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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (4 page)

BOOK: Las mujeres de César
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César se removió inquieto.

—¡0h, ya siento que las paredes de Roma me aprisionan, aunque sólo las haya franqueado hace unas horas! Cualquier día me marcharé a vivir al extranjero.

—Seguro que aquí habrá casos judiciales de sobra. Eres un abogado famoso, a la altura de Cicerón y Hortensio. Te ofrecerán algunos casos jugosos.

—Pero dentro de Roma, siempre dentro de Roma. Hispania —continuó diciendo César al tiempo que se inclinaba hacia adelante con impaciencia— fue una revelación para mí. Antistio Veto resultó ser un gobernador apático que se sentía feliz de darme todo el trabajo que yo estuviera dispuesto a aceptar, a pesar de mi baja posición. Así que fui yo quien llevó a cabo todas las sesiones jurídicas por la provincia y quien manejó los fondos del gobernador.

—Pues este último deber debe de haber sido una dura prueba para ti —comentó secamente su madre—. El dinero no te fascina.

—Aunque parezca extraño, esta vez sí me ha fascinado, pues se trataba del dinero de Roma. Tomé clases de contabilidad de un tipo de lo más extraordinario, un banquero gaditano de origen púnico llamado Lucio Cornelio Balbo el Mayor. Tiene un sobrino casi de su misma edad, Balbo el Menor, que es su socio. Trabajaron mucho para Pompeyo Magnus cuando éste estaba en Hispania, y ahora parece que poseen la mayor parte de Gades. Lo que Balbo el Mayor no sepa de banca y de otros asuntos fiscales no tiene mayor importancia. Ni que decir tiene que el erario público estaba en la ruina. Pero gracias a Balbo el Mayor lo puse espléndidamente en orden. Me caía bien,
mater
. —César se encogió de hombros; parecía triste— En realidad ha sido el único amigo verdadero que he hecho allí.

—La amistad va en ambas direcciones —dijo Aurelia—. Tú conoces más individuos que todos los demás nobles de Roma juntos, pero no permites que se te acerque ningún romano de tu misma clase. Por eso es por lo que los pocos amigos verdaderos que haces son siempre extranjeros o romanos de clases inferiores.

César sonrió.

—¡Tonterías! Me llevo mejor con los extranjeros porque crecí en tu bloque de apartamentos rodeado de judíos, de sirios, de galos, de griegos y sólo los dioses saben de qué más.

—Echame a mí la culpa —dijo Aurelia secamente.

César prefirió ignorar aquel comentario.

—Marco Craso es amigo mío, y no puedes decir de él más que es un romano tan noble como yo.

Aurelia le preguntó con viveza:

—¿Has hecho algo de dinero en Hispania?

—Un poco aquí y un poco allá gracias a Balbo. Desgraciadamente, la provincia era pacífica, para variar, así que no había bonitas guerras fronterizas que librar contra los lusitanos. Si las hubiese habido, sospecho que de todos modos Antistio Veto las habría llevado a cabo en persona. Pero descansa tranquila,
mater
. Mis ahorros piráticos están intactos, tengo suficiente para aspirar a las magistraturas superiores.

—Incluso a edil curul? —le preguntó ella en tono de presentimiento.

—Puesto que soy un patricio y por ello no puedo hacerme una reputación como tribuno de la plebe, no tengo mucho donde elegir —dijo César.

Cogió una de las plumas del bote para colocarla en el escritorio; él no acostumbraba a juguetear con nada, pero a veces necesitaba tener algo que mirar que no fueran los ojos de su madre. Resultaba extraño. Se le había olvidado lo desconcertante que su madre podía llegar a ser.

—Incluso con tus ahorros piráticos en reserva, César, ser edil curul resulta terriblemente ruinoso. ¡Te conozco!.No te contentarás con ofrecer unos juegos moderadamente buenos. Insistirás en ofrecer los mejores juegos que se puedan recordar.

—Probablemente. Ya me preocuparé de eso cuando llegue el momento, dentro de tres o cuatro años —dijo César tranquilamente—. Mientras tanto pienso presentarme a las elecciones del mes que viene para el puesto de
curator
de la vía Apia. Ningún Claudio quiere el empleo.

—¡Otra empresa ruinosa! El tesoro te concederá un sestercio por cada cien millas, y tú te gastarás por lo menos cien denarios en cada milla. César se había cansado de aquella conversación; su madre estaba empezando, como ocurría siempre que intercambiaban más de unas cuantas frases, a machacar sobre el asunto del dinero y sobre la falta de interés que él mostraba por el mismo.

—Las cosas no cambian nunca, ¿sabes? —dijo levantando del escritorio la pluma y volviéndola a dejar en el tintero—. Se me había olvidado. Mientras estaba ausente había empezado a pensar en ti como todo hombre sueña que debe ser su madre. Pero he aquí la realidad. Un sermón perpetuo sobre mi tendencia a la extravagancia. ¡Déjalo ya,
mater
! Lo que a ti te parece importante no lo es para mí.

Aurelia apretó los labios, pero permaneció en silencio durante unos instantes; luego, mientras se ponía en pie, dijo:

—Servilia desea tener una entrevista privada contigo lo antes posible. —¿Para qué? —Sin duda te lo dirá cuando la veas.

—¿Tú lo sabes?

—Yo no le hago preguntas a nadie salvo a ti, César. De ese modo no me dicen mentiras.

—Entonces, ¿a mí me exoneras de mentir?

—Naturalmente.

César había empezado a levantarse, pero se hundió de nuevo en la silla y sacó otra pluma del bote al tiempo que fruncía el entrecejo.

—Esa mujer es bastante interesante. —Echó la cabeza hacia un lado—. Sus observaciones sobre el rumor de Bíbulo fueron asombrosamente exactas.

—Por si no lo recuerdas, hace varios años que te dije que era la mujer más astuta, políticamente hablando, de todas las que conozco. Pero lo que te expliqué no te impresionó lo suficiente como para que desearas conocerla.

—Bueno, pues ahora ya la conozco. Y estoy realmente impresionado… aunque no por su arrogancia. En realidad presumió de favorecerme a mí.

Algo en la voz de César hizo que Aurelia detuviera el avance hacia la puerta; dio media vuelta y miró fijamente a su hijo.

—Silano no es tu enemigo —le dijo con altivez.

Eso le provocó una carcajada a César, pero la risa se le apagó rápidamente.

—¡A veces se me antoja alguna mujer que no es la esposa de un enemigo,
mater
! Y me parece que ésta se me antoja sólo a medias. Ciertamente, tengo que averiguar qué quiere. ¿Quién sabe? Puedc que lo que quiera sea yo.

—Con Servilia es imposible saberlo. Es una mujer enigmática.

—En cierto modo me recuerda a Cinnilla.

—No te dejes engañar por los sentimientos románticos, César. No hay parecido alguno entre Servilia y tu difunta esposa. —Se le empañaron los ojos—. Cinnilla era la muchacha más dulce que he conocido en mi vida. A los treinta y seis años, Servilia no es ninguna niña, y está muy lejos de ser dulce. En realidad, yo diría que es tan dura y fría como una losa de mármol.

—¿No te cae bien?

—Me cae muy bien. Pero como lo que es. —Esta vez Aurelia llegó a la puerta sin girarse—. La cena estará lista en seguida. ¿Vas a comer aquí?

El rostro de César se suavizó.

—Cómo voy a darle una desilusión a Julia yendo a ninguna parte hoy? —Se puso a pensar en otra cosa y añadió—: Un muchacho raro, ese Bruto. Como aceite en la superficie, pero sospecho que en algún lugar en su interior hay una clase de hierro muy especial. Julia se comportó como si él fuera de su propiedad. Nunca habría imaginado que le atrajera ese muchacho.

—Dudo que sea así. Pero son buenos amigos. —Esta vez fue la cara de ella la que se suavizó—. Tu hija es extraordinariamente buena. En eso se parece a su madre. No hay nadie más de quien pueda haber heredado esa característica.

Como a Servilia le resultaba imposible caminar despacio, volvió a casa a su acostumbrado paso vivo, con Bruto a su lado esforzándose por mantener el paso, aunque sin proferir ninguna queja; ya había pasado la hora de más calor, y él estaba de nuevo inmerso en el desventurado Tucídides. Julia quedaba olvidada de momento. Y también tío Catón.

Normalmente Servilia le habría dirigido la palabra a su hijo de vez en cuando, pero aquel día, para el caso que le hizo, tanto habría dado que no estuviera con ella. La mente de Servilia estaba ocupada en Cayo Julio César. Parecía que mil gusanos le hubiesen hormigueado por la boca en el momento en que lo había visto, dejándola atónita, impresionada, incapaz de moverse. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? La pequeñez del círculo en que se movían debía haber garantizado que se encontrasen en alguna ocasión. ¡Pero jamás le había puesto los ojos encima! Oh, oír hablar de él… ¿qué mujer romana noble no había óído hablar de él? En la mayoría de los casos, cuando oían la descripción de César, salían corriendo en busca de cualquier estratagema que pudiera hacer que se lo presentasen, pero Servilia no era de esa clase de mujeres. Sencillamente, lo había desechado como a otro Memmio o a otro Catilina, como a alguien que fulminaba a las mujeres con una sonrisa y sacaba provecho de ello. Una mirada a César le habría bastado para saber que aquel hombre en modo alguno era como Memmio o como Catilina. Oh, él fulminaba con la sonrisa y se aprovechaba de ello —¡no cabía la menor duda al respecto!—, pero en él había mucho más. Remoto, distante, inalcanzable. Ahora comprendía mejor por qué a las mujeres a las que concedía una breve relación después se consumían, lloraban y se desesperaban. Les daba algo que para él no tenía valor, pero nunca se entregaba él mismo.

Como poseía la cualidad de la objetividad, Servilia pasó luego a analizar la reacción que había tenido ante él. ¿Por qué él precisamente, por qué durante treinta y seis años ningún hombre había significado para ella más que seguridad, condición social? Desde luego, tenía predilección por los hombres rubios. A Bruto no lo había elegido ella; la primera vez que lo vio fue el día de la boda. El hecho de que fuera un hombre muy moreno había causado una desilusión tan grande para ella como resultó ser luego el resto de su persona. Silano, un hombre rubio y sorprendentemente guapo, sí había sido elección de ella. Elección que seguía satisfaciéndola a nivel visual, aunque en todos los demás aspectos también se había llevado una triste desilusión. No era un hombre fuerte y sano, ni de intelecto, ni tenía agallas. ¡No era raro que no hubiera podido engendrar ningún hijo varón en ella! Servilia creía de todo corazón que el sexo de su prole dependía enteramente de ella, y la primera noche que pasó en brazos de Silano la había llevado a tomar la resolución de que Bruto continuaría siendo su único hijo varón. De ese modo lo que ya era una fortuna muy considerable se vería aumentada por la también muy considerable fortuna de Silano.

¡Lástima que estuviera fuera de su influencia asegurar una tercera y mucho mayor fortuna para Bruto! Servilia se olvidó de César porque su hijo se había metido por medio y empezó a recrearse en aquellos quince mil talentos de oro que su abuelo Cepión el Cónsul había logrado robar de un convoy en la Galia narbonesa hacía unos treinta y siete años. Más oro del que poseía el Tesoro Romano había pasado a poder de Servilio Cepión, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de ser oro en lingotes. En cambio había sido convenido en propiedades de todas clases: ciudades industriales en la Galia Cisalpina, vastos campos de trigo en Sicilia y en la provincia de África, edificios de apartamentos de un extremo a otro de la península Itálica y asociaciones comanditarias en empresas arriesgadas de negocios que el rango senatorial prohibía. Cuando murió Cepión el Cónsul todo pasó al padre de Servilia, y cuando éste murió en la guerra italiana pasó al hermano de ella, el tercero que llevó el nombre de Quinto Servilio Cepión en vida de ella. ¡Oh, sí, todo había pasado a su hermano Cepión! Su tío Druso había hecho todo lo necesario para asegurarse de que él heredase, aunque el tío Druso sabía toda la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que el hermano de Servilia, Cepión, era sólo su hermanastro: en realidad era el primer hijo que su madre le había dado a aquel advenedizo, Catón Saloniano, aunque todavía estaba casada con el padre de Servilia. El cual se encontró con un cuco en el nido de Servilio Cepión, un cuco de largo cuello, alto, pelirrojo y con una nariz que proclamaba a los cuatro vientos por toda Roma de quién era hijo. Ahora que Cepión era un hombre de treinta años, sus verdaderos orígenes eran ya conocidos por todos los personajes ilustres de Roma. ¡Qué risa! ¡Y qué justicia! El Oro de Tolosa había pasado finalmente a un cuco que había en el nido de Servilio Cepión.

Bruto hizo una mueca de dolor al salir bruscamente de su ensimismamiento; su madre había rechinado los dientes mientras iba caminando a paso largo, un sonido espantoso que hacía que todo el que lo oía palideciera y saliera huyendo. Pero Bruto no podía huir. Lo único que podía hacer era confiar en que su madre rechinase los dientes por algún motivo que no tuviera nada que ver con él. Lo mismo esperaban los esclavos que la precedían, que se dirigían miradas aterrorizadas mientras el corazón les latía con fuerza y el sudor les manaba en abundancia.

De todo ello ni siquiera se percató Servilia, cuyas piernas fuertes y robustas se abrían y se cerraban como las tijeras podadoras de Atropos al avanzar enfurecida. ¡Cepión era un miserable! Bueno, ahora ya era tarde para que heredara Bruto. Cepión se había casado con la hija del abogado Hortensio, que pertenecía a una de las familias plebeyas más antiguas e ilustres de Roma, y Hortensia estaba saludablemente embarazada de su primer hijo. Habría muchos hijos más; la fortuna de Cepión era tan extensa que ni una docena de hijos podría hacerle mella. En cuanto al propio Cepión, estaba tan en forma y tan fuerte como lo estaban todos los de la casta de los Catones, descendientes de aquel ridículo y escandaloso matrimonio en segundas nupcias que Catón el Censor había contraído, ya cercano a los ochenta años, con la hija de su esclavo Salonio. Eso había sucedido hacía cien años, y Roma en aquella época se había tronchado de risa para luego ir perdonando a aquel repugnante viejo libertino y admitir a su prole descendiente de esclavos en las filas de las Familias Famosas. Desde luego, cabía la posibilidad de que Cepión muriera en un accidente, como le había ocurrido a su padre biológico, Catón Saloniano. Otra vez se oyó el sonido de los dientes de Servilia. ¡Vana esperanza! Cepión había sobrevivido a varias guerras sin un rasguño, aunque era un hombre valiente. No, adiós al Oro de Tolosa. Bruto nunca heredaría las cosas que se habían podido adquirir con ese oro. ¡Y eso no era justo! Por lo menos Bruto era un auténtico Servilio Cepión por parte de madre. ¡Oh, si Bruto pudiera heredar aquella tercera fortuna, seria más rico que Pompeyo Magnus y Marco Craso juntos!

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