Aunque exageraban sus habilidades, entre las Iniciadas había expertas en retener novios sin entregarlo todo. «Volverlos locos» era el eufemismo que utilizaban en sus discusiones eróticas. Las técnicas que se discutían iban desde un dedo ensalivado bien metido en el culo de tu chico en el momento justo, hasta prácticas más obvias, como el ejercicio con una banana que había que tratar de meterse bien honda en la boca sin llegar a las arcadas ni rozarla con los dientes. Si la devolvías con alguna huella de los incisivos, Marisol y Esperanza Núñez (o el clon de turno) te descalificaban. Yo podía asistir a estas tertulias sólo por dos razones: porque le escribía a Marisol los trabajos de historia y literatura, y porque era la única otra chica en nuestro curso que ya había cogido (Marisol lo había hecho con su novio de siempre, con el que ya llevaba tres años). Eso no me transformaba en una de las Iniciadas (para eso me faltaba dinero, coraje, buen gusto, locuacidad, un apellido). Sobre todo el apellido. Era claro que llamarme María de la Cruz López me alejaba de esas chicas, por más que mis padres se hubieran esforzado en dignificar el anonimato familiar con un nombre tan extenuante. Varias veces me pregunté por qué habían insistido en mandarme al Santa Clara cuando hubiera sido más lógico inscribirme en la escuela pública que, además, nos quedaba más cerca. Ni siquiera era por la religión (que yo recuerde, mis padres no iban a misa más que para Pascuas o Navidad). Mi madre, todo lo confiaba a los insultos, la limpieza y la cocina, a pasar con buenas notas el escrutinio de los vecinos. O, en el peor de los casos, al rosario rezado en voz baja y a media luz las noches que mi padre no venía a cenar porque «se demoraba en la oficina». Yo no les traía problemas y sacaba buenas notas. Era todo lo que les interesaba saber. A lo sumo, aspirarían a que un colegio como ése me sofisticara un poco o que, eventualmente, me consiguiera un mejor marido que el que el entorno familiar podía prometer.
En casa siempre fui María. En el colegio, todas me decían López. Hasta mi compañera de banco, Cintia Serrano. A mí no me importaba. Era otra de las formas de no estar ahí. De obedecer protegida por la cara impersonal de mis antepasados. También en eso ellas percibían cierta cualidad servil que las tranquilizaba. López no iba a desafiarlas. López escuchaba y se quedaba callada. No salía con ellas los fines de semana. No iba al gimnasio ni a la cámara solar. No tenía novio. No interrumpía ni interpelaba. A lo sumo, profería uno o dos chistes ajustados a sus medianas inteligencias. Porque López podía ser divertida. Medio rara, medio aparato pero divertida. No iba a delatarlas ante sus padres o las monjas. No iba a quitarles un novio o un hermano. Bastaba verla para darse cuenta. Pero aun así López ya había cogido. Había cierta incongruencia en el hecho de que no fuera virgen. Eso las intrigaba. Encima, no lo había hecho con un novio, con un primo o con un amigo sino con un total desconocido. Para ellas, López bordeaba la estupidez, la genialidad o la patología. Las Iniciadas no sabían qué pensar. Aunque los trabajos de historia y literatura de Marisol Arguibel sin duda colaboraban, yo sabía que el único acontecimiento sexual serio de mi vida adolescente era lo que habilitaba mis visitas esporádicas a ese círculo.
La verdad era que yo había cogido porque había que coger. Nada más. No había ningún misterio en ello. No todo puede aprenderse en un libro, pensaba. Y estaba harta de que mi propio cuerpo siguiera representando el papel de Gran Misterio que no le correspondía. Ya desde muy chica, con una intuición que nunca deja de asombrarme por su precocidad, había descubierto que era mucho peor padecer el estigma de la virgen que el de la puta. A los quince, ya estaba lista para quemar las etapas que fueran necesarias y acabar con tanta palabra desperdiciada en el eterno masculino. El problema era la falta de oportunidades. La idea de tener que representar los roles preparatorios —desde las miradas intensas en la oscuridad de una fiesta hasta el derecho a languidecer al lado del teléfono durante semanas, pasando por los manoseos en etapas y la intervención de las familias— me daba asco. Un asco social, pegajoso, hecho de vínculos y torpezas irremediables. No. Sabía muy bien que la única forma de escapar a ese ridículo era acabar con la Gran Pregunta lo más rápido posible. Hacerlo. Sin ningún tipo de consecuencia o de alteración para la vida de la mente, excepto la de una nueva marca, un nuevo conocimiento.
Una vez descartadas las complicaciones sociales, el problema se reducía a encontrar la oportunidad perfecta. Hasta López era consciente de sus atractivos, aunque sólo fuera por los «piropos» de los tipos en la calle, esa fuente de poesía, de autoafirmación inagotable que las mujeres nunca deberían dejar de agradecer. Más allá de mis caderas inexistentes, el corte de pelo rebajado y mi cara chata y redonda, un buen par de tetas y el uniforme bastaban, en teoría, para conseguirme un candidato. Pero el salto que había que dar era demasiado arriesgado. Todavía no estaba lista para el extraño total, el albañil de la esquina, el tipo de saco y corbata que todos los jueves, cuando podía, me la apoyaba en el colectivo o el boletero del cine, que siempre retenía mis dedos entre la mugre de los billetes. Tenía que encontrar otro tipo de extraño. En mi búsqueda del Perfecto Desconocido, a diferencia de las acomplejadas, que salían rumbo a la escuela o al almacén armadas con una carpeta enorme que las protegiera de las miradas pecaminosas, yo hacía todo lo contrario: usaba un corpiño dos números más chico y no perdía ocasión de pasearme frente a la obra en construcción en el uniforme de gimnasia, que aportaba la ventaja de una remerita blanca mucho más ajustada. Si no mostraba las piernas, como el resto de las chicas, era porque no me gustaban. Y porque adivinaba que en la fantasía masculina valía mucho más ese teatro de inocencia, esa ofrenda al poder corruptor que es su prerrogativa, que la incitación obvia de una pollerita que apenas te tapaba el culo.
Así salía López a la calle. Malgastando su tiempo sin saberlo. Porque fueron las propias monjas y profesoras del colegio las que propiciaron su encuentro con el Perfecto Desconocido.
Cada tanto, las mejores alumnas del Santa Clara eran cuidadosamente seleccionadas para una excursión especial. Era un premio no por sus buenas notas sino más bien por lo que las monjas hubieran llamado «su modestia» o, más específicamente, «su virtud». Para subirse al autobús de las elegidas, además de un desempeño más o menos decente en las clases, había que poder mostrar: uñas limpias pero sin esmalte ni huellas de dientes, un uniforme impecable, los zapatos bien lustrados y nada de maquillaje. Compañerismo, dedicación, falta de admiradores a la salida de la escuela y buenos modales sumaban puntos. Obviamente, las Hijas de la Luz siempre resultaban entre las elegidas.
Nadie se preguntaba por qué Marisol invariablemente formaba parte de estas excursiones. No siempre se premiaban los méritos en el Santa Clara. Pero más allá de su voluntad acomodaticia, creo que las monjas de verdad disfrutaban de someter a Marisol a esa lección de humildad, a ese destierro momentáneo. Ver a la Reina separada de sus admiradoras, abandonada de pronto a las miradas hostiles de las feas, las católicas y las buenas alumnas era una parte imprescindible de esas salidas recreativas. También les daba ocasión de domesticarla, de obligarla a vestirse y comportarse como una verdadera clarisa aunque fuera por unas horas.
Las excursiones en sí no eran gran cosa. Para la mayoría de las chicas eran solamente otra forma de perder horas de clase. Pero para las monjas eran verdaderos experimentos de modernización supervisados muy de cerca por el obispo. Una vez nos llevaron a una visita guiada por el Cementerio de la Recoleta. Otra vez al Museo de Bellas Artes. Nunca nos decían con mucha anticipación adónde iríamos. Supongo que el suspenso era parte del premio. En la autorización que nuestros padres tenían que firmar, sólo figuraban datos vagos, como los barrios que íbamos a atravesar o el nombre general que le daban al paseo. Hacia el final de mi tercer año en el colegio, cuando ya había cumplido los quince sin haber resuelto el Gran Problema, las monjas nos sorprendieron con un destino casi disparatado: una visita guiada al Colegio Militar de Palomar.
La revisión de uniformes fue esta vez mucho más severa: una sola mancha de tinta y te quedabas a resolver ecuaciones. Subimos al autobús bajo la mirada vigilante de dos monjas y dos profesoras, el doble del personal que normalmente nos acompañaba en las excursiones. No creo que ninguna de nosotras fuera del todo consciente de lo que estábamos haciendo. En esos años, los medios hablaban todo el tiempo de la necesidad de sanar, de dejar atrás el odio y el deseo de revancha por el pasado. De la obligación de olvidar y seguir adelante. Parece que el obispo, que había estado peor que dormido durante la última década (todavía nadie hablaba abiertamente de los capellanes colaboracionistas), se despertó de pronto para recoger esa misión reconciliadora. Ideas brillantes como una excursión al colegio donde se habían formado los grandes dictadores de la Patria se le debían ocurrir todo el tiempo. Ya entonces yo era una pequeña hipócrita. Pero nada me había preparado para esas salas oscuras, algunas iluminadas por velas mortuorias (quién sabe si para atenuar el efecto del despropósito o, por el contrario, para celebrarlo más solemnemente), en donde los militares exhibían sus bronces y derrotas.
Porque las derrotas también se celebran. Eso lo aprendimos ese día, en el Hall de las Glorias del Ejército, una sala llena de arcos que sorprendía por su blancura. En el techo y en las columnas dóricas, estilo elegido porque «expresa tradicionalmente tenacidad y fuerza y en consecuencia se considera que tiene una mayor connotación militar», estaban grabados los nombres de los principales combates y batallas de la historia nacional, «hayan sido victorias o derrotas porque ambas contribuyeron a formar el sentido de orgullo y dignidad del Ejército». Ese sentido era el que intentaba la voz del guía (un cadete bajito que recitaba sus parlamentos consciente de su único papel en esa obra), el que insistía en la reproducción de la espada de san Martín o se escondía en un baúl lleno de tierra del suelo de las batallas; ese sentido (que no, no era de orgullo y dignidad) era el que por un momento parecía dejarse contornear en el busto de Sarmiento para finalmente perderse de una vez y para siempre en el cañón Skoda, gloria del Museo de Armas que jamás se había utilizado «debido a la rápida evolución en esa época de las armas antiaéreas».
La excursión fue caótica. Había más de veinte colegios de la provincia dando vueltas por las instalaciones y escuchando las explicaciones de distintos guías. Las monjas enseguida vieron el peligro. Intentaron cambios de último momento. Pero no contaban con la rigidez de la agenda militar. Tuvieron que resignarse a que muchas nos retrasáramos en salas adyacentes, en patios con aljibes que nadie visitaba, en el bosque donde la Virgen del Carmen actuaba de Monumento a la Serenidad. Al final, señalaron el desfile y espectáculo de maniobras que cerraba la visita como último punto de encuentro para que regresáramos todas juntas a la escuela.
En algún momento del recorrido, me encontré caminando con otro grupo, chicos de otra escuela que usaban delantales blancos y zapatos de todos los colores. Marisol y otra clarisa más joven también estaban en ese sector, un corredor estrecho sobre el que se abrían varias salas guardadas por cordones morados tendidos sobre patas de bronce. Delante, una guía demasiado nerviosa (parte del cuerpo de enfermería) trataba de conducirnos de vuelta al Museo del Colegio. Alguien me empujó. Vi que Marisol se detenía frente a una de las salas. Seguí caminando, rodeada de decenas de pies que también obedecían. Cuando estuve junto a Marisol, su mano se cerró sobre la mía. Tenía los dedos helados. Los ojos distintos. Los ojos de alguien que necesita un testigo.
Lo que había en esa sala había alcanzado para que la Reina me detuviera y dijera por primera vez mi nombre. «María de la Cruz, mirá», dijo.
Y María de la Cruz miró.
Y lo que vio no era bueno.
Eran fotos de muertos.
Jóvenes. En blanco y negro. Sus caras estaban pegadas sobre una cartulina en la que dibujaban una especie de árbol genealógico. También había recortes de diarios. Algunos fusiles. Dos revólveres en una vitrina. Panfletos. Hojas tipeadas en mimeógrafos. Escritas en sótanos que jamás habían conocido la luz. Y banderas. Banderas por todas partes. Rojas. Anaranjadas. Celestes. Algunas sucias, otras hechas pedazos. Banderas del ERP. Banderas de Evita. Y unas que no reconocí. Detrás de todo eso, escrito en letras doradas decía: «Botines ganados en la guerra contra subversión».
Los dedos de Marisol se habían puesto tibios, como si toda la sangre de su cuerpo se hubiera concentrado en ese contacto pasajero con la mía. Ninguna de las dos dijo nada.
Botín. Tuve que pensar la palabra en singular para entenderla.
Conjunto de armas, provisiones y demás efectos de un ejército vencido y de los cuales se apodera el vencedor.
Botín.
Despojo que se concedía a los soldados, como premio de conquista, en el campo o plazas enemigas.
Botín.
Beneficio que se obtiene de un robo, atraco o estafa.
Como si de repente se hubiera dado cuenta de nuestra impensable intimidad, Marisol soltó mi mano y apoyó disimuladamente la suya en el azul de su uniforme. Yo hice lo mismo. No estaba claro de dónde venía ese sudor que nos avergonzaba.
El pasillo a nuestras espaldas ahora estaba vacío. Terminaba en dos arcadas. Una empalmaba con otras salas, escaleras y pasillos, la otra se abría sobre un patio. Sin ponernos de acuerdo, caminamos hacia la luz del sol que emblanquecía los mosaicos.
Ya afuera, la Reina volvió a ser Reina. Era inevitable: su cuerpo siempre estaría ahí para rescatarla. Mientras yo no terminaba de desprenderme de las palabras, de la lámpara diminuta que había iluminado toda la escena, o de la huella húmeda en mi mano, Marisol volvió a ser Marisol en un instante. No porque el sol resaltara el brillo de su pelo, que esa semana era rubio con reflejos más dorados, o cambiara el color de sus ojos del celeste empequeñecido que yo acababa de comprobar a un verde efervescente, lleno de malas ideas. No por todo eso, que sin duda también era parte del rescate, sino más que nada por su forma de caminar.
Ni bien cruzamos el patio hacia el bosque más allá del perímetro de la excursión, su cuerpo entró en un ritmo propio, hipnotizado: la espalda más erguida, con el hombro izquierdo ligeramente retrasado, la cabeza derecha, pendiente de un hilo invisible, y la cadera en control absoluto de todo lo que en ese momento se llamaba Marisol Arguibel.