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Authors: Betina González

Tags: #Drama

Las poseídas (7 page)

BOOK: Las poseídas
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La portera hizo pasar a la chica, pero en lugar de alertar al resto de la escuela, siguió con su plan de encargarse de las estatuas. Con lo que le costaba moverse, una vez que tenía un plan de acción no había forma de desviarla de su curso. Marina estaba demasiado alterada como para quedarse sola en la portería, así que decidió llevarla consigo: no sólo la iba a distraer del incidente; entre las dos terminarían antes la tarea. Así, sin saberlo, Gioconda condujo a la joven a su segunda experiencia traumática del día, porque apenas abrieron la puerta de la capilla, lo primero que vieron fue a un hombre alto, vestido de traje y corbata abrazado a una mujer menuda, de pelo corto y enrulado. Los dos estaban de pie cerca del altar. El camisón largo y blanco de ella brilló a la luz de las velas cuando inició su carrera hacia la puerta lateral, que se abría sobre el jardín de la hermana Inés y de allí a la calle o a la vida. Él dudó todavía unos segundos. Le echó una mirada furtiva al Cristo blanco (todas las imágenes de la capilla eran blancas y de tamaño natural, lo cual no sólo despejaba cualquier duda acerca de la humanidad de esos santos y sus caras inexpresivas, sino que le daba un matiz primitivo, feral, a cualquier devoción que se llevara a cabo bajo sus miradas), se persignó a toda velocidad y salió por la misma puerta.

A Gioconda le costó identificar a la mujer —sólo la había visto de perfil—, pero enseguida reconoció al arquitecto del gimnasio, que era el dueño del auto azul estacionado en la esquina. Ahora se explicaba por qué había días en los que la pobre llegaba tan temprano. De la mujer sólo podía afirmar que, por el camisón y los zapatos cuadrados que vestía, se trataba de una monja. Fue Marina la que identificó a la hermana Silvia, una de las más jóvenes del colegio y la encargada de la sala de mapas y material didáctico.

Si unos meses antes nos hubieran dicho que esa monja de piel de cera iba a estar envuelta en un romance con el padre de una alumna, no lo habríamos creído. La hermana Silvia nunca salía de esa sala sin luz, donde pasaba el tiempo desempolvando maquetas de indios y aldeas coloniales, jugando a armar y desarmar los órganos de cerámica del hombre modelo que ya nadie usaba para las clases de biología. Tal vez el contacto con los mapas, sus islas de nombres afortunados o el diseño tenaz que organizaba la vida de sus muñecos le dio cierta consciencia de la miniatura de su destino.

«No hay puerta demasiado pequeña para la tentación», habría dicho la madre Imelda. Nadie sabía cómo pero lo cierto era que la hermana Silvia y Ricardo Presta se habían conocido. No como Romeo y Julieta. No como Paolo y Francesca. Se habían conocido en el sentido que sólo la Biblia puede darle a esa acción. Como Adán conoció a Eva. Y después todo lo demás. Porque fue la Caída la que permitió al ser humano conocer, de otro modo habríamos sido como ángeles o como animales. El amor, tal como la escritura quiere venderlo, no es más que eso: lo que queda después de la Caída. Su más completa dimensión se alcanza sólo luego del acontecer del mal. «Entonces, abrieron los ojos y conocieron que los dos estaban desnudos.» Así como conocer es hallarse desnudo, también es entrar con la propia desnudez en el cuerpo ajeno. ¿Cómo no leer algún designio secreto en la coincidencia de la fuga de la hermana Silvia y la aparición del exhibicionista?

Entonces no pensé en nada de esto, estando (como estaba) yo misma a punto de caer. Pero para muchos, el mensaje estaba claro: el mundo se derrumbaba y había que actuar rápido. No había tiempo para ponerse a interpretarlo.

Los Arguibel fueron los primeros en reaccionar. Formaron una comisión de padres para presionar a la policía. A la semana siguiente, ya habían logrado que pusieran un patrullero en la esquina de la escuela, lo cual no impidió que el exhibicionista volviera a «atacar» otra mañana de lluvia, esta vez a dos chicas de primaria que venían caminando juntas. Por sus declaraciones quedó claro que se trataba de un viejo. Un viejo muy viejo, dijo una de ellas, que había tratado de frustrar la lección de anatomía concentrándose en la cara. Como el hombre llevaba puesto un sombrero que se la cubría casi totalmente, la chica sólo recordaba las arrugas de su cuello. Pliegues y más pliegues de carne flácida que la respiración agitaba entre la sombra y el gris de las solapas.

A partir de entonces, todos los abuelos se volvieron sospechosos. Muchos dejaron de ir a buscar a sus nietas al colegio. Algunos directamente preferían no salir de sus casas antes que arriesgarse a ser tomados por un pervertido. La misma comisión de padres organizó escuadrones de vigilancia. Los llamaron «los Ángeles de la Guarda», grupos de dos o tres personas que escoltaban a las chicas desde la avenida hasta la puerta de entrada de la escuela. Fue sorprendente la cantidad de voluntarios que convocaron. Los tres hermanos de Marisol fueron los primeros en ofrecerse. Pero el viejo volvió a burlarlos. Aparecía de la nada y se desvanecía a voluntad. La vigilancia, en lugar de disuadirlo, parecía aumentar el placer de la transgresión y, en cada nuevo relato, el viejo cobraba más y más poderes, hasta que pareció volverse un ser sobrenatural. Las rondas y guardias aumentaron. El único resultado obvio fue el de arruinar todos nuestros rituales de la mañana.

Las rebeldes ya no podían escaparse a la playa de Olivos o a las galerías de la avenida mientras sus mamás se iban tranquilas a la sesión con el psicólogo. Las que fumaban ya no podían demorarse en el paredón de la esquina a disfrutar de ese último minuto de gracia. Y las que tenían novio ya no podían contar tan fácilmente con la complicidad del amanecer, una hora que ningún padre cree propicia para los ejercicios amatorios. Por supuesto que las Hijas de la Luz eran las más convencidas de la necesidad de esa vigilancia, se sabe que el demonio las prefiere creyentes, no pierde el tiempo con chicas sin convicciones, con esas que no son «ni chicha ni limonada» (hermana Patricia
dixit
). Arrebatarle a Dios un alma camino de la santidad es su triunfo más grande.

La situación generó más de un dilema en la mente de las clarisas. ¿Ver a un hombre desnudo era pecado? ¿Era lo mismo que mirar una película pornográfica? Y, sobre todo, ¿en qué consistía exactamente el pecado del exhibicionista? Las catequistas tuvieron que organizar charlas especiales sobre la desnudez en la Biblia. Pero las prohibiciones con incisos interminables del Levítico, la borrachera de Noé y los pasajes en los que Dios ordena a distintos hombres entrar en determinada mujer o levantar la simiente de su hermano, no hicieron más que confundir a la mayoría de las alumnas. Al fin, la hermana Patricia tuvo que recurrir a fuentes menos ortodoxas. Explicó que toda forma de agresión tenía su origen en una frustración, que el exhibicionista era un tipo que se sentía inferior al resto y por lo tanto necesitaba generar miedo, aumentar su imagen en el susto de la mirada ajena. En realidad, había que compadecerlo. No llegó a decir que había que rezar por él, pero faltó poco. Lo importante era no caer en la tentación de mirar. Lo mejor que una podía hacer si se encontraba con el exhibicionista era mantener la calma. «Matarlo con la indiferencia», concluyó satisfecha la hermana Patricia.

La fuga de la hermana Silvia también requirió cierta inversión en charlas y explicaciones, porque para algunas clarisas pronto se convirtió en una especie de heroína. Ahora creían recordar el brillo de entendimiento en sus ojos cada vez que se cruzaba con alguna amonestada, cada vez que te alcanzaba el mapa político de Europa o cuando le arreglaba las enaguas y el peinetón a la dama antigua que habíamos heredado de un museo de la provincia. Ahora todas veían con más respeto el cubículo del confesonario, sabiendo que la capilla había sido el lugar de encuentro de los dos amantes. ¿En dónde lo habrían hecho? Las clarisas no podían menos que especular. Aunque la hermana Patricia se encargó de incentivar el rumor de que la relación entre Ricardo y Silvia era absolutamente casta, que la monja, confundida entre el deseo carnal y sus votos, había optado por largas conversaciones con el arquitecto en las que, tomados de la mano, se habían limitado a implorar juntos que fuera el Cielo el que iluminara el camino a seguir, todas preferían concentrarse en el deseo carnal y la decena de rincones auspiciosos que el templo le ofrecía.

La madre Imelda manejó el escándalo como lo manejaba todo. «Hay cuatro cosas inescrutables: el sendero del águila en el cielo, el sendero de la serpiente sobre la roca, el sendero del navío en alta mar y el sendero del hombre en la doncella.» Con esa sentencia, dejó a todos bastante perplejos. Incluso a los padres que se habían acercado para indagar sobre las consecuencias del mal ejemplo en la formación de sus hijas. ¿Quería decir la madre Imelda que el hombre no dejaba huella alguna en la mujer? ¿Qué la mujer era inalcanzable e incorruptible por naturaleza? ¿Que era como el cielo, como la roca o como el mar, sobre los que nadie puede, en definitiva, dejar su mancha o su nombre? Entonces, la hermana Silvia estaba salvada. Seguía siendo pura y casta a pesar de sus pecados. O, por el contrario, ¿se refería el enigma a la perfidia natural del corazón femenino, al que nada hace mella, ni siquiera el amor o la torpeza masculina? Un corazón de aire, de agua y de piedra. Un corazón que resiste.

Resiste, pensé yo sin necesidad de decirlo, sin necesidad de ponerlo al arbitrio de las palabras, de dejar entrar a mi pensamiento en la carrera peligrosa de la sociedad humana.

Un corazón que resiste, pensé yo con toda la espléndida desarticulación de mis dieciséis años.

¿Pero para qué aventurarse a interpretar lo inescrutable, lo que está más allá de nuestro entendimiento?

La hermana Silvia ni siquiera regresó al colegio a explicarse o a recoger sus cosas. Huyó en camisón y sin moraleja. Aunque es dudoso que las monjas tengan cosas en sus celdas o palabras por las que volver sobre sus pasos. Así nos lo recordaba el himno a la santa patrona de la escuela.

Nada posee Clara,

nada le pertenece,

como lirio del campo

libre respira y crece.

Nada de lo que fluye

su párpado estremece,

Clara mira y escucha

al Verbo que acontece.

Pero mirar y escuchar también pueden ser pecados. Y de los peores.

5

La Depravación Total sucede cuando el pecado controla todas las facultades de la pecadora, a tal punto que ella es incapaz de desear o hacer algo para convertirse a sí misma a Dios o para acercarse a su conversión.

Esa condición no necesariamente hace a la persona tan malvada como sea posible. Eso sería la Depravación Absoluta y está reservada a los demonios.

Ningún libro de catequesis se detiene a trazar esta distinción. Ninguno quiere presentar tan claramente la facilidad con la que lo humano se desprendería de sí mismo si quisiera. La línea es demasiado débil.

Felisa creía en los espíritus pero no en los demonios. Creía que los muertos transitaban por el mundo de los vivos buscando la oportunidad de pegarse a algún cuerpo, de volver a experimentar todo el dolor y la dulzura de la carne. No todos los cuerpos eran iguales. Había cuerpos como imanes.

El suyo era uno.

Al día siguiente de nuestro primer encuentro, no tuve el valor de volver al baño del quinto piso. Había pasado toda la tarde anterior meditando sobre su monólogo, en el que, más que decir algo, Felisa se había manifestado, había marcado con sus palabras no sólo el espacio para que yo dijera las mías, sino su exacto límite. Estuve horas anticipando todo lo que iba a decirle, todas las lecturas, todas las mentiras y todas las verdades que iba a contarle, planeando mi propia alternancia de preguntas y respuestas. ¿Y si era verdad que planeaba matarse? ¿Qué haría López en una situación como ésa? En un intento por disminuir la desazón que me producía la posibilidad de volver a equivocarme, de dar otro paso en falso con alguna de mis confidencias ridículas, había hecho una lista de las cosas que sabía de ella, tal como había aprendido de un escritor y espiritista inglés. Entonces todavía creía que Felisa podía ser entendida. Que yo misma buscaba serlo.

Pasé tanto tiempo meditando mi estrategia que en una sola tarde Felisa se transformó en el nombre de mi miedo. Y el miedo traicionó mis planes. Cuando sonó el timbre del recreo, ella ya no estaba en el aula. Me levanté y caminé hacia las escaleras. Vi que tenía transpiradas las manos, lo cual me recordó los dedos de Felisa golpeando involuntariamente la madera de su banco durante la clase de inglés. Después de esa demostración tan elocuente, miss Evans la había eximido de las clases. Felisa sólo estaba obligada a reunirse con ella en la sala de profesores una vez por semana para discutir una lista de libros de escritores ingleses y norteamericanos. Tampoco tenía que asistir a la clase de matemáticas, donde también había demostrado estar mucho más avanzada que nosotras. Nadie sabía qué hacía durante esas horas en las que se le permitía deambular libremente por el colegio. Incluso antes de nuestro encuentro en el baño y sin saber bien por qué, a mí me desesperaba verla salir del aula mientras nosotras seguíamos sometidas al álgebra y a la lectura en voz alta.

Desistí de la cita en el tercer piso. En lugar de seguir subiendo, doblé por el corredor que llevaba a la biblioteca, el otro rincón seguro de la escuela. Al contrario de la sala de mapas, era un lugar luminoso, de grandes ventanales y mesas de madera a las que nadie se sentaba. La hermana Virginia también era todo lo opuesto a la hermana Silvia. Todavía era joven pero su cuerpo cada vez más flaco se perdía dentro del hábito. Tenía grandes ojos verdes que no bastaban para contrarrestar su cara larga y afilada, terminada en un mentón demasiado cuadrado. Como también ayudaba en la cocina del colegio (una penitencia que ella misma se había impuesto porque odiaba fregar ollas y vigilar potajes) siempre olía a guisos o a azúcar quemado. Tenía las manos arruinadas por el trabajo. No sé si era brillante —la biblioteca heterodoxa del Santa Clara tal vez lo demostraba— pero era tan divertida como sólo pueden serlo las personas que han renunciado hace rato a la opinión del mundo.

Me conocía bien, todo lo bien que alguien podía conocer a López en esa época. Con ella había leído las vidas de los santos, a los que tenía catalogados bajo algún epíteto que, sin dejar de ser piadoso, iba siempre cargado de ironía. También a Sara Green y a Oscar Wilde. A Bustos Domecq y a Eaton Stannard Barrett. A Clemente Palma y a Leopoldo Lugones, a quien por alguna razón Virginia podía citar de memoria. Detrás de su escritorio había dos cuadros, uno de Santa Wiborada, y una reproducción de la Hipatia de Rafael, a las que supongo que nadie más en el colegio reconocía.

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