Las sandalias del pescador (11 page)

Read Las sandalias del pescador Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
2.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Es pariente suyo?

—No. La gente del barrio me conoce. Me llaman cuando tienen algún problema.

—¿Es usted enfermera?

—Lo fui.

—¿Ha visto el enfermo a algún sacerdote? La muchacha sonrió por primera vez.

—Lo dudo. Su mujer es judía, y él tiene su tarjeta del Partido Comunista. Los sacerdotes no son muy queridos en este barrio.

Una vez más, Cirilo el Pontífice comprendió cuán lejos estaba de ser un simple pastor. Los sacerdotes llevaban normalmente una pequeña cápsula con los óleos Sagrados para administrar los últimos sacramentos. Él no los tenía, y este hombre se moría ante sus ojos. Se acercó a la cama, y la muchacha le hizo sitio, repitiendo la advertencia del médico:

—Cuidado. Es muy contagioso.

Cirilo el Pontífice cogió la mano lacia y húmeda entre las suyas, y luego se inclinó hasta que sus labios rozaron la oreja del agonizante. Comenzó a repetir lenta y distintamente las palabras del acto de contrición. Cuando terminó, lo apremió suavemente:

—Si puede escucharme, oprima mi mano. Si no puede hacerlo, diga a Dios en su corazón que se arrepiente. Él lo aguarda con amor; basta un pensamiento para llegar hasta Él.

Repitió su exhortación una y otra vez, mientras la cabeza del hombre se agitaba inquieta y su respiración, cada vez más tenue, gorgoteaba en su garganta.

Finalmente, la muchacha dijo:

—Es inútil, padre. Está demasiado inconsciente para escucharle.

Cirilo el Pontífice alzó su mano, y pronunció la absolución.

—Deinde ego te absolvo a peccatis tuis… Te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Luego se arrodilló junto al lecho y comenzó a orar apasionadamente por el alma de aquel pobre viajero que había comenzado su último y solitario peregrinaje mientras él, Cirilo, era coronado en la Basílica de San Pedro.

La pequeña tragedia terminó en menos de diez minutos, y el Pontífice recitó sus plegarias por aquel espíritu que había abandonado su envoltura, mientras la joven cerraba con delicadeza los ojos fijos y acomodaba decorosamente el cuerpo en la actitud de la muerte. Luego la mujer dijo con voz firme:

—Debemos partir, padre. No seremos bien acogidos ahora.

—Desearía ayudar a la familia —dijo Cirilo el Pontífice.

—Debemos salir de aquí. —La muchacha hablaba con resolución—. Saben entendérselas con la muerte. Sólo la vida los desconcierta.

Al salir del cuarto, dio, con brusquedad, la noticia al grupo.

—Está muerto. Si necesitan ayuda, llámenme.

Luego se volvió y descendió las escaleras, con Cirilo pisándole los talones. El agudo lamento fúnebre de la mujer los persiguió como una maldición.

Un minuto después, ambos se hallaban solos en la calle desierta. La joven hurgó en su bolso buscando un cigarrillo, y lo encendió con mano temblorosa. Luego apoyó la espalda contra su automóvil y fumó silenciosamente algunos instantes. Después dijo bruscamente:

—Trato de dominarme, pero nunca deja de conmoverme. ¡Está tan desamparada esta gente…!

—Cuando llega el fin, todos estamos desamparados —dijo Cirilo sobriamente—. ¿Por qué hace usted eso?

—Es una historia muy larga. No quisiera hablar de ella ahora. Me iré a casa… ¿Quiere que lo deje en alguna parte?

Cirilo estuvo a punto de rehusar; luego se dominó y preguntó:

—¿Dónde vive usted?

—Tengo un apartamento cerca del Palatino, detrás del Foro Romano.

—Entonces iré con usted hasta el Foro. No lo he visto jamás de noche…, y me parece que usted necesita compañía.

La mujer le lanzó una mirada extraña, y después abrió la portezuela del automóvil sin decir palabra.

—Vamos, pues. Para una noche tengo ya de sobra.

Condujo con velocidad y audacia hasta que salieron al espacio libre en que se elevaba el Foro, helado y fantasmal bajo la luna que remontaba el cielo. La muchacha detuvo el automóvil. Ambos descendieron y caminaron hasta la balaustrada, más allá de la cual los pilares del Templo de Venus se alzaban hacia las estrellas. En la forma concisa que parecía serle habitual, la mujer interrogó, con cierto desafío:

—Usted no es italiano, ¿verdad?

—No, soy ruso.

—Y yo lo he visto antes, ¿no es así?

—Probablemente. Han publicado muchas fotografías mías últimamente.

—¿Qué hace entonces en la Roma Vieja?

—Soy el obispo de la ciudad. Me pareció que por lo menos debía conocer su aspecto.

—Eso nos convierte a ambos en forasteros —dijo la muchacha enigmáticamente.

—¿De dónde viene usted?

—Nací en Alemania, soy ciudadana norteamericana, y vivo en Roma.

—¿Es católica?

—No sé lo que soy. Estoy tratando de descubrirlo.

—¿De esta manera? —preguntó Cirilo suavemente.

—Es la única que conozco. He intentado ya todas las otras. —Rió, y, por primera vez desde su encuentro, pareció relajar sus nervios—. Perdóneme, me estoy comportando muy mal. Me llamo Ruth Lewin.

—Yo soy Cirilo Lakota.

—Lo sé. El Papa de las estepas.

—¿Así me llaman?

—Entre otras cosas… —Otra vez lo desafiaba—. Estas historias que publican de usted, su estancia en prisión, su fuga, ¿son verídicas?

—Sí.

—Y ahora está otra vez dentro de una prisión.

—En cierto sentido; mas espero escapar de ella.

—En una u otra forma, todos estamos en prisión.

—Es verdad… Y aquellos que así lo comprenden son los que más sufren.

La muchacha permaneció silenciosa largo rato, mirando fijamente los mármoles caídos del Foro. Luego preguntó:

—¿Cree realmente que está representando a Dios?

—Sí.

—¿Y cómo se siente?

—Aterrorizado.

—¿Dios le habla? ¿Puede usted escucharlo? El Pontífice meditó un momento, y luego respondió gravemente:

—En cierto sentido, sí. El conocimiento de Dios, que Él reveló en el Antiguo y el Nuevo Testamento, impregna a la Iglesia. Está en las Escrituras y en la tradición transmitida desde la época de los Apóstoles y que nosotros llamamos depósito de Fe. Ésta es la lámpara que guía mis pies… En otro sentido, no. Oro pidiendo iluminación divina, pero debo obrar según el raciocinio humano. No puedo pedir milagros. En este momento, por ejemplo, me pregunto lo que debo hacer por la gente de esta ciudad…, lo que puedo hacer por usted. No tengo una respuesta inmediata. No tengo un diálogo privado con Dios. Avanzo a tientas en la oscuridad, y espero que Su mano se extienda para guiarme.

—Es usted un hombre peculiar.

—Todos somos peculiares —dijo Cirilo, con una sonrisa—, ¿y por qué no, puesto que cada uno de nosotros es una chispa arrancada al ardiente misterio de la Divinidad?

Las próximas palabras de la muchacha tuvieron tan punzante sencillez, que conmovieron al Pontífice casi hasta las lágrimas.

—Necesito ayuda, pero no sé cómo ni dónde obtenerla.

Cirilo vaciló un momento, desgarrado entre la prudencia y los impulsos de un corazón vulnerable. Y entonces sintió en él una vez más el sutil despertar de su poder. Era el Pastor y no otro. Esta noche se había deslizado un alma de entre sus dedos; no osaba arriesgar otra.

—Lléveme a su casa —le dijo—. Prepáreme una taza de café, y luego cuéntemelo todo. Después podrá llevarme de regreso al Vaticano.

En un pequeño apartamento acurrucado bajo las sombras del Cerro Palatino, la mujer le contó su historia. La contó tranquilamente, gravemente, sin huellas de esa histeria que todos los confesores temen en sus relaciones con mujeres.

—Nací en Alemania hace treinta y cinco años. Mi familia era judía, y estábamos entonces en la época de los pogroms. Nos perseguían de un país a otro, hasta que finalmente tuvimos la oportunidad de entrar en España. Antes de que solicitásemos visados, se nos advirtió que nos favorecería convertirnos al catolicismo…, de modo que mis padres hicieron lo necesario y se transformaron en conversos: ¡moriscos sería tal vez la palabra mejor! Adoptamos nuestra nueva identidad y nos admitieron en España.

»Yo era una niña, pero me pareció que el nuevo país y la nueva religión abrían los brazos para recibirme. Recuerdo la música, el colorido, las procesiones de Semana Santa serpenteando por las calles de Barcelona, mientras otras pequeñuelas como yo, con velos blancos y guirnaldas de flores en el cabello, lanzaban pétalos de rosas ante el sacerdote que llevaba la Custodia. Había vivido durante tanto tiempo en medio del temor y la incertidumbre, que me parecía hallarme de pronto en un país de hadas,

»Luego, a comienzos de 1941, nos dieron visados para los Estados Unidos. Las Organizaciones Católicas de Caridad se ocuparon de nosotros, y por su intermedio ingresé en un colegio de monjas. Por primera vez en mi vida me sentí totalmente segura y, lo que era curioso, totalmente católica.

»Mis padres no parecieron preocuparse. También ellos habían llegado a puerto seguro, y tenían que reconstruir sus propias vidas. Durante algunos años fui serenamente feliz; entonces…, ¿cómo explicarlo…?, mi mundo y mi yo comenzaron a partirse en dos. Era aún una niña, pero las mentes de los niños se abren con una facilidad que los adultos no sospechan.

»En Europa morían millones de judíos. Yo era judía, y me oprimía la idea de ser una renegada que había comprado la seguridad abjurando de su raza y de su religión. Y era católica, además, y mis creencias religiosas se identificaban con la época más libre y feliz de mi vida. Pero no podía aceptar esta libertad y esta felicidad porque me parecían pagadas con sangre.

»Comencé a rebelarme contra las enseñanzas y la disciplina del convento, sabiendo siempre que en realidad me rebelaba contra mí misma. Cuando comencé a salir con muchachos, lo hacía siempre con los rebeldes, con los que rechazaban toda creencia religiosa. Tal vez fuese mejor no creer en nada que verse desgarrada entre dos lealtades.

»Entonces, después de cierto tiempo, me enamoré de un muchacho judío. Como aún era católica, discutí el caso con el sacerdote de mi parroquia. Le pedí la dispensa habitual para casarme con una persona que no pertenecía a la religión católica. Pero ante mi sorpresa y vergüenza, el párroco me espetó una amarga filípica. Lo escuché hasta el fin, salí de la casa parroquial, y desde entonces no he vuelto a poner los pies en una iglesia. El párroco era un necio, y le cegaban los prejuicios. Lo odié durante algún tiempo, pero luego comprendí que me estaba odiando a mí misma.

»Mi matrimonio fue feliz. Mi marido no tenía creencias religiosas definidas ni tampoco parecía tenerlas yo; pero ambos poseíamos una raza y una herencia comunes y pudimos vivir en paz. Hicimos dinero y amigos. Creí haber logrado la continuidad que había faltado a mi vida desde el comienzo. Pertenecía a alguien, a un orden establecido, y, por fin, me pertenecía a mí misma.

»De pronto, sin causa aparente, sucedió algo extraño. Mi ánimo se hizo morboso y deprimido. Vagaba desconsolada por la casa, con las lágrimas rodando por las mejillas, sumida en la más total desesperación. A veces estallaba en cóleras violentas ante la menor provocación. Incluso llegué a considerar el suicidio, convencida de que estaría mejor muerta que infligiendo tantos sufrimientos a mi marido y a mí misma.

»Finalmente, mi marido tomó el asunto en sus manos. Exigió que fuese a ver a un psiquiatra. Al principio me negué indignada, pero él me dijo llanamente que me estaba destruyendo y estaba destruyendo nuestro matrimonio. De manera que acepté iniciar el tratamiento y comencé un ciclo de psicoanálisis.

»El psicoanálisis es un camino extraño y aterrador, pero cuando se avanza por él, es imposible volver atrás. Vivir la vida es ya difícil. Revivirla, seguirla paso a paso en símbolo, fantasía y recuerdo, es una experiencia sobrecogedora. La persona que viaja con nosotros, el psicoanalista, adopta una multitud de identidades: padre, madre, marido, maestro…, incluso Dios.

»Cuanto más largo es el viaje, más difícil se hace el camino, porque cada paso nos acerca más al momento de revelación en el cual hay que encararse de una vez y para siempre con aquello de lo cual hemos estado huyendo. Entonces tratamos repetidamente de salirnos del camino o de volver atrás. Y siempre hay que avanzar. Tratamos de dilatar el momento, de ganar tiempo. Creamos nuevas mentiras para engañarnos y engañar a nuestro guía, pero las mentiras caen destruidas una a una.

»Cuando me hallaba en la mitad del tratamiento, mi marido murió en un accidente automovilístico. Fue una culpa más sobre mis hombros, que debí añadir a las anteriores. Ahora no podría restituirle jamás la felicidad que le había robado. Mi personalidad pareció desintegrarse ante el golpe. Me llevaron a un sanatorio, y el tratamiento recomenzó. Lentamente comprendí la naturaleza de mi temor oculto. Sabía que cuando llegase al núcleo de mi ser, lo encontraría vacío. No sólo estaría sola, sino también hueca, porque había construido a Dios a mi imagen y luego lo había destruido, sin que hubiera nadie que pudiese ocupar su lugar. Téndría que vivir en un desierto, sin identidad, sin objeto, puesto que aun cuando hubiese un Dios, no podía aceptarlo porque no había pagado su presencia.

»¿Le parece extraño? Para mí era un terror continuo. Pero cuando me hallé en el desierto, vacía y solitaria, me sentí tranquila. Incluso me sentí entera. Recuerdo la mañana que siguió a la crisis: miré por la ventana de mi cuarto y vi el sol que brillaba sobre el césped, muy verde. Me dije: "He visto lo peor que puede sucederme, y aún estoy aquí. El resto, sea lo que fuere, puedo soportarlo."

»Me dieron de alta un mes después. Puse orden en los asuntos de mi marido y vine a Roma. Tenía dinero, era libre, podía pensar en una vida nueva. Incluso podía enamorarme otra vez… Lo intenté; pero en el amor hay que entregarse, y yo no tenía nada que entregar.

»Entonces comencé a comprender algo. Si vivía para mí y conmigo, siempre estaría vacía, siempre estaría sola. Mis deudas con mi pueblo y mi pasado estaban aún impagadas. No podía aceptar nada de la vida antes de comenzar a pagarlas.

»Esta noche me preguntó usted por qué presto este tipo de servicios. Es muy sencillo. Hay muchos judíos en Roma… Antiguas familias sefardíes que vinieron de España en tiempos de la Inquisición, inmigrantes de Bolonia y de las ciudades lombardas. Aún forman un pueblo aparte. Muchos de ellos son pobres, como los que vio esta noche. Puedo darles algo. Sé que puedo. Pero, ¿qué me doy a mí misma? ¿Dónde estoy…? No tengo Dios, aunque lo necesito desesperadamente… Usted dice que lo representa… ¿Puede ayudarme…?

Other books

Mawrdew Czgowchwz by James McCourt
Chicken Pox Panic, the by Beverly Lewis
Truths of the Heart by Rockey, G.L.
Vintage by Susan Gloss
Watson, Ian - Novel 06 by God's World (v1.1)
Beloved Castaway by Kathleen Y'Barbo
Beyond the God Particle by Leon M. Lederman, Christopher T. Hill
High Country Horror by Jon Sharpe