Las once mil vergas (6 page)

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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

BOOK: Las once mil vergas
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Piramo y Tisbe
4

La señora

Tisbe

Se pasma:

“¡Bebé!”

Píramo

Inclinado

La ataca

“¡Hebé!”

La bella

Dice: “¡Sí!”

Luego ella

Goza,

Igual que

Su hombre.

—¡Exquisito! ¡Delicioso! ¡Admirable! Mony, eres un poeta archidivino, ven a joderme al coche-cama, tengo el ánimo follador.

Mony pagó las cuentas. Mariette y Cornaboeux se miraban lánguidamente. En el pasillo Mony deslizó cincuenta francos al empleado de la Compagnie des Wagons-Lits que permitió que las dos parejas se introdujeran en la misma cabina:

—Usted se arreglará con la aduana —dijo el príncipe al hombre de la gorra—, no tenemos nada que declarar. Antes de pasar la frontera, dos minutos antes por ejemplo, llame a nuestra puerta.

Una vez en la cabina, se desnudaron los cuatro. Mariette fue la primera en quedar desnuda. Mony no la había visto nunca así, pero reconoció sus grandes muslos redondeados y el bosque de pelos que sombreban su rechoncho coño. Sus pechos estaban tan duros y tiesos como los miembros de Mony y de Cornaboeux.

—Cornaboeux —dijo Mony—, encúlame, y mientras me limpiaré esta linda muchacha.

Estelle se desvestía más lentamente y cuando quedó desnuda, Mony se había introducido a la manera de los perros en el coño de Mariette, que, mientras empezaba a gozar, agitaba su grueso trasero y lo hacía restallar contra el vientre de Mony. Cornaboeux había introducido su corta y gruesa nuez en el dilatado ano de Mony que berreaba:

—¡Puerco ferrocarril! No vamos a poder mantener el equilibrio.

Mariette cloqueaba como una gallina y vacilaba como un tordo en las viñas. Mony había pasado los brazos a su alrededor y le aplastaba los pechos. Admiró la belleza de Estelle cuya tiesa cabellera revelaba la mano de un hábil peluquero. Era la mujer moderna en toda la acepción de la palabra: ondulados cabellos aguantados por peinetas de concha cuyo color combinaba perfectamente con la sabia decoloración de la cabellera. Su cuerpo era de una encantadora belleza. Su culo era vigoroso y provocativamente respingón. Su rostro maquillado con habilidad le daba el aspecto picante de una prostituta de lujo. Sus pechos eran un poco caídos, pero esto le sentaba muy bien; eran pequeños, menudos y en forma de pera. Al manosearlos, se notaban suaves y sedosos, tenían el tacto de las ubres de una cabra lechera y, cuando se giraba, brincaban como un pañuelo de batista arrugado como una bola al que se hiciera saltar en la palma de la mano.

En la mota, no tenía más que un pequeño mechón de pelos sedosos. Se echó encima de la litera y, haciendo una cabriola, colocó sus largos y vigorosos muslos alrededor del cuello de Mariette que, al tener el gato de su señora ante la boca, empezó a sorberlo con glotonería, hundiendo la nariz entre las nalgas, en el ojo del culo. Estelle ya había introducido su lengua en el coño de la doncella y chupaba a la vez el interior de un coño inflamado y la enorme verga de Mony que se meneaba ardorosamente en sú interior. Cornaboeux gozaba beatíficamente de este espectáculo. Su gruesa verga que ardía en el peludo culo del príncipe, iba y venía lentamente. Dejó escapar dos o tres buenos pedos que apestaron la atmósfera aumentando los goces del príncipe y de las dos mujeres. De golpe, Estelle empezó a gemir aterradoramente; su culo comenzó a bailar ante la nariz de Mariette cuyos cloqueos y culadas se hicieron más fuertes. Estelle lanzaba sus piernas enfundadas en seda negra y calzadas con zapatos de talón Luix XV a derecha y a izquierda. Agitándose de este modo, dio un golpe terrible a la nariz de Cornaboeux que quedó aturdido y empezó a sangrar copiosamente. “¡Puta!” aulló Cornaboeux y, para vengarse, pellizcó violentamente el culo de Mony. Este, enfurecido, pegó un terrible mordisco en el hombro de Mariette que descargó berreando. Bajó el efecto del dolor, plantó sus dientes en el coño de su señora que apretó histéricamente los muslos alrededor de su cuello.

—¡Me ahogo! —articuló Mariette con dificultad.

Pero nadie la escuchó. El abrazo de los muslos se hizo más fuerte. El rostro de Mariette se tornó morado, su boca llena de espuma permanecía pegada al coño de la actriz.

Mony, aullando, descargaba en un coño inerte. Cornaboeux, los ojos fuera de sus órbitas, lanzaba su semen en el culo de Mony exclamando con voz exangüe:

—¡Si no quedas encinta, no eres hombre!

Los cuatro personajes se habían derrumbado. Tendida en la litera, Estelle rechinaba los dientes y pegaba puñetazos en todas direcciones mientras pataleaba furiosamente. Cornaboeux meaba por la portezuela. Mony trataba de retirar su verga del coño de Mariette. Pero no había manera. El cuerpo de la doncella estaba completamente inmóvil.

—Déjame salir —le decía Mony, y la acariciaba, luego la pellizcó en los muslos, la mordió, pero no hubo nada que hacer.

—¡Ven a separarle los muslos, se ha desmayado! —dijo Mony a Cornaboeux.

Con grandes dificultades Mony consiguió sacar su miembro del coño que se había estrechado terriblemente. Enseguida trataron de hacer volver en sí a Mariette, pero no hubo nada que hacer.

—¡Mierda!, ¡ha estirado la pata! —dijo Cornaboeux.

Y era cierto, Mariette había muerto estrangulada por las piernas de su señora, estaba muerta, irremediablemente muerta.

—¡Estamos frescos! —dijo Mony.

—Esta marrana es la causa de todo —opinó Cornaboeux señalando a Estelle que comenzaba a calmarse.

Y tomando un cepillo del neceser de viaje de Estelle, empezó a golpearla violentamente. Las cerdas del cepillo la pinchaban a cada golpe. Este castigo parecía excitarla extraordinariamente.

En este momento, llamaron a la puerta.

—Es la señal convenida —dijo Mony—, dentro de unos instantes pasaremos la frontera. Es preciso, lo he jurado, dar un golpe, medio en Francia, medio en Alemania. Agarra a la muerta. Mony, con la verga tiesa, se arrojó sobre Estelle que, con los muslos separados, le recibió en su coño ardiente gritando:

—¡Métemela hasta el fondo, toma!… ¡toma!…

Las sacudidas de su culo tenían algo de demoníaco, su boca dejaba resbalar una baba que¿ mezclándose con los afeites, goteaba infecta sobre el mentón y sobre el pecho; Mony le metió la lengua en la boca y le hundió el mango del cepillo en el ojo del culo. Bajo el efecto de esta nueva voluptuosisad, ella mordió tan violentamente la lengua de Mony que él tuvo que pellizcarla hasta hacerla sangrar para conseguir que la soltara.

Entretanto, Cornaboeux había dado vuelta el cadáver de Mariette cuya cara amoratada era horrorosa. Le separó los muslos e hizo entrar dificultosamente su enorme miembro en la abertura sodómica. Entonces dio rienda suelta a su ferocidad natural. Sus manos arrancaron mechón a mechón los rubios cabellos de la muerta. Sus dientes desgarraron la espalda de una blancura polar y la sangre roja que brotó, tenía el aspecto de estar expuesta sobre nieve.

Un instante antes del goce, introdujo su mano en la vulva aún tibia y haciendo entrar completamente su brazo en ella, empezó a tirar de las tripas de la desgraciada doncella. En el momento del goce, ya había sacado dos metros de entrañas y se había rodeado la cintura con ellos como quien se coloca un salvavidas.

Descargó vomitando su comida tanto por las trepidaciones del tren como por las emociones que había experimentado. Mony acababa de descargar y contemplaba con estupefacción a su ayuda de cámara que hipaba repulsivamente mientras vomitaba sobre el cadáver destrozado. Los intestinos y la sangre se mezclaban con los vómitos, entre los cabellos ensangrentados.

—Puerco infame —exclamó el príncipe—, la violación de esta joven muerta con la que debías casarte según mi promesa, pesará duramente sobre ti en el valle de Josafat. Si no te quisiera tanto, te mataría como a un perro.

Cornaboeux se levantó, ensangrentado, expulsando las últimas boqueadas de su vómito. Señaló a Estelle cuyos ojos dilatados contemplaban con horror el inmundo espectáculo:

—¡Ella tiene la culpa de todo! —manifestó.

—No seas cruel —dijo Mony— te ha dado ocasión para satisfacer tus gustos de necrófilo. Y como pasaban sobre un puente, el príncipe se asomó a la portezuela para contemplar el romántico panorama del Rhin que desplegaba sus esplendores verdosos y se extendía en largos meandros hasta el horizonte. Eran las cuatro de la mañana, algunas vacas pacían en los prados, unos niños bailaban bajo los tilos germánicos. Una música de pífanos, monótona y fúnebre, anunciaba la presencia de un regimiento prusiano y la melopea se mezclaba tristemente al ruido de chatarra del puente y al sordo acompañamiento del tren en marcha. Unos pueblos felices animaban las orillas dominadas por los burgos centenarios y las viñas renanas exponían hasta el infinito su mosaico regular y precioso. Cuando Mony se giró, vio al siniestro Cornaboeux sentado sobre el rostro de Estelle. Su culo de coloso cubría la cara de la actriz. Se había cagado y la mierda hedionda y blanduzca caía por todos lados.

Asía un enorme cuchillo y araba con él en el vientre palpitante. El cuerpo de la actriz tenía breves sobresaltos.

—Espera —dijo Mony— permanece sentado.

Y, acostándose sobre la moribunda, hizo entrar su erecto miembro en el coño expirante. Gozó así de los últimos espasmos de la asesinada, cuyos postreros dolores debieron ser horribles, y empapó sus brazos con la sangre cálida que brotaba del vientre. Cuando hubo descargado, la actriz ya no se movía. Estaba rígida y sus ojos trastornados estaban llenos de mierda.

—Ahora —dijo Cornaboeux—, tenemos que salir por piernas.

Se limpiaron y se vistieron. Eran las seis de la mañana. Saltaron por la portezuela y valientemente se acostaron sobre los estribos del tren lanzado a toda velocidad. Luego, a una señal de Comaboeux, se dejaron caer suavemente sobre el balasto de la vía. Se levantaron algo aturdidos, pero sin ningún daño, y saludaron con un estudiado gesto al tren que ya se empequeñecía al alejarse.

—¡Ya era hora! —dijo Mony.

Alcanzaron el pueblo más cercano, reposaron dos días en él, luego volvieron a tomar el tren para Bucarest.

El doble asesinato en el Orient-Express alimentó los periódicos durante seis meses. No encontraron a los asesinos y el crimen fue cargado en la cuenta de Jack el Destripador, que tiene unas espaldas muy anchas.

En Bucarest, Mony recogió la herencia del vicecónsul de Servia. Sus relaciones con la colonia servia le hicieron recibir, una tarde, una invitación para pasar la velada en casa de Natacha Kolowitch, la esposa del coronel encarcelado por su hostilidad a la dinastía de los Obrenovitch.

Mony y Cornaboeux llegaron hacia las ocho de la tarde. La bella Natacha estaba en un salón tapizado en negro, iluminado con velas amarillentas y adornado con tibias y calaveras:

—Príncipe Vibescu —dijo la dama—, vais a asistir a una sesión secreta del comité antidinástico de Servia. Esta noche se votará, no me cabe la menor duda, la muerte del infame Alejandro y de Draga Machine, su puta esposa; se trata de restablecer al rey Pedro Karageorgevitch en el trono de sus antepasados. Si reveláis lo que veréis y oiréis, una mano invisible os matará, estéis donde estéis.

Mony y Cornaboeux se inclinaron. Los conjurados llegaron de uno en uno. André Bar, el periodista parisino, era el alma del complot. Llegó, fúnebre, envuelto en una capa española.

Hicieron entrar a una extraña pareja: un muchachito de diez años vestido de gala, el sombrero bajo el brazo, acompañado por una niña encantadora que no tendría más de ocho años; estaba vestida de novia; su traje de satén blanco estaba adornado con ramilletes de flores de naranjo.

El pope les dio un sermón y les casó haciéndoles intercambiar los anillos. Enseguida, les exhortaron a fornicar. El muchachito sacó una colita parecida a un dedo meñique y la recién casada, arremangando su emperifollada falda, mostró sus pequeños muslos blancos en lo alto de los cuales miraba con la boca abierta una pequeña abertura imberne y rosada como el interior del pico abierto de un grajo que acaba de nacer. Un silencio religioso planeaba sobre la asamblea. El muchachito se esforzó para penetrar a la niña. Como no podía conseguirlo, le quitaron los pantalones y, para excitarlo, Mony le dio una graciosa azotaina, mientras que Natacha, con la punta de la lengua, le cosquilleaba su pequeño glande y sus cojoncillos. El muchachito comenzó la erección y así pudo desvirgar a la niña. Cuando hubieron cruzado sus espadas durante diez minutos, les separaron, y Cornaboeux agarrando al muchachito le desfondó el ano por medio de su potente machete. Mony no pudo aguantar sus ganas de joder a la niña. La cogió, la sentó a horcajadas encima de sus muslos y le hundió su viviente bastón en la minúscula vagina. Los dos niños lanzaban gritos aterradores y la sangre chorreaba alrededor de los miembros de Mony y de Cornaboeux.

Inmediatamente, colocaron a la niña sobre Natacha y el pope que acababa de terminar la misa le levantó las faldas y empezó a azotar su blanco y encantador culito. Natacha se levantó entonces, y montando a André Bar sentado en un sillón, se penetró con el enorme miembro del conjurado. Comenzaron un brioso San Jorge, como dicen los ingleses.

El muchachito, arrodillado ante Cornaboeux, le chupaba el dardo mientras lloraba a lágrima viva. Mony enculaba a la niña que se debatía como un conejo que van a degollar. El resto de los conjurados se enculaban con terribles ademanes. Natacha se levantó enseguida y, girándose, tendió su culo a todos los conjurados que se acercaron a fornicarla por riguroso turno. En este momento, hicieron entrar a una nodriza con cara de madona y cuyas enormes ubres estaban llenas hasta reventar de una leche generosa. La hicieron ponerse a cuatro patas y el pope empezó a ordeñarla como a una vaca, en los vasos sagrados. Mony enculaba a la nodriza cuyo culo de una resplandeciente blancura estaba tan tenso que parecía a punto de reventar. Hicieron mear a la niña hasta llenar el cáliz. Entonces los conjurados comulgaron bajo las especies de leche y de orines.

Luego, agarrando las tibias, juraron dar muerte a Alejandro Obrenovitch y a Draga Machine, su esposa.

La velada se acabó de una manera infame. Hicieron subir a varias viejas, la más joven de las cuales tenía setenta y cuatro años, y los conjurados las jodieron de todas las formas posibles. Mony y Cornaboeux se retiraron hastiados hacia las tres de la mañana. Una vez en casa, el príncipe se desnudó y tendió su bello culo al cruel Cornaboeux que le enculó ocho veces seguidas sin desencular. Daban un nombre a estas sesiones cotidianas: su disfrute penetrante.

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