Las once mil vergas (8 page)

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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

BOOK: Las once mil vergas
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—Chupa fuerte, Ida mía —dijo Wanda amorosamente—, estoy muy excitada y tú debes estarlo también. No hay nada tan excitante como azotar un culo grande como el de Nadeja. Ahora ya no chupes más… voy a joderte.

La niña, con las faldas levantadas, se colocó cerca de la mayor. Las piernas gordezuelas de ésta contrastaban singularmente con los muslos delgados, morenos y vigorosos de aquélla.

—Es curioso —dijo Wanda— que te haya desvirgado con mi clítoris y que yo misma sea virgen aún.

Pero el acto había empezado. Wanda abrazaba furiosamente a su amiguita. Ella acarició un momento su coñito casi imberbe aún. Ida decía:

—Mi pequeña Wanda, mi maridito, cuántos pelos tienes, ¡jódeme!

Pronto el clítoris entró en la raja de Ida y el bello culo redondo de Wanda se agitó furiosamente.

Mony, a quien este espectáculo ponía fuera de sí, pasó una mano por debajo de las faldas de Héléne y la masturbó hábilmente. Ella le devolvió el cumplido agarrando con toda la mano su enorme cola y lentamente, mientras las dos sáficas se abrazaban desenfrenadamente, manipulaba la enorme cola del oficial. Descabezado, el miembro humeaba. Mony estiraba los corvejones y pellizcaba nerviosamente el botoncito de Héléne. De golpe, Wanda, encarnada y desmelenada, se levantó de encima de su amiguita que, cogiendo una vela de candelabro, acabó la obra comenzada por el desarrollado clítoris de la hija del general. Wanda fue hasta la puerta, llamó a Nadeja que volvió asustada. La preciosa rubia, por orden de su señora desabrochó su corpino y sacó sus grandes pechos, luego se levantó las faldas y tendió su culo. El clítoris erecto de Wanda penetró fácilmente entre las nalgas satinadas y entró y salió como un hombre. La pequeña Ida, cuyo pecho ahora desnudo era encantador pero plano, se acercó para continuar el juego con su vela, sentada entre las piernas de Nadeja, cuyo coño chupó hábilmente. Mony descargó en este mismo momento bajo la presión ejercida por los dedos de Héléne y el semen fue a chocar contra el cristal que les separaba de las bacantes. Tuvieron miedo de que se dieran cuenta de su presencia y se fueron.

Pasaron abrazados por un pasillo: —¿Qué significa —pidió Mony— esta frase que me ha dicho el portero: “El general está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua”?

—Mira —respondió Héléne, y por una puerta entreabierta que dejaba ver el interior del despacho del general, Mony vio a su jefe de pie enculando a un encantador muchachito. Sus rizados cabellos castaños le caían sobre los hombros. Sus ojos azules y angelicales contenían la inocencia de los efebos que los dioses hacen morir jóvenes porque les aman. Su bello culo blanco y duro parecía no aceptar más que con pudor el regalo viril que le hacía el general qué se parecía bastante a Sócrates.

—El general —dijo Héléne— educa él mismo a su hijo que tiene doce años. La metáfora del portero era poco explícita pues, más que alimentarse a sí mismo, el general ha encontrado conveniente este método para alimentar y adornar el espíritu de su vástago macho. Le inculca desde los fundamentos una ciencia que me parece bastante sólida, y el joven príncipe podrá sin vergüenza, más tarde, hacer un buen papel en los consejos del Imperio.

—El incesto —dijo Mony— hace milagros.

El general parecía estar en el colmo de la felicidad, y hacía rodar como un loco sus ojos blancos estriados de rojo.

—Serge —exclamaba con voz entrecortada— ¿sientes el instrumento que, no satisfecho con haberte engendrado, ha asumido igualmente la tarea de hacer de ti un joven perfecto? Acuérdate, Sodoma es un símbolo de la civilización. La homosexualidad hubiera convertido a los hombres en seres parecidos a los dioses y todas las desgracias vienen de este deseo que los diferentes sexos pretenden tener el uno del otro. Hoy no hay más que un medio para salvar a la desgraciada y santa Rusia, y es que, filópedos, los hombres profesen definitivamente el amor socrático, mientras las mujeres irán al peñasco de Leucade a tomar lecciones de safismo.

Lanzando un estertor voluptuoso, descargó en el encantador culo de su hijo.

Capítulo VI

El sitio de Port-Arthur había empezado, Mony y su ordenanza Cornaboeux estaban encerrados allí con las tropas del bravo Stoessel.

Mientras los japoneses intentaban forzar el recinto fortificado con alambradas, los defensores de la plaza se consolaban de los cañonazos que amenazaban con matarlos a cada momento, frecuentando asiduamente los cafés-cantantes y los burdeles que habían permanecido abiertos.

Esa noche Mony había cenado copiosamente en compañía de Cornaboeux y de varios periodistas. Habían comido un excelente filete de caballo, pescados del puerto y piña en conserva; todo ello regado con un excelente vino de Champagne.

A decir verdad, el postre había sido interrumpido por la inopinada llegada de un obús que estalló, destruyendo una parte del restaurante y matando a varios de los convidados. Mony estaba muy contento de esta aventura; con gran sangre fría había encendido su cigarro con el mantel que estaba ardiendo. Ahora se iba aun café-concierto con Cornaboeux.

—Este condenado general Kikodryoff —dijo por el camino—, es un notable estratega sin duda; adivinó el sitio de Port-Arthur y seguramente me ha hecho enviar aquí para vengarse de que yo haya descubierto sus relaciones incestuosas con su hijo. Igual que Ovidio, estoy expiando el crimen de mis ojos, pero no escribiré ni
Las Tristes
ni
Las Pónticas
. Prefiero gozar el tiempo que me queda por vivir.

Varias balas de cañón pasaron silbando por encima de su cabeza; dieron un salto para evitar a una mujer que yacía partida en dos por un obús y así llegaron ante
Las Delicias del Padrecito
.

Era el cafetucho chic de Port-Arthur. Entraron. La sala estaba llena de humo. Una cantante alemana, pelirroja, y de carnes desbordantes, cantaba con marcado acento berlinés, aplaudida frenéticamente por aquellos espectadores que entendían alemán. Enseguida cuatro girls inglesas, unas sisters cualesquiera, salieron a bailar unos pasos de giga, mezclada con algo de cake-walky de machicha. Eran unas muchachas muy lindas. Levantaban hasta muy arriba sus crujientes faldas para enseñar unos calzones adornados con cintitas, pero afortunadamente los calzones estaban cortados y en ocasiones dejaban ver sus grandes muslos encuadrados por la batista de las enaguas, o los pelos que atenuaban la blancura de su vientre. Cuando levantaban la pierna, sus coños musgosos se entreabrían. Cantaban:

My cosey córner girl

y fueron más aplaudidas que la ridicula
fraulein
que las había precedido.

Algunos oficiales rusos, probablemente demasiado pobres para pagarse una mujer, se masturbaban concienzudamente contemplando, con los ojos dilatados, este espectáculo paradisíaco en el sentido mahometano del término.

De vez en cuando, un potente chorro de semen brotaba de uno de esos miembros para ir a aplastarse sobre un uniforme vecino o incluso sobre una barba.

Después de las
girls
, la orquesta atacó una bulliciosa marcha y el número sensacional se presentó en escena. Estaba formado por una española y un español. Sus trajes toreros causaron una viva impresión entre los espectadores que entonaron un
Boje Tsaria Krany
de circunstancias.

La española era una soberbia muchacha convenientemente descoyuntada. Unos ojos de azabache brillaban en su pálido rostro de óvalo perfecto. Sus caderas parecían hechas con torno y las lentejuelas de su traje deslumbraban.

El torero, esbelto y robusto, meneaba unas ancas cuya masculinidad debía tener algunas ventajas, sin duda.

Esta interesante pareja, antes que nada, lanzó a la sala un par de besos que causaron furor. Lo hicieron con la mano derecha, mientras que la izquierda descansaba en las arqueadas caderas. Luego, bailaron lascivamente al estilo de su país. Inmediatamente la española se levantó las faldas hasta el ombligo y las sujetó de manera que quedara descubierta hasta el surco umbilical. Sus largas piernas estaban enfundadas en medias de seda roja que llegaban hasta tres cuartos de los muslos. Allí, estaban sujetas al corsé por unas ligas doradas a las que venían a anudarse las sedas que aguantaban un antifaz de terciopelo negro colocado sobre las nalgas de manera que enmascaraba el ojo del culo. El coño estaba tapado por un vellocino negro azulado que se estremecía.

El torero, sin dejar de cantar, sacó su miembro muy largo y muy tieso. Bailaron así, sacando el vientre, pareciendo buscarse y escaparse. El vientre de la joven se ondulaba como un mar que súbitamente se hubiera vuelto consistente; la espuma mediterránea se condensó así para formar el vientre de Afrodita.

De golpe, y como por encanto, el miembro y el coño de estos histriones se juntaron y se hubiera dicho que iban a copular lisa y llanamente en escena.

Nada de eso.

Con su miembro completamente enhiesto, el torero levantó a la joven que plegó las piernas y quedó en el aire sin tocar tierra. El se paseó un momento. Luego, cuando los mozos del teatro hubieron tendido un alambre tres metros por encima de los espectadores, subió allí arriba, y, obsceno funámbulo, paseó así a su amante por encima de los apretujados espectadores, a través del patio de butacas. Reculó enseguida hasta el escenario. Los espectadores aplaudieron estrepitosamente y admiraron plenamente los encantos de la española cuyo culo enmascarado parecía sonreír, pues estaba lleno de hoyuelos.

Entonces fue el turno de la mujer. El torero plegó las rodillas y, sólidamente ensartado en el coño de su compañera, fue paseado así sobre la rígida cuerda.

Esta fantasía funambulesca había excitado a Mony.

—Vayamos al burdel —dijo a Cornaboeux.

Los Samurais Alegres
, tal era el agradable nombre del lupanar de moda durante el sitio de Port-Arthur.

Estaba regentado por dos hombres, dos antiguos poetas simbolistas que, habiéndose casado por amor, en París, habían venido a ocultar su felicidad al Extremo Oriente. Ejercían el lucrativo oficio de gerentes de burdel y vivían bien. Se vestían de mujer y se decían ternezas sin haber renunciado a sus bigotes y a sus nombres masculinos.

Uno era Adolphe Terré. Era el más viejo. El más joven tuvo su momento de celebridad en París. ¿Quién ha olvidado el abrigo gris perla y el cuello de armiño de Tristan de Vinaigre?

—Queremos mujeres —dijo Mony en francés a la cajera que no era otro que Adolphe Terré.

Este comenzó uno de sus poemas:

Una tarde que entre Versailles y Fontainebleau

Perseguía a una ninfa en los bosques susurrantes

Mi miembro se endureció de repente para la ocasión calva

Que pasaba enjuta y erguida, diabólicamente idílica.

La ensarté tres, luego me emborraché veinte días.

Agarré unas purgaciones pero los dioses protegían.

Al poeta. Las glicinas han reemplazado a mis pelos

Y Virgilio cagó sobre mí, este dístico versallés…
6

—Basta, basta —dijo Cornaboeux— ¡mujeres, redios!

—¡Aquí viene la sub-madama! —dijo respetuosamente Adolphe.

La sub-madama, es decir el rubio Tristan de Vinaigre, se adelantó graciosamente y, poniendo sus ojos azules en Mony, pronunció con voz cantarina este poema histórico:

Mi miembro ha enrojecido con una alegría encarnada

En la flor de mi vida

Y mis testículos se han bamboleado como frutos pesados

Que buscan la canasta.

El vellocino suntuoso donde se hunde mi verga

Se acuesta muy espeso,

Del culo a la ingle y de la ingle al ombligo (en fin, de todos lados)

Respetando mis frágiles nalgas,

Inmóviles y crispadas cuando tengo que cagar

Sobre la mesa demasiado alta y el papel helado

Los cálidos cagajones de mis pensamientos.
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—En fin —dijo Mony— ¿esto es un burdel o un asilo?

—¡Todas las damas al salón! —gritó Tristan y, al mismo tiempo, dio una toalla a Cornaboeux añadiendo:

—Una toalla para dos, señores… Comprendan… es época de sitio.

Adolphe percibió los 360 rublos que costaban las relaciones con las prostitutas en Port-Arthur. Los dos amigos entraron en el salón. Allí les esperaba un espectáculo incomparable.

Las putas, vestidas con peinadores grosella, carmesí, azulino o burdeos, jugaban al bridge mientras fumaban cigarrillos rubios.

En este momento, se oyó un estrépito aterrador: un obús, agujereando el techo, cayó pesadamente en el suelo, donde se hundió como un bólido, justo en el círculo formado por las jugadoras de bridge. Afortunadamente, el obús no estalló. Todas las mujeres cayeron de espaldas gritando. Sus piernas quedaron en alto y mostraron el as de picas a los ojos concupiscentes de los dos militares. Fue una admirable exposición de culos de todas las nacionalidades, pues este burdel modelo poseía prostitutas de todas las razas. El culo en forma de pera de la frisona contrastaba con los culos regordetes de las parisinas, las nalgas maravillosas de las inglesas, los traseros cuadrados de las escandinavas y los culos caídos de las catalanas. Una negra mostró una masa atormentada que se parecía más a un cráter volcánico que a unas ancas femeninas. Una vez en pie, ella proclamó que sus adversarias habían perdido la baza, tan deprisa se acostumbra uno a los horrores dé la guerra.

—Me llevo a la negra —dijo Cornaboeux mientras que esta reina de Saba, levantándose y oyéndose nombrar, saludaba a su Salomón con estas amenas palabras:

—¿Quie'es pinchar mi g'an patata, señor gene'al?

Cornaboeux la besó delicadamente. Pero Mony no estaba satisfecho de esta exhibición internacional:

—¿Dónde están las japonesas? —pidió.

—Son cincuenta rublos más —declaró la sub-madama retorciendo sus fuertes bigotes—, comprenda, ¡es el enemigo!

Mony pagó e hicieron entrar a una veintena de muchachas japonesas vestidas con su traje nacional.

El príncipe escogió una que era encantadora y la sub-madama hizo entrar a las dos parejas en un reservado acondicionado para un objetivo fornicador.

La negra que se llamaba Cornélie y la japonesita, que respondía al delicado nombre de Kilyemu, es decir: cáliz de flor de níspero japonés, se desnudaron cantando la una en sabir tripolitano, la otra en un dialecto japonés.

Mony y Cornaboeux se desnudaron.

El príncipe dejó, en un rincón, a su ayuda de cámara y a la negra, y no se ocupó más que de Kilyemu, cuya belleza infantil y grave a la vez le encantaba.

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