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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

Las once mil vergas (9 page)

BOOK: Las once mil vergas
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La besó tiernamente y, de vez en cuando, durante esta bella noche de amor, se oía el ruido del bombardeo y los obuses estallaban con suavidad. Se hubiera dicho que un príncipe oriental ofrecía un castillo de fuegos artificiales en honor de alguna princesa georgiana y virgen.

Kilyemu era pequeña pero muy bien hecha, su cuerpo era amarillo como un melocotón, sus senos pequeños y puntiagudos eran duros como pelotas de tenis. Los pelos de su coño estaban unidos en un manojo áspero y negro, se diría que era un pincel mojado.

Ella se echó de espaldas y, llevando sus muslos sobre su vientre, las rodillas plegadas, abrió sus piernas como un libro.

Esta postura imposible para una europea asombró a Mony.

Aparecieron pronto sus encantos. Su miembro se hundió por completo, hasta los testículos, en un coño elástico que, amplio primero, se estrechó inmediatamente de forma sorprendente.

Esta muchachita que apenas parecía nubil sabía hacer el cascanueces. Mony se dio cuenta plenamente cuando después de los últimos espasmos voluptuosos, descargó en una vagina que se había estrechado terriblemente y que le mamaba el miembro hasta la última gota…

—Cuéntame tu historia —dijo Mony a Kilyemu mientras que en el rincón se oían los jadeos cínicos de Cornaboeux y de la negra.

Kilyemu se sentó:

—Soy —dijo— hija de un intérprete de
sammisen
, que es una especie de guitarra, la toca en el teatro. Mi padre hacía el coro e, interpretando temas tristes, recitaba historias líricas y cadenciosas en un palco enrejado del proscenio.

Mi madre, la bella Pesca de Julio representaba los principales papeles de esas largas obras a las que es tan aficionada la dramaturgia nipona.

Me acuerdo que representaban
Los Cuarenta y siete Roonines
,
La Bella Siguenaï
o bien
Taiko
.

Nuestra compañía iba de ciudad en ciudad, y esta naturaleza admirable donde he crecido aparece siempre en mi memoria en los momentos de abandono amoroso.

Me subía a los
matsus
, esas coniferas gigantes; iba a ver bañarse en los ríos a los bellos samurais desnudos, cuya enorme méntula no tenía ninguna significación para mí, en esa época, y reía con las bonitas y alegres criadas que venían a secarlos.

¡Oh! ¡Hacer el amor en mi país siempre florido! ¡Amar a un fornido luchador bajo los rosados cerezos y descender besándose de las colinas!

Un marinero de permiso, de la compañía
Nippon Josen Kaïsha
, que era mi primo, un día me arrebató la virginidad.

Mi padre y mi madre representaban
El Gran Ladrón
y la sala estaba repleta. Mi primo me llevó a pasear. Yo tenía trece años. El había viajado por Europa y me contaba las maravillas de un universo que yo ignoraba. Me condujo hasta un jardín desierto lleno de lirios, de camelias rojo obscuro, de lises amarillos y de lotos parecidos a mi lengua, tan bellamente rosados. Allí, me besó y me preguntó si había hecho el amor, le dije que no. Entonces, deshizo mi kimono y me acarició los pechos. Esto me dio risa, pero me puse muy seria cuando puso en mi mano un miembro duro, grande y largo.

¿Qué quieres hacer con él? le pregunté. Sin responderme, me acostó, me desnudó las piernas e, introduciéndome su lengua en la boca, penetró mi virginidad. Tuve fuerzas para lanzar un grito que debió turbar a las gramíneas y a los bellos crisantemos del gran jardín desierto, pero inmediatamente la voluptuosidad se despertó en mí.

Al poco tiempo me raptó un armero, era bello como el Daïbó de Kamakura, y es preciso hablar religiosamente de su verga que parecía de bronce dorado y que era inagotable. Todas las noches antes del amor me creía insaciable pero cuando había sentido quince veces como la cálida semilla se derramaba en mi vulva, debía ofrecerle mi cansada grupa para que él pudiera satisfacerse, o cuando estaba demasiado fatigada, tomaba su miembro con la boca y lo chupaba hasta que él me ordenaba parar. Se mató para obedecer las prescripciones del Bushido, y cumpliendo este acto caballeresco me dejó sola y desconsolada.

Un inglés de Yokohama me recogió. Olía a cadáver como todos los europeos, y durante largo tiempo no pude acostumbrarme a ese olor. Yo le suplicaba que me enculara para no ver delante de mí su cara bestial con patillas pelirrojas. Sin embargo, al fin, me acostumbré a él y, como estaba bajo mi dominio, le obligaba a lamerme la vulva hasta que su lengua, enrampada, ya no podía removerse.

Una amiga que yo había conocido en Tokio y que amaba hasta la locura venía a consolarme.

Era bonita como la primavera y parecía que dos abejas estaban continuamente posadas en la punta de sus senos. Nos satisfacíamos con un trozo de mármol amarillo tallado por los dos extremos en forma de miembro. Eramos insaciables y, la una en los brazos de la otra, desenfrenadas, encrespadas y aullando, nos agitábamos furiosamente como dos perros que quieren roer el mismo hueso.

Un día el inglés se volvió loco; creía ser el Shogún y quería encular al Mikado.

Se lo llevaron y yo hice de puta en compañía de mi amiga hasta el día en que me enamoré de un alemán, alto, fuerte, imberbe, que tenía una enorme verga inagotable. Me pegaba y yo le besaba llorando. Al fin, baldada por los golpes, me hacía limosna de su miembro y yo gozaba como una posesa abrazándole con todas mis fuerzas.

Un día tomamos el barco, me llevó a Shangai y me vendió a una alcahueta. Luego se fue, mi bello Egon, sin volver la cabeza, dejándome desesperada, con las mujeres del burdel que se reían de mí. Me enseñaron bien el oficio, pero cuando tenga mucho dinero me iré, como una mujer honesta, por el mundo, para encontrar a mi Egon, sentir una vez más su miembro en mi vulva y morir pensando en los rosados árboles del Japón.

La japonesita, tiesa y seria, se marchó como una sombra, dejando a Mony reflexionar sobre la fragilidad de las pasiones humanas con los ojos llenos de lágrimas.

Entonces oyó un sonoro ronquido y, volviendo la cabeza, vio a la negra y a Cornaboeux dormidos castamente uno en los brazos del otro; pero los dos eran monstruosos. El culazo de Cornélie sobresalía, reflejando la luna cuya luz entraba por la abierta ventana. Mony sacó su sable de la funda y pinchó en ese enorme trozo de carne.

En la sala también se oían gritos. Cornaboeux y Mony salieron con la negra. La sala estaba llena de humo. Habían entrado varios oficiales rusos que, borrachos y groseros, profiriendo juramentos inmundos, se arrojaron sobre las inglesas del burdel quienes, asqueadas del- aspecto innoble de los militarotes, murmuraron unos
bloody
y unos
damned
a cual mejor.

Cornaboeux y Mony contemplaron por un instante la violación de las prostitutas, luego salieron mientras se producía una enculada colectiva y desenfrenada, dejando desesperados a Adolphe Terré y Tristan de Vinaigre que trataban de restablecer el orden y se agitaban vanamente, enredados en sus femeninas faldas.

En ese preciso instante entró el general Stoessel y todo el mundo tuvo que rectificar su posición, incluso la negra.

Los japoneses acababan de dar el primer asalto a la ciudad asediada.

Mony casi tuvo ganas de retroceder para ver lo que haría su jefe, pero se oían gritos salvajes hacia las fortificaciones.

Llegaron varios soldados conduciendo un prisionero. Era un joven alto, un alemán, que habían encontrado en el límite de las obras de defensa, despojando a los cadáveres. Gritaba en alemán:

—No soy un ladrón. Amo a los rusos, he cruzado valientemente las líneas japonesas, para ofrecerme como maricón, marica, enculado. Sin duda os faltan mujeres y no estaréis descontentos de tenerme con vosotros.

—¡A muerte! —gritaron los soldados—, ¡a muerte, es un espía, un salteador, un desvalijador de cadáveres!

Ningún oficial acompañaba a los soldados. Mony se adelantó y pidió explicaciones:

—Se equivoca —dijo al extranjero— tenemos mujeres en abundancia pero debe pagar su crimen. Será enculado, ya que lo pide, por los soldados que le han detenido, y será empalado inmediatamente después. Morirá igual que ha vivido y es la muerte más bella según testimonian los moralistas. ¿Su nombre?

—Egon Muller —declaró temblando el hombre.

—Está bien —dijo Mony secamente—, viene de Yokohama y ha traficado vergonzosamente, como un auténtico alcahuete, con su amante, una japonesa llamada Kilyemu. Marica, espía, alcahuete y desvalijador de cadáveres, estáis completo. Que preparen el poste y vosotros, soldados, enculadlo… No tenéis una ocasión semejante cada día.

Desnudaron al bello Egon. Era un muchacho de una belleza admirable y sus senos estaban redondeados como los de un hermafrodita. A la vista de estos encantos, los soldados sacaron sus miembros concupiscentes.

Cornaboeux se conmovió, con los ojos arrasados en lágrimas, y pidió gracia para Egon a su señor, pero Mony se mantuvo inflexible y no permitió a su ordenanza más que hacerse chupar el miembro por el encantador efebo quien, el culo tenso, recibió a su vez, en su ano dilatado, las vergas radiantes de los soldados que, perfectos brutos, cantaban himnos religiosos felicitándose por su captura.

El espía, tras recibir la tercera descarga, comenzó a gozar furiosamente y agitaba su culo mientras chupaba el miembro de Cornaboeux, como si aún tuviera treinta años de vida por delante.

Mientras tanto habían alzado el poste metálico que debía servir de asiento al mamón.

Cuando todos los soldados hubieron enculado al prisionero, Mony deslizó unas palabras en los oídos de Cornaboeux que aún estaba extasiado por la manera como acababan de sacarle punta a su lápiz.

Cornaboeux fue hasta el burdel y volvió enseguida, acompañado por Kilyemu, la joven prostituta japonesa que preguntaba qué era lo que querían de ella.

De improviso vio a Egon al que acababan de clavar, amordazado, sobre el palo de hierro. Se contorsionaba y la pica le penetraba poco a poco en el ano. Por delante su verga se alzaba de tal forma que parecía estar a punto de romperse.

Mony señaló a Kilyemu a los soldados. La pobre mujercita miraba a su amante empalado con ojos donde se mezclaba el terror, el amor y la compasión en una suprema desolación. Los soldados la desnudaron y alzaron su pobre cuerpecito de pájaro sobre el del empalado.

Separaron las piernas de la desgraciada y el hinchado miembro que ella había deseado tanto la penetró una vez más.

La pobre, simple de espíritu, no entendía esta barbarie, pero el miembro que la colmaba la excitaba demasiado voluptuosamente. Se volvió como loca y se agitaba, haciendo descender poco a poco el cuerpo de su amante a lo largo del palo. El descargó mientras expiraba.

¡Era un extraño estandarte el que formaban ese hombre amordazado y esa mujer que se agitaba encima suyo, con la boca desencajada! … La sangre obscura formaba un charco al pie del palo.

—Soldados, saludad a los que mueren —gritó Mony, y dirigiéndose a Kilyemu—: “He satisfecho tus deseos… ¡En este momento los cerezos florecen en el Japón, los amantes se pierden entre la nieve rosa de los pétalos que se deshojan!”.

Luego, apuntando su revólver, le voló la cabeza y los sesos de la pequeña cortesana saltaron al rostro del oficial, como si ella hubiera querido escupir a su verdugo.

Capítulo VII

Después de la ejecución sumaria del espía Egon Muller y de la prostituta japonesa Kilyemu, el príncipe Vibescu se había convertido en un personaje muy popular en Port-Arthur.

Un día, el general Stoessel le hizo llamar y le entregó un pliego diciendo:

—Príncipe Vibescu, aunque no seáis ruso, no por eso dejáis de ser uno de los mejores oficiales de la plaza… Esperamos la llegada de socorros, pero es preciso que el general Kuro-patkin se dé prisa… Si tarda mucho, tendremos que capitular… Esos perros japoneses acechan y un día su fanatismo acabará con nuestra resistencia. Debéis atravesar las líneas japonesas y entregar este despacho al generalísimo.

Prepararon un globo. Durante ocho días, Mony y Cornaboeux se entrenaron en el manejo del aeróstato que fue hinchado una bella mañana.

Los dos pasajeros subieron a la barquilla, pronunciaron el tradicional: “¡Soltadlo!” y pronto, habiendo alcanzado la región de las nubes, ya no divisaron la tierra más que como algo muy pequeño, y el campo de batalla se divisaba netamente con los ejércitos, las escuadras en el mar, y una cerilla que rascaban para encender su cigarrillo dejaba un reguero más luminoso que los obuses de los cañones gigantes de los que se servían los beligerantes.

Una fuerte brisa impulsó al globo en la dirección de los ejércitos rusos y, en varios días, aterrizaron y fueron recibidos por un fornido oficial que les dio la bienvenida. Era Fedor, el hombre con tres testículos, el antiguo amante de Héléne Verdier, la hermana de Culculine d'Ancóne.

—Teniente —le dijo el príncipe Vibescu al saltar de la barquilla—, sois muy amable y la recepción que nos hacéis nos consuela de muchas fatigas. Dejadme pediros perdón por haberos puesto cuernos en San Petersburgo con vuestra amante Héléne, la institutriz francesa de la hija del general Kokodryoff.

—Habéis hecho bien —contestó Fedor—, figuraos que aquí he encontrado a su hermana Culculine; es una estupenda muchacha que hace de cantinera en un bar de señoritas que frecuentan nuestros oficiales. Abandonó París para conseguir una fuerte suma en Extremo Oriente. Aquí gana mucho dinero, pues los oficiales jaranean como corresponde a personas a las que queda poco tiempo de vida, y su amiga Alexine Mangetout está con ella.

—¿Cómo? —exclamó Mony—. ¡Culculine y Alexine están aquí!… Conducidme deprisa ante el general Kuropatkin, debo cumplir mi misión ante todo… Inmediatamente después me llevaréis a la cantina…

El general Kuropatkin recibió amablemente a Mony en su palacio. Era un vagón bastante bien acondicionado.

El generalísimo leyó el mensaje, luego dijo:

“Haremos todo lo posible para liberar Port-Arthur. Mientras tanto, Príncipe Vibescu, os nombro caballero de San Jorge…”

Una media hora después, el recién condecorado se hallaba en la cantina El Cosaco Dormido en compañía de Fedor y de Cornaboeux. Dos mujeres se apresuraron a atenderles. Eran Culculine y Alexine, completamente encantadoras. Estaban vestidas de soldado ruso y llevaban un delantal de encajes delante de sus anchos pantalones aprisionados en las botas; sus culos y sus pechos sobresalían agradablemente y abombaban el uniforme. Una gorrita colocada de través sobre su cabellera completaba lo que este ridículo atavío militar tenía de excitante. Tenían el aspecto de menudas comparsas de opereta.

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