—Ah, qué bien —dijo Walter, y los dos se encaminaron al
living.
Joanna entregó el capote de Adam a Bobbie, que le dio las gracias y lo sostuvo abierto delante de él. El chico dejó la bolsa de mercado en el suelo y aleteó hacia atrás, en busca de las mangas.
Joanna, que tenía las botas en la mano, preguntó:
—¿Quieres que te las ponga en una bolsa?
—No, no te molestes —dijo Bobbie. Tomó a Adam de los hombros, le hizo girar y le ayudó a abrocharse.
—Hueles bien —observó Adam.
—Gracias, pastillita de goma.
El chico alzó los ojos al cielo raso, y los bajó hacia ella.
—No me gusta que me llames así. Antes me gustaba, pero ahora no.
—Perdona. No volveré a hacerlo nunca más. —Bobbie le sonrió y le besó en la frente.
Walter y Dave salieron del
living;
Adam recogió su bolsa de mercado y se despidió de Pete y Kim. Joanna entregó las botas de Adam a Bobbie, y las dos se rozaron las mejillas. La de Bobbie estaba todavía fresca de intemperie, y era cierto que «olía bien».
—Mañana te llamo —dijo Joanna.
—Claro.
Se sonrieron la una a la otra.
Ya en la puerta, Bobbie se acercó a Walter y le ofreció la mejilla. Él titubeó un instante (Joanna se preguntó por qué), antes de inclinarse y tocarla con los labios, brevemente.
Dave besó a Joanna, palmeó el brazo de Walter —hasta la vista, hermano—, y dio un empujoncito a Adam, para que saliera detrás de Bobbie.
—¿Ahora podemos ir al comedor de diario? —preguntó Pete.
—Es todo de ustedes —dijo Walter.
Pete echó a correr, y Kim lo siguió.
Joanna y Walter permanecieron junto al vidrio frío de la contrapuerta de invierno, mirando a Bobbie, Dave y Adam mientras subían al auto.
—¡Fantástico! —dijo Walter.
—Qué aspecto espléndido tienen, ¿no? Bobbie no estuvo tan deslumbrante, ni siquiera la noche de la comida. ¿Por qué no querías besarla?
Walter tardó en contestar, y por fin dijo:
—Qué sé yo, eso de besar la mejilla es tan teatral. Me revienta.
—Nunca lo noté.
—Será que he cambiado.
Joanna miró cerrarse las portezuelas y encenderse los faros delanteros.
—¿Qué dices de pasar nosotros un fin de semana solos? Ellos se quedarían con Pete, me lo prometieron, y estoy segura de que los Van Sant recibirían a Kim.
—Sería estupendo —admitió Walter—. Inmediatamente después de las fiestas.
—O los Hendry, quizá —prosiguió Joanna—. Tienen una muchachita de seis años, y me gustaría que Kim tuviera oportunidad de conocer a una familia negra.
El auto arrancó, brillaron las luces traseras rojas, y Walter cerró la puerta, echó la llave y apagó las luces de fuera.
¡Uf, qué lunes! Tenía que recomponer el cuarto de Pete (patas arriba), arreglar todos los otros, cambiar las camas, lavar la ropa (que había dejado acumular, como de costumbre), preparar la lista de compras para mañana, y alargar tres pantalones de Pete. Bueno, iba a ocuparse de estas cosas, sin importarle cuántas más quedaban por hacer: las compras de Navidad, los sobres de las tarjetas de saludo, y el disfraz de Pete para la fiesta de la escuela (¡Gracias por el regalito, Miss Turner!). Bobbie no fue a visitarla (providencialmente) y eso ya era algo: el día no se prestaba para
charlas de café.
«¿Tendrá razón? —caviló Joanna—, ¿estoy cambiando realmente?» No, qué demonios: alguna vez, siquiera de tanto en tanto, había que darle un empujón al trabajo doméstico, de lo contrario, la casa de uno se convertiría en..., bueno, en la casa de Bobbie. Por lo demás, una genuina casada de Stepford habría surcado ese mar con imperturbable calma y eficiencia, sin permitir que la aspiradora se enredara en su cordón, para después machacarse los dedos, al desenrollarlo del infernal aparato giratorio.
Le calentó las orejas a Pete por no guardar los juguetes cuando había acabado de jugar con ellos, y el chiquillo se resintió y no quiso hablarle durante una hora. Y Kim tosía.
Walter solicitó el relevo de su turno en el lavado de los platos, y salió corriendo para meterse en el automóvil cargado de Herb Sundersen. En ese momento había mucha actividad en la «Asociación de Hombres», con el proyecto de los Juguetes de Navidad. (¿Para quién? ¿Acaso había niños pobres en Stepford? Ella no había visto señal de ninguno.)
Cortó un molde para empezar el disfraz de Pete como muñeco de nieve; jugó una partida de algo con éste y con Kim (que tosió una sola vez, pero convenía seguir con los dedos cruzados); escribió los sobres de los saludos de Navidad hasta la L, y se acostó a las diez. Se quedó dormida con el libro de Skinner.
El martes fue mejor. En cuanto acabó de lavar las cosas del desayuno y de tender las camas, llamó a Bobbie —no hubo respuesta: debía estar cazando casas—; fue en coche al Centro, e hizo la compra de provisiones para la semana; volvió al Centro en seguida después de almorzar, tomó algunas fotografías del pesebre, y volvió a casa apenas un segundo antes de que llegara el ómnibus de la escuela.
Walter lavó los platos, y después fue a la «Asociación de Hombres». Los juguetes estaban destinados a niños de la ciudad, del ghetto o de los hospitales. ¿Tiene usted alguna queja al respecto, señora Eberhart? ¿O seguía siendo la señorita Ingalls...? ¿La señorita Ingalls-Eberhart, quizá?
Dejó a Pete y a Kim bañados y en la cama, y llamó a Bobbie. Era extraño que ella no la hubiera llamado en dos días enteros.
—¿Hola? —dijo la voz de Bobbie.
—Hace mucho que no hablamos.
—¿Quién es?
—
Joanna.
—Ah, hola, ¿qué tal? ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú? Tu voz suena un poco apagada.
—No, estoy perfectamente.
—¿Tuviste más suerte esta mañana?
—¿A qué te refieres?
—A la búsqueda de casa.
—Esta mañana salí de compras —dijo Bobbie.
—¿Por qué no me llamaste?
—Era muy temprano.
—Yo fui alrededor de las diez. No tuvimos que encontrarnos por muy poco.
Bobbie no contestó.
—¿Bobbie?
—¿Sí?
—¿Estás segura de que te sientes bien?
—Positivamente. Me había puesto a planchar.
—¿A esta hora?
—Dave necesita una camisa para mañana.
—¡Oh! Llámame por la mañana, entonces. Tal vez podamos almorzar juntas. A menos que vayas a ver casas.
—No.
—Llámame, pues. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Hasta pronto, Joanna.
—Hasta mañana, Bobbie.
Colgó y se quedó sentada, mirando el teléfono, y su mano sobre el teléfono. Le sobresaltó la idea —ridícula— de que Bobbie hubiera cambiado, lo mismo que Charmaine. No, Bobbie no: ¡imposible! Debía haber tenido una pelea con Dave, una pelea de marca mayor, que todavía no estaba dispuesta a comentar. ¿O sería que ella misma había ofendido a Bobbie de algún modo, sin darse cuenta? ¿Había dicho algo el domingo, sobre la permanencia de Adam, que Bobbie pudiera haber tomado a mal? Pero no, se habían despedido tan amigas como siempre, rozándose las mejillas y prometiendo recíprocamente llamarse. (Sin embargo, ya entonces, ahora que lo pensaba, Bobbie había parecido diferente: no había dicho la clase de cosas que solía decir, y se había movido con más lentitud también.) Quién sabe si ella y Dave no habían estado fumando yerba el fin de semana. Lo habían probado un par de veces sin mayor resultado, según Bobbie le había dicho. A lo mejor esta vez...
Escribió unos pocos sobres más.
Llamó a Ruthanne Hendry, que se mostró cordial y complacida de oírla. Conversaron acerca de
El Mago,
que Ruthanne estaba saboreando, como antes Joanna; y Ruthanne le habló de su nuevo libro, otra historia de Penny. Convinieron en almorzar juntas la semana próxima: Joanna se combinaría con Bobbie, y las tres irían al restaurante francés de Eastbridge. Ruthanne la llamaría el lunes por la mañana.
Siguió con los saludos de Navidad, y estuvo leyendo el libro de Skinner en la cama, hasta que llegó Walter.
—Esta noche hablé con Bobbie —le contó—. Me pareció diferente, como desteñida...
—Probablemente está cansada de tanto correr de aquí para allá en los últimos tiempos —dijo Walter mientras vaciaba sus bolsillos encima de la cómoda.
—El domingo también parecía diferente —observó Joanna—, no dijo...
—Tenía un poco de maquillaje, eso es todo. No vas a empezar con ese asunto del agente químico, ¿verdad?
Ella contrajo el ceño, apretando el libro cerrado contra las rodillas forradas de sábana.
—¿Te dijo Dave que hubieran estado probando marihuana de nuevo? —preguntó.
—No, pero bien podría ser ésa la explicación —dijo Walter.
Hicieron el amor, pero ella estaba tensa y no podía entregarse realmente, y no sirvió de nada.
Bobbie no llamó. A eso de la una, Joanna fue a su casa. Cuando bajó de la camioneta, le ladraron los perros, atados a una cuerda alta, al fondo del terreno. El perrillo inglés, erguido sobre sus patas traseras, manoteaba el aire y chillaba: «hip..., hip..., hip...»; el ovejero, inmóvil y lanudo, resoplaba: «ruff, ruff, ruff...» El «Chevy» azul de Bobbie estaba estacionado en la calzada.
Bobbie, en su
living
inmaculado —almohadones bien mullidos, maderas relucientes, revistas dispuestas en abanico sobre la mesita lustrada de atrás del sofá—, le sonrió y se excusó.
—Perdona. Estuve tan atareada que se me olvidó. ¿Almorzaste? Ven a la cocina, te prepararé un emparedado. ¿De qué te gustaría?
Estaba igual que el domingo: hermosa, recién peinada, con un maquillaje impecable. Llevaba algún corpiño relleno que le abultaba y levantaba el busto, debajo del suéter verde, y una faja que le rebanaba las caderas, bajo la falda tableada marrón.
Ya en su cocina inmaculada, admitió:
—Sí, he cambiado. Recapacité y comprendí que era terriblemente dejada y desprolija. No es ninguna vergüenza ser una buena ama de casa. He resuelto hacer mi trabajo concienzudamente, como Dave hace el suyo, y cuidar más de mi apariencia. ¿Estás segura de que no quieres un emparedado?
Joanna sacudió la cabeza.
—Bobbie, yo... —comenzó a decir—. ¿Es que no ves lo que te ha ocurrido? ¡Eso que hay acá, sea lo que sea, te ha atacado, lo mismo que a Charmaine!
Bobbie le sonrió.
—Nada me ha atacado. No hay nada raro aquí. Todo fue un montón de insensateces. Stepford es un lugar hermoso y saludable para vivir.
—Tú..., ¿no quieres mudarte ya?
—¡Oh, no! También esa idea fue una insensatez. Me siento perfectamente feliz aquí. ¿Te preparo una taza de café, por lo menos?
Llamó a Walter al estudio. Contestó Esther.
—¿Oh, es usted? Buenas taaardes. ¡Me alegro taaanto de oírla! Debe hacer un día sobeeerbio allí. ¿O habla desde aquí mismo?
—No, estoy en casa. Puede comunicarme con Walter, ¿por favor?
—Temo que está ocupado en este momento.
—Se trata de algo importante. Avísele, por favor.
—Aguarde un segundo, entonces.
Esperó, sentada ante el escritorio, mirando los papeles y los sobres que había sacado del cajón del medio, y el calendario —Diciembre, Martes, 14: la fecha de ayer— y el dibujo de Ike Mazzard.
—En seguida está con usted, Mrs. Eberhart —dijo Esther—. No le habrá pasado algo malo a Pete o a Kim, espero...
—No, ellos están bien.
—Me alegro. Deben div...
—¿Hola? —dijo la voz de Walter.
—¿Walter?
—Hola. ¿Qué pasa?
—Walter, quiero que me escuches y no discutas —empezó Joanna—. Bobbie
ha cambiado.
Estuve en su casa. Parece como si... ¡No hay una sola manchita, Walter, está inmaculada! Y ella misma, se ha puesto toda... Oye, ¿tienes ahí las libretas de Banco? Las busqué y no puedo encontrarlas. ¿Walter?
—Sí, las tengo yo. Estuve comprando unas acciones por consejo de Dave. ¿Para qué las quieres?
—Para saber con cuánto contamos. Había una de las casas que vi en Eastbridge, que era...
—¡Joanna!
—...un poco más cara que ésta, pero...
—Joanna, escúchame.
—No voy a quedarme aquí un...
—¡Maldición!, ¿vas a escucharme?
Ella se aferró al brazo del sillón.
—Anda, te escucho.
—Procuraré estar de vuelta temprano. No hagas nada, hasta que yo llegue. ¿Me oyes? No contraigas ningún compromiso, ni des ningún paso. Creo que puedo despacharlo todo en una media hora.
—No voy a quedarme aquí un día más —insistió ella.
—Espera hasta que llegue; ¿lo harás? No podemos hablar de esto por teléfono.
—Trae las libretas de Banco.
—Tú no hagas nada, hasta que yo llegue.
El teléfono emitió un clic y se quedó muerto.
Joanna colgó.
Volvió a guardar los papeles y los sobres, y cerró el cajón del medio. Sacó la guía telefónica de su anaquel, y buscó el número de Miss Kirgassa en Eastbridge.
La casa que tenía en mente, la de la calle St. Martin, seguía en venta.
—Hasta creo que la han rebajado un poquito desde que usted la vio.
—¿Quiere hacerme un favor? Podría interesarnos, lo sabré definitivamente mañana. ¿Quiere averiguar el último precio que aceptarían en una venta al contado, y contestarme con la mayor brevedad posible?
—Se lo comunicaré inmediatamente —dijo Miss Kirgassa—. ¿Sabe si Mrs. Markowe ha encontrado algo ya? Esta mañana teníamos una cita, pero no apareció.
—Cambió de opinión, ya no se muda —dijo Joanna—. Pero yo sí.
Llamó a Buck Raymond, el agente de propiedades con quien se habían entendido en Stepford, y le preguntó:
—En el caso hipotético de que pusiéramos en venta esta casa mañana mismo, ¿cree que podríamos venderla rápidamente?
—Sin la menor duda —contestó Buck—. Hay una demanda sostenida aquí. Estoy seguro de que rembolsarían lo que pagaron por ella, y algo más, probablemente. ¿No está contenta en la casa?
—No.
—Lo lamento. ¿Quiere que empiece a mostrarla? Justamente hay un matrimonio que...
—No, no, todavía no —dijo Joanna—. Se lo haré saber mañana.
—¡Para, para un minuto! —dijo Walter, haciendo ademanes apaciguadores con los brazos extendidos.
—No. —Joanna sacudió enérgicamente la cabeza—. No. Lo que sea, tarda cuatro meses en actuar. Significa que me queda uno solo para escapar, tal vez menos: nos mudamos el 4 de setiembre.
—Por el amor de Dios, Joanna...