el Tesoro. Había tomado la fortaleza de Coracesium, situada en una cumbre, de la mejor manera posible, mediante sobornos llevados a cabo desde el interior, y cuando dicha plaza cayó, ningún pirata de los que quedaron con vida podía engañarse a sí mismo creyendo que Roma no era dueña ahora de lo que ya se había convertido en el
Mare Nostrum
, el Mar Nuestro. La campaña se había extendido hacia el interior del Euxino, y también allí Pompeyo se lo llevó todo por delante. Megadates y Farneces, su hermano gemelo con aspecto de lagarto, habían sido ejecutados; el abastecimiento de grano a Roma estaba ahora organizado y garantizado en el futuro.

Sólo en el tema de Creta había fracasado, y eso fue debido a Metelo Pequeña Cabra, quien testarudamente se negó a honrar el
imperium
superior de Pompeyo y desairó a su legado Lucio Octavio cuando llegó para suavizar las cosas; se decía también que había sido la causa del fatal ataque de apoplejía de Lucio Cornelio Sisenna. Aunque Pompeyo hubiera podido deponerlo, eso habría supuesto entrar en guerra con él, como dejó bien claro Metelo. Así que al final Pompeyo hizo lo más sensato, le dejó Creta a Metelo y por ello acordó tácitamente compartir una diminuta parte de la gloria con el inflexible nieto de Metelo Macedónico. Porque aquella campaña contra los piratas era, como le había dicho Pompeyo a César, un simple calentamiento, una manera de estirar los músculos a fin de prepararlos para tareas más importantes.

Así Pompeyo no tenía intención de volver a Roma; permaneció en la provincia de Asia durante el invierno y se dedicó a apaciguarla, reconciliándola con una nueva ola de recaudadores de impuestos que sus propios censores habían hecho posible. Desde luego Pompeyo no tenía necesidad de volver a Roma, prefería estar en otra parte; tenía a otro leal tribuno de la plebe para sustituir al saliente Aulo Gabinio; de hecho tenía dos. Uno de ellos, Cayo Memmio, era hijo de su hermana y del primer marido de ésta, aquel Cayo Memmio que había perecido en Hispania mientras servía a las órdenes de Pompeyo contra Sertorio. El otro, Cayo Manilio, era el más capaz de los dos, y se le había asignado la tarea más difícil de todas: conseguir para Pompeyo el mando contra el rey Mitrídates y el rey Tigranes. Era, en opinión de César, que consideró prudente permanecer en Roma durante los meses de diciembre y enero, una tarea más fácil que la que Gabinio había tenido que afrontar; sencillamente porque Pompeyo había vencido decisivamente la oposición senatorial contra él al derrotar por completo a los piratas en el breve espacio de un verano; y con un coste mínimo teniendo en cuenta lo que habría podido costar la campaña; y demasiado rápido como para necesitar concesiones de terrenos para las tropas, primas para las ciudades y estados que habían cooperado en él, y compensaciones por las flotas prestadas. Al final de aquel año, Roma estaba dispuesta a darle a Pompeyo cualquier cosa que quisiera.

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