Las sandalias del pescador (27 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
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—Su Santidad ha sido generoso conmigo.

—Generoso, no; lógico. Si creo que el Espíritu Santo puede obrar a través de mí y a través de Kamenev, ¿por qué no habría de obrar a través del Presidente de los Estados Unidos? Nunca es prudente descartar la Omnipotencia. Además añadió suavemente—, usted puede serme más útil en la oposición. Así garantizará la buena fe de la Santa Sede hacia los Estados Unidos de América… Me parece que tal vez ahora debiéramos orar juntos. No se espera de nosotros que estemos de acuerdo en lo que consideramos prudente, sino sólo que nuestras voluntades se hallen dedicadas al servicio del mismo Dios.

Al acercarse el fin del mes de julio y comenzar el éxodo veraniego desde Roma, Ruth Lewin se encontró atrapada una vez más en el drama cíclico de la angustia mental.

El proceso era siempre el mismo: profunda melancolía, sensación de soledad, sentimiento de desarraigo, como si la hubiesen depositado súbitamente en un planeta desconocido donde su pasado no tenía significado, su futuro era un interrogante, y toda comunicación degeneraba en un galimatías.

La peor de estas sensaciones era la melancolía. Como síntoma, Ruth estaba habituada a ella, y, sin embargo, no podía disiparla por medio del raciocinio, ni ahuyentándola. La melancolía la impulsaba a deshacerse en llanto. Cuando las lágrimas mermaban, se sentía vacía e incapaz de experimentar el placer más simple. Cuando se miraba en el espejo, se encontraba vieja y estragada. Cuando caminaba por la ciudad, era una forastera, un objeto de mofa para los transeúntes.

Estaba segura de que su angustia mental resultaba evidente para todos. Era alemana de nacimiento, judía de raza, americana de adopción y exiliada en el país del sol. Pedía creer, y al propio tiempo se negaba a hacerlo. Necesitaba amor, v se sabía impotente para expresarlo. Deseaba desesperadamente la vida, pero la perseguía la atracción insidiosa de la muerte. Era todo y nada. Había momentos en los cuales se acurrucaba desamparada en su departamento, como un animal enfermo, temerosa de la salud estruendosa de su casta.

Todas sus relaciones parecían fallarle en el mismo momento. Se movía como una extraña entre sus protegidos de la Roma Vieja. Hacía costosas llamadas telefónicas a amigos de los Estados Unidos. Cuando éstos no respondían, quedaba desolada. Cuando lo hacían con superficial agradecimiento, sentía que se había puesto en ridículo. La oprimía la perspectiva del verano, cuando Roma quedaba desierta y el calor colgaba como palio de plomo sobre las callejuelas y la vida perezosa de las piazzas.

Por la noche yacía desvelada, con los senos doloridos, atormentada por el fuego de su carne. Cuando se drogaba para dormir, soñaba con su esposo muerto, y despertaba sollozando en un lecho vacío. El joven médico con quien trabajaba acudía a visitarla, pero también él se hallaba sumido en sus propios problemas, y Ruth era demasiado orgullosa para revelarle los propios. La amaba, decía, pero sus exigencias eran demasiado rudas, y cuando Ruth se apartaba de su lado, se aburría rápidamente, de manera que al fin dejó de visitarla, y Ruth se culpó por su abandono.

Un par de veces probó la antigua receta para las viudas desdichadas de Roma. Se sentó en un bar y trató de beber hasta ahogar sus escrúpulos. Pero después de tres copas, se sintió mal, y cuando la abordaron, se encolerizó brusca e irrazonablemente.

La experiencia fue saludable. La hizo aferrarse con una especie de desesperación a los últimos vestigios de su razón. Le dio un poco más de paciencia para soportar la enfermedad que ella sabía pasajera, aunque no osaba aguardar demasiado tiempo su curación. Cada pequeña crisis agotaba sus reservas y la acercaba más al estante de las medicinas, donde la botella de barbitúricos se burlaba de ella con su ilusión de olvido.

Entonces, un día pesado y amenazante, la esperanza irrumpió otra vez en su vida. Había despertado tarde, y se vestía desganadamente, cuando sonó el teléfono. Era George Faber. Le dijo que Chiara estaba fuera de la ciudad. Se sentía solitario y deprimido. Le gustaría llevarla a cenar a alguna parte. Ruth vaciló un instante, y luego aceptó.

El incidente no duró más de dos minutos, pero la arrancó de su depresión y la instaló en un mundo casi normal. Concertó apresuradamente una cita con su peluquero. Se compró un nuevo vestido de cóctel, que le costó el doble de lo que podía gastar. Compró flores alegres para su apartamento y una botella de whisky escocés para Faber; y cuando éste llegó a buscarla a las ocho, estaba tan nerviosa como una debutante el día de su primera invitación.

«George parece más viejo —pensó Ruth—; algo encorvado, y un poco más canoso que en su último encuentro.» Pero estaba elegantísimo, como siempre, con un clavel en el ojal, una sonrisa cautivadora y un ramillete de violetas de Nemi para el tocador de Ruth, a la cual besó la mano a la manera romana, diciendo luego, tristemente, mientras la joven preparaba las bebidas:

—Debo ir al Sur por el asunto Calitri. Chiara detesta Roma en el verano, y los Antonelli le han pedido que pase con ellos un mes en Venecia. Alquilaron una casa en el Lido… Espero reunirme después con ellos. Entretanto… —dejó escapar una risita confusa—, he perdido el hábito de vivir solo… Y tú me dijiste que podía llamarte.

—Me alegro de que lo hayas hecho, George. Tampoco a mí me gusta vivir sola.

—¿No estás ofendida?

—¿Por qué había de estarlo? Una salida nocturna con el decano de la Prensa extranjera es un acontecimiento para cualquier muchacha. Aquí tienes tu whisky.

Brindaron recíprocamente, y luego iniciaron los primeros tanteos hacia una conversación.

—¿Dónde te gustaría cenar, Ruth? ¿Tienes alguna preferencia?

—Estoy en sus manos, mi buen señor.

—¿Te gustaría que fuese un lugar alegre, o uno tranquilo?

—Alegre, por favor. Mi vida ha sido demasiado tranquila últimamente.

—Perfecto. Dime, ¿te gustaría ser romana o turista?

—Romana, creo.

—Magnífico. Conozco un lugar en el Trastévere. Está abarrotado, hay mucho bullicio, pero la comida es excelente. Hay un guitarrista, uno o dos pianistas, y un individuo que dibuja retratos en el mantel.

—Suena tentador.

—Antes me gustaba mucho, pero hace tiempo que no voy allí. A Chiara no le agrada ese tipo de cosas. —Se ruborizó, y jugueteó nerviosamente con su copa—. Lo siento. Fue un mal principio.

—Hagamos un trato, George.

Faber le lanzó una mirada rápida y avergonzada.

—¿Qué clase de trato?

—Esta noche nada estará mal. Diremos lo que sintamos, haremos lo que queramos, y luego lo olvidaremos. Sin lazos, sin promesas, sin disculpas… Necesito que sea así.

—También yo, Ruth. ¿Te parece que es una deslealtad?

Ruth se inclinó hacia él, y puso un dedo admonitor sobre sus labios.

—¡Nada de segundas intenciones, recuerda! —Lo intentaré… Háblame de ti. ¿Qué has estado haciendo?

—Trabajando. Trabajando con Miss Juden y preguntándome por qué lo hago.

—¿No lo sabes?

—A veces. En otras ocasiones no tiene sentido.

Se levantó e hizo funcionar el tocadiscos, y el cuarto se llenó con los tonos almibarados de un cantante napolitano. Ruth Lewin rió:

—Sensiblería judaica, ¿no crees?

Faber sonrió y se tendió en su silla, relajándose por primera vez.

—¿Quién ve ahora segundas intenciones? Me gusta la sensiblería.

—Es mi naturaleza yiddish. Sale a luz cuando me descuido.

—¿Te preocupa?

—Ocasionalmente.

—¿Por qué?

—Ésa es una historia muy larga, y no es éste el momento apropiado. Termina tu whisky, George. Y después llévame a pasear y conviérteme en romana por esta noche.

En el umbral del apartamento, George la besó ligeramente en los labios, y ambos salieron del brazo y dejaron atrás los mármoles fantasmales del Foro. Entonces, rindiéndose al espíritu caprichoso que los impulsaba, detuvieron una carrozza y se dejaron llevar, con las manos enlazadas, por el fatigado caballo, cuyos cascos resonaban sobre el Puente del Palatino y en las populosas avenidas del Trastévere.

El restaurante se llamaba «'o Cavallucio». Se entraba en él por una antigua puerta de encina tachonada de clavos enmohecidos. Su muestra ostentaba un brioso potro tallado burdamente en la gastada piedra del dintel y cubierto de cal. El interior era un inmenso sótano abovedado, en el cual colgaban faroles polvorientos que iluminaban las pesadas mesas del refectorio. La clientela estaba formada en su mayoría por familias del barrio, y el espíritu del lugar era de benevolente tiranía.

El propietario, un hombrecillo regordete con delantal blanco, los instaló en un rincón oscuro, colocó una botella de vino negro y otra de blanco frente a ellos, y anunció la política de la casa con una sonrisa fulgurante:

—¡Todo el vino que sean capaces de beber! Buen vino, pero sin rótulos de fantasía. Sólo dos clases de pasta. Dos guisos principales: pollo asado y cocido de ternera en Marsala. ¡Y, después, todos ustedes quedan en manos de Dios!

Tal como Faber había prometido, había un guitarrista: un muchacho moreno con un pañuelo rojo al cuello y una jarrita de latón atada a la cintura para recibir las monedas. Había también un poeta barbudo vestido de dril azul, con sandalias hechas en casa y una camisa de arpillera, que se ganaba honestamente la vida burlándose de los comensales con versos improvisados en dialecto romano. El resto de la diversión la proporcionaban los propios clientes y algún ronco coro ocasional solicitado por el guitarrista. La pasta se servía en grandes tazones de madera, y un camarero descarado les ató inmensas servilletas al cuello, para proteger de la salsa sus nobles pechos.

Ruth Lewin gozaba con estas novedades. Y Faber, arrancado a su ambiente normal, parecía diez años menor y demostraba un ingenio insospechado.

Deleitó a Ruth con sus comentarios sobre intrigas romanas y chismes del Vaticano, y ésta se encontró hablando libremente de la ruta larga y tortuosa que la había traído finalmente a la Ciudad Eterna. Alentada por la comprensión de Faber, expuso sus problemas con la franqueza que sólo había empleado ante el psiquiatra, y se sorprendió al descubrir que ya no se avergonzaba de ellos. Por el contrario, parecieron definirse con más claridad, y el terror que una vez le provocaron disminuyó mágicamente.

—…En el fondo, para mí todo se reducía a una cuestión de seguridad y a la necesidad de echar alguna raíz en un mundo que había cambiado con rapidez excesiva para mi entendimiento infantil. Nunca pude hacerlo. En mi vida, todo, personas, la Iglesia, la felicidad de que gocé (porque conocí momentos de gran felicidad), todo parecía adquirir una calidad inestable. Descubrí que no podía creer en la permanencia de la relación más simple. Mis momentos peores fueron aquellos en que me hallé dudando de la realidad de todo lo que me había sucedido. Era algo así como haber vivido un sueño…, y como si yo, que lo soñaba, fuera también un sueño. ¿Te parece muy extraño, George?

—No, extraño, no. Triste, sí, pero más bien reconfortante.

—¿Por qué dices eso?

Faber bebió pensativamente, y luego le dirigió una mirada larga y penetrante por encima del borde de la copa.

—Seguramente porque Chiara es el polo opuesto. A pesar de todo lo que le ha sucedido, parece estar completamente segura de lo que quiere en la vida, y de cómo lo obtendrá. Hay una sola manera de ser feliz: su manera. Hay una sola forma de estar entretenido o contento: la forma que ella aprendió. Su matrimonio con Calitri le causó una horrible conmoción, pero, básicamente, no cambió su actitud ante la vida… Creo que, al fin, tal vez seas tú más afortunada que ella.

—Me gustaría poderlo creer.

—Me parece que debes creerlo. Tal vez no seas feliz todavía. Tal vez nunca te sientas totalmente a salvo. Pero eres más flexible, estás más capacitada para comprender las mil formas en las cuales vive, sufre y piensa la gente.

—A menudo me he preguntado si eso es una ventaja…, o si es simplemente otra ilusión mía. ¿Sabes? Tengo siempre el mismo sueño. Hablo con alguien. Pero ese alguien no responde. Tiendo la mano hacia alguien. No me ve. Estoy aguardando a alguien. Pasa de largo junto a mí. Me convenzo de que no existo en absoluto.

—Existes, te doy mi palabra —dijo Faber con una sonrisa apesadumbrada—. Existes, y me pareces muy perturbadora.

—¿Por qué perturbadora?

Antes de que Faber pudiese responder, el poeta barbudo se instaló junto a ellos y declamó una larga jerigonza que provocó grandes carcajadas entre los asistentes. George Faber rió también, y le entregó un billete de Banco como recompensa. El poeta añadió otra copla que provocó otro estallido de risas, y luego retrocedió inclinándose como un cortesano.

—¿Qué dijo? No comprendí mucho de su dialecto.

—Dijo que no éramos tan jóvenes como para ser solteros, pero que no éramos tan viejos como para no parecer amantes. Preguntó si tu marido sabía lo que hacías, y si el rorro se parecería a él o a mí. Cuando le di el dinero, dijo que yo tenía dinero suficiente para no preocuparme, pero que si quería conservarte sería mejor que nos casáramos en Ciudad de México.

Ruth Lewin se ruborizó.

—Un poeta algo molesto, pero me gusta, George.

—También a mí. Ojalá pudiera permitirme protegerlo.

Permanecieron silenciosos unos instantes, escuchando, momentáneamente felices, el bullicio y la música suave y melancólica de la guitarra. Luego, Faber preguntó con aparente despreocupación:

—¿Qué harás durante el verano?

—No lo sé. En este momento sólo sé que me asusta. Creo que acabaré por adherirme a alguna de esas giras CIT. A veces resultan muy aburridas, pero, por lo menos, no se está sola.

—¿No considerarías la posibilidad de pasar algunos días conmigo? Primero, Positano; luego, Ischia.

Ruth no soslayó la pregunta, sino que le hizo frente con su franqueza habitual.

—¿En qué términos, George?

—Los mismos que esta noche. Sin lazos, sin promesas, sin disculpas.

—¿Y Chiara?

George se encogió de hombros y respondió con cierto desasosiego:

—Yo no me inmiscuiré en lo que hace en Venecia. No creo que Chiara se inmiscuya en lo que hago yo. ¿Y qué tendría de malo? Estaré trabajando por Chiara. Tú y yo somos personas adultas. Me gustaría que lo pensaras.

Ruth sonrió y lo rechazó suavemente.

—No debo pensarlo, George. Tienes dificultades suficientes con las cosas de la mujer que tienes. Dudo mucho de que también pudieras cargar con las mías. —Tendió sus manos y cogió la de George entre sus palmas—. Tienes ante ti una dura pelea, pero no puedes ganarla si te divides en dos. Y yo tampoco puedo dividirme… Por favor, no te enfades conmigo. Me conozco demasiado.

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