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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (78 page)

BOOK: Las mujeres de César
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«Pero no debo admitirlo nunca —se dijo mentalmente cuando por fin subía aquellos interminables escalones que conducían hasta el Palatino—. No debo permitir jamás que César ni ningún otro crean que soy un hombre derrotado. ¡He salvado a mi patria, y eso lo mantendré hasta que muera! La vida continúa. Seguiré comportándome como si nada en absoluto me amenazase, incluso en el interior de mi mente.»

Y así, al día siguiente en el Foro saludó a Catulo con el ánimo alegre: iban a contemplar la primera actuación de los nuevos tribunos de la plebe.

—¡Doy gracias a los dioses por Celer! —dijo al tiempo que esbozaba una sonrisa.

—Me pregunto si Celer bajaría la bandera roja por iniciativa propia o se lo ordenaría César —dijo Catulo.

—¿Si se lo ordenaría César? —le preguntó Cicerón sin comprender del todo.

—¡Vamos, Cicerón, no seas ingenuo! Seguro que César no tenía intención de condenar a Rabirio como culpable, eso le habría echado a perder una dulce victoria. —Con el rostro chupado y agotado, Catulo parecía muy enfermo y viejo—. ¡Tengo un miedo terrible! El es como Ulises, el hilo de su vida es tan fuerte que desgasta todo aquello que roza. Estoy perdiendo mi
auctoritas
, y cuando finalmente no me quede nada no tendré otro sitio adonde ir más que a la muerte. —¡Tonterías! —exclamó afectuosamente Cicerón.

—Tonterías no, sólo una realidad desagradable. ¿Sabes? ¡Creo que yo podría perdonar a ese hombre si no se mostrara tan seguro de sí mismo, si no fuera tan arrogante, tan insufriblemente confiado! Mi padre fue todo un César, y en éste hay resonancias de él. Pero solamente resonancias. —Se estremeció—. Este tiene una mente mucho más clara, y no tiene frenos de ningún tipo. Tengo miedo.

—Es una lástima que Catón no se encuentre aquí hoy —dijo Cicerón para cambiar de tema—. Metelo Nepote no tendrá competidor en la tribuna. Es extraño que esos hermanos hayan adoptado de pronto ideas popularistas.

—La culpa la tiene Pompeyo Magnus —le confió Catulo con desprecio.

Como siempre había tenido un punto débil por Pompeyo desde que sirvieron juntos a las órdenes de Pompeyo Estrabón durante la guerra italiana, Cicerón habría podido salir en defensa del conquistador ausente; pero en cambio, se limitó a soltar una horrorizada y ahogada exclamación.

—iMira!

Catulo se dio la vuelta y vio a Marcio Porcio Catón, que marchaba decidido por el espacio abierto que quedaba entre el Estanque de Curtio y el Foso de los Comicios; llevaba puesta una túnica debajo de la toga. Todos los que se habían percatado de su presencia lo miraban boquiabiertos, y no por causa de la túnica. Desde lo alto de la frente hasta donde le nacía el cuello, y después por dentro de los hombros, a derecha e izquierda le corrían unas rayas irregulares de color carmesí, que, arrugadas, rezumaban.

—¡Por Júpiter! —graznó Cicerón.

—¡Oh, cómo lo amo! —gritó Catulo, que echó a correr al encuentro de Catón y le cogió la mano derecha—. Catón, Catón, ¿por qué has venido?

—Porque soy tribuno de la plebe y hoy es el primer día del período que dura mi cargo —dijo Catón en sus acostumbrados tonos estentóreos.

—Pero, ¡tal como tienes la cara! —protestó Cicerón.

—Las caras tienen arreglo, las malas acciones no. Si no estuviera yo en la tribuna para contender con Nepote, éste abusaría de la situación.

Y mientras sonaban los aplausos subió a la tribuna para ocupar su lugar con los otros nueve hombres que estaban a punto de asumir el cargo. Catón no hizo caso de la aclamación; estaba demasiado ocupado en mirar lleno de furia a Metelo Nepote, el hombre de Pompeyo. ¡Escoria!

Como no era todo el pueblo —patricios y plebeyos— el que elegía a los tribunos de la plebe, y como éstos sólo servían a los intereses de la parte plebeya, las reuniones de la Asamblea Plebeya no eran «oficiales» del mismo modo que las reuniones de la Asamblea Popular o la de las Centurias. Por ello empezaban y acababan con poca ceremonia; no se interpretaban los auspicios ni se decían las oraciones de ritual. Estas omisiones contribuían considerablemente a la popularidad de la Asamblea Plebeya. Las cosas se reducían a un entusiasta principio, sin tener que aguantar aburridas letanías ni augures cluecos.

La convocatoria de aquel día de la Asamblea Plebeya gozaba de una extraordinaria asistencia, entre el dolor amargo de las ejecuciones sin juicio y el bálsamo de saber que iban a saltar chispas. Los viejos tribunos de la plebe hicieron su salida del cargo con cierto estilo, y Labieno y Rulo se llevaron todas las aclamaciones. Después de lo cual empezó la reunión propiamente dicha.

Metelo Nepote fue el primero en hablar, lo cual no sorprendió a nadie; Catón era más hábil en contestar que en iniciar un debate. El tema de Nepote fue jugoso —la ejecución de ciudadanos sin juicio—, y la presentación que hizo del mismo fue espléndida, tanto por el uso de la ironía como de metáforas o de hipérboles.

—¡Por lo tanto propongo un plebiscito tan suave, tan misericordioso, tan poco obstructivo que ninguno de los hombres aquí presentes pueda hacer otra cosa más que acceder a votarlo y convertirlo en ley! —dijo Nepote al final de un largo discurso que había causado en la audiencia ahora el llanto, ahora la risa, ahora los pensamientos profundos—. ¡Ninguna sentencia de muerte, ningún exilio, ninguna multa! Compañeros miembros de la plebe, lo único que propongo es que a cualquier hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio previo se le prohíba volver a hablar en público nunca más. ¿No es eso una dulce justicia? ¡Una voz acallada para siempre, el poder de mover a las masas convertido en impotencia! ¿Estáis conmigo? ¿Les pondríais un bozal a los megalómanos y a los monstruos?

Fue Marco Antonio el que lideró los vítores, que cayeron sobre Cicerón y Catulo como una avalancha. Solamente la voz de Catón hubiera podido superponerse a aquel clamor; y solamente la voz de Catón lo hizo.

—¡Yo interpongo mi veto! —aulló.

—¡Para proteger tu propio cuello! —le dijo Nepote con desprecio cuando el clamor amainó lo suficiente como para que todos pudieran oír lo que venía a continuación. Miró a Catón de arriba abajo con ostentosa sorpresa—. ¡Y no es que quede mucho de tu cuello, Catón! ¿Qué te ha pasado? ¿Se te olvidó pagarle a la puta antes de irte, o tuviste necesidad de que ella te hiciera eso antes de que ocurriera algo por debajo de tu ombligo?

—¿Cómo puedes llamarte a ti mismo noble, Cecilio Metelo? —le preguntó Catón—. ¡Vete a casa, Nepote, vete a casa y lávate la mierda de la boca! ¿Por qué hemos de escuchar esa podrida insinuación tuya en una sagrada asamblea de hombres romanos?

—¿Y por qué tenemos nosotros que vernos obligados a estar bajo un endeble decreto senatorial que proporciona a los hombres que ostentan el poder el derecho de ejecutar a hombres mucho más romanos de lo que ellos son? ¡Yo nunca he oído que Léntulo Sura tuviera a un esclavo por bisabuelo, ni que el padre de Cayo Cetego tuviera todavía mierda de cerdo detrás de las orejas!

—¡Me niego a tomar parte en una discusión violenta, Nepote, y no se hable más! ¡Puedes despoticar y desvariar desde ahora hasta diciembre del año que viene, que ello no supondrá ninguna diferencia! —bramó Catón, cuyos arañazos de la cara llamaban la atención como cuerdas de color rojo oscuro—. ¡Interpongo mi veto y no puedes decir nada más después de eso!

—¡Ya lo creo que interpones tu veto! ¡Si no lo haces, Catón, nunca volverás a hablar en público! ¡Fuiste tú y no otro quien indujo al Senado de Roma a cambiar de la clemencia a la barbarie! Lo cual no es demasiado sorprendente, en realidad. Tu bisabuelo fue un buen pedazo de bárbaro, según dicen. iCon mucho gusto para ser un viejo tonto de Túsculo que debería haberse quedado allí haciéndoles cosquillas a los cerdos en vez de venir a Roma a hacerle cosquillas al coño de una bárbara!

¡Y si eso no conseguía provocar una pelea, pensó Nepote, nada en este mundo lo conseguiría! Si yo fuera él insistiría en usar dagas en combate cuerpo a cuerpo. La plebe lame los insultos como los perros recogen con la lengua el vómito, y eso significa que yo estoy ganando. ¡Pégame Catón, dame un puñetazo en el ojo!

Catón no hizo nada por el estilo. Con un esfuerzo heroicamente estoico que sólo él supo lo que le costó, dio media vuelta y se retiró al fondo de la tribuna. Durante unos instantes la multitud estuvo tentada de abuchear ese acto de cobardía, pero Ahenobarbo se interpuso delante de Marco Antonio y empezó a vitorear como un loco ante aquella magnífica exhibición de desprecio y control de sí mismo.

Lucio Calpurnio Bestia salvó el día y la victoria para Nepote cuando empezó a atacar a Cicerón y a su
senatus consultum ultimum
del modo más salvajemente ingenioso. La plebe suspiraba, extasiada, y la reunión prosiguió con muchísimo empuje y vigor.

Cuando a Nepote le pareció que la audiencia ya tenía bastante de ejecución de ciudadanos, cambió de táctica.

—Hablando de cierto Lucio Sergio Catilina —dijo en tono desenfadado—, no me ha pasado por alto que no está ocurriendo absolutamente nada en el frente de guerra. Allí están esparcidos por Etruria, Apulia y Picenum, separados por muchas millas que hacen que Catilina y sus presuntos seguidores se encuentren deliciosamente libres de peligro. ¿A quiénes tenemos, pues? —preguntó; y levantó la mano derecha con los dedos muy separados—. Pues está Híbrido con su dedo del pie palpitante. —Dobló uno de los dedos—. Está el segundo Hombre de Tiza, Metelo, de la rama de las cabras.

—Dobló otro dedo—. Y también hay allí un rey, Rex, el valiente enemigo de… ¿de quién? ¿De quién? ¡Oh, petunias, parece que no consigo recordarlo! —Los únicos dedos que quedaban ahora levantados eran el pulgar y el meñique. En ese punto abandonó la cuenta y utilizó la mano para golpearse la frente con fuerza—. ¡Oh! ¡Oh! ¿Cómo he podido olvidarme de mi propio hermano mayor? ¡Se supone que él está allí, pero vino a Roma para participar en una buena acción! Me atrevo a decir que tendré que perdonar a ese tipo tan travieso.

Aquella broma hizo que Quinto Minucio Termo se adelantase para intervenir.

—¿Adónde quieres ir a parar ahora, Nepote? —le preguntó—. ¿Qué travesura has tramado esta vez?

—¿Travesura? ¿Yo? —Nepote retrocedió de forma teatral—. ¡Termo, Termo, no permitas que el fuego que arde bajo ese gran culo tuyo te haga hervir, por favor! ¡Con un nombre como el tuyo, lo tibio te va muy bien a ti, querido mío! —dijo con voz de flauta mientras movía los párpados ofensivamente en dirección a Termo y la plebe aullaba de risa—. No, cariño, yo sólo intentaba recordarles a nuestros excelentes compañeros plebeyos aquí presentes que sí que tenemos a algunos ejércitos en el campo para luchar contra Catilina… cuando lo encuentren, claro está. El norte de nuestra península es un lugar grande, y es fácil perderse por allí. Especialmente si tenemos en cuenta la niebla matinal que se posa sobre el padre Tíber. ¡Esa niebla hace que les sea difícil encontrar un lugar hasta para vaciar sus orinales pórfidos!

—¿Tienes alguna sugerencia? —le preguntó Termo, que decidió arriesgarse. Se esforzaba con mucha valentía por seguir el ejemplo de Catón, pero ahora Nepote le estaba tirando besos, por lo que la multitud se había puesto histérica.

—¡Bueno, cerditos, pues en realidad sí que la tengo! —dijo Nepote con brillantez—. Yo estaba ahí de pie mirando los dibujos que lleva Catón en la cara,
¡pipinna, pipinna, pipinna!
, cuando otro rostro apareció ante mis ojos. ¡No, querido, no era el tuyo! ¿Ves eso que hay allí? Ese hombre con aire militar que está en la cuarta peana a partir del final, entre los bustos de los cónsules? ¡Una cara preciosa, pienso siempre que la veo! ¡Tan rubio, y con esos preciosos ojos azules! No tan hermosos como los tuyos, desde luego, pero tampoco están nada mal. —Nepote se puso las manos alrededor de la boca y empezó a vocear—: ¡Eh, ese de ahí,
quiris
… sí, tú, el que está al fondo, cerca de los bustos de los cónsules! ¿Puedes leer el nombre que hay en ese busto? ¡Sí, eso es, el que tiene el pelo dorado y unos enormes ojos azules! ¿Quién es, Pompeyo? ¿Has dicho Manus? ¿Magus, dices? ¡oh, Magnus! ¡Gracias,
quiris
, gracias! ¡El nombre es Pompeyo Magnus!

Termo apretó los puños.

—¡No te atrevas! —dijo gruñendo.

—¿Que no me atreva a qué? —lc preguntó Nepote con aire inocente—. Aunque admito que Pompeyo Magnus se atreve a cualquier cosa. ¿Acaso tiene igual en el campo de batalla? Yo creo que no. Y ahora está en Siria y se dispone ya a volver a casa, una vez que ha terminado todas sus batallas. El Este está conquistado, y Cneo Pompeyo Magnus ha llevado a cabo la conquista. ¡Lo cual es más de lo que podéis decir acerca del caprino Metelo y el regio Rex! ¡Ojalá hubiera ido yo a la guerra con cualquiera de ellos dos en lugar de haber ido con Pompeyo Magnus! ¡Qué enemigos más insignificantes deben de haber encontrado para haber conseguido esos triunfos! ¡Yo habría podido ser un auténtico héroe si hubiera ido a la guerra con ellos, habría podido ser como Cayo César y, como él, habría podido ocultar mi cada vez más escaso cabello debajo de una corona de hojas de roble! —Nepote se detuvo para saludar militarmente a César, que se encontraba de pie en los escalones de la Curia Hostilia con la corona de hojas de roble—. Sugiero,
quirites
, que promulguemos un pequeño plebiscito que haga volver a casa a Pompeyo Magnus y que le otorguemos un mando especial para que aplaste el motivo por el cual estamos aguantando todavía un interminable
senatus consultum ultimum
. Lo que digo es que traigamos a casa a Pompeyo Magnus para acabar con lo que el caprino no es capaz ni de empezar: ¡con Catilina!

Y los vítores empezaron a oírse de nuevo hasta que Catón, Termo, Fabricio y Lucio Mario interpusieron el veto.

El presidente del colegio, y por ello convocante de la reunión, Metelo Nepote, decidió que ya se había conseguido bastante. Levantó la sesión muy satisfecho con lo que había logrado y se marchó del brazo de su hermano Celer, agradeciendo alegremente los aplausos de la regocijada plebe.

—¿Qué tal te sentaría a ti quedarte calvo cuando tu cognomen significa cabeza con una estupenda y espesa mata de cabello? —le dijo César al reunirse con ellos.

—Tu
tata
no debió casarse con una Aurelia Cotta —le dijo Nepote con impertinencia—. Nunca he conocido a un Aurelio Cotta cuya parte superior de la cabeza no pareciera un huevo antes de los cuarenta años.

—¿Sabes, Nepote? Hasta hoy nunca me había dado cuenta de que tuvieras tanto talento para la demagogia. Ahí arriba, en la tribuna, se te veía cierto estilo. Han estado comiendo de tu mano. Y a mí me ha gustado tanto tu actuación que incluso te perdono por meterte con mi pelo.

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