Las sandalias del pescador (12 page)

Read Las sandalias del pescador Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.

…Esta noche estoy acongojado. Me siento solo y perdido. Mi instalación en la Sede de Pedro está completa. Fui coronado con la triple tiara. Llevo en el dedo el anillo del Pescador. He impartido mí bendición a la ciudad y al mundo. Y a pesar de todo esto…, o tal vez a causa de todo esto, jamás me había sentido tan vacío, tan inadecuado. Soy el cordero dejado en el desierto con los pecados de todos a mi espalda…

Debo pedir a Rinaldi que me busque algún sabio sacerdote con quien confesarme cada día, no sólo por la absolución y la gracia sacramental, sino para purgar este espíritu mío acorralado y reprimido. No creo que los fieles puedan comprender que el Vicario de Cristo necesita con frecuencia, más que ellos, del confesonario…

He visto morir a muchos hombres, pero el fin triste y solitario que presencié hoy en una vivienda romana me aflige extrañamente. Las palabras de la mujer que lo vio aún resuenan en mis oídos: «Saben entendérselas con la muerte. Es la vida lo que los desconcierta.» Me parece que esta derrota es la medida de nuestro fracaso en el ministerio del Verbo.

Aquellos que más nos necesitan son los que se encorvan bajo el peso de la existencia, cuya vida es una lucha diaria por la mera subsistencia, que carecen de talento y oportunidades, que viven temerosos de los funcionarios, de los recaudadores de impuestos y de los acreedores, de manera que no les quedan tiempo ni energías que dedicar al cuidado de sus almas. Sus vidas enteras se convierten en una rastrera desesperación… Si no fuese por la infinita sabiduría y la infinita misericordia de Dios, también yo desesperaría fácilmente.

El caso de la mujer Ruth Lewin me inspira mayores esperanzas. Mientras me hallaba en prisión y bajo el largo tormento de los interrogatorios, aprendí mucho acerca del intrincado funcionamiento de la mente humana. Estoy convencido de que aquellos que se dedican al estudio de sus procesos y de sus debilidades pueden prestar grandes servicios al hombre y a la causa de su salvación… Como pastores de almas, no debemos mirar con suspicacia o con crítica precipitada esta ciencia naciente. Como cualquier otra ciencia, puede aplicarse a fines innobles. Es inevitable que quienes exploran la nebulosa región del alma cometan errores o lleguen a falsas conclusiones; mas toda investigación honrada de la naturaleza del hombre es también una exploración del designio divino respecto a él.

La psique humana es el lugar de reunión del hombre y Dios. Me parece posible que algo del significado del misterio de la Gracia Divina pueda revelarse cuando comprendamos mejor el funcionamiento de la mente subconsciente, donde los recuerdos y culpas ocultas, los impulsos reprimidos, germinan durante años v luego brotan en extraña floración… Dentro de la Iglesia debo alentar a hombres competentes para que profundicen en estos estudios y cooperen con quienes lo hacen fuera de ella, para el mejor empleo de sus descubrimientos…

La mente enferma es un instrumento defectuoso en la gran sinfonía que es el diálogo de Dios con el hombre. Tal vez en esto podamos ver una revelación más completa del significado de la responsabilidad humana y de la compasión de Dios hacia su criaturas. O podamos tal vez iluminar la diferencia entre la culpa formal y el verdadero estado del alma ante los ojos de Dios…

Es posible que escandalice a muchos al decir que en una mujer como Ruth Lewin veo, o creo ver, a un espíritu escogido. Lo que caracteriza a estos espíritus es su conciencia de que su lucha con la vida es en realidad una lucha con Dios…

La historia más extraña del Antiguo Testamento es la historia de Jacob, que luchó con el ángel y lo venció, obligándole a decir su nombre… Pero Jacob se alejó de la refriega cojeando.

También mi espíritu cojea. He sentido vacilar mi razón y los fundamentos de mi fe en los calabozos oscuros y bajo las luces y los implacables interrogatorios de Kamenev.

Creo aún. Me he entregado en forma aún más total al depósito de Fe, pero ya no me contento con decir: «Dios es así, el hombre es así», deteniéndome aquí. Adondequiera que me vuelvo en este pináculo, me hallo cara a cara con el misterio. Creo en la armonía divina, que es resultado del eterno acto creador… Pero no siempre escucho esa armonía. Debo luchar con la cacofonía y la aparente discordancia de la partitura, sabiendo que no escucharé el gran acorde final hasta el día en que me muera y me una esperanzadamente a Dios…

Es esto lo que traté de explicar a Ruth, aunque, no sé si lo hice bien. No me decidí a ponerla frente a secas proposiciones teológicas. Su espíritu conturbado no estaba dispuesto para recibirlas.

Traté de hacerle ver que la crisis de desesperación casi total que aflige a muchas personas inteligentes y de espíritu noble es a menudo un acto providencial, destinado a hacerlas aceptar su propia naturaleza con todas sus limitaciones e insuficiencias, y la conformidad de esa naturaleza con un designio divino cuyo bosquejo y finalidad no podemos captar plenamente.

Comprendo sus terrores, porque también los sufrí. Y esto sé que lo comprendió. Le aconsejé que fuese paciente consigo misma y con Dios, pues aunque no pudiese creer en Él, el Creador actuaba siempre a su manera y a su tiempo, misteriosos para nosotros.

Le dije que continuara la obra en que estaba empeñada, pero que no la considerase siempre como un pago de deudas. Ninguno de nosotros podría pagar sus deudas si no fuese por el acto de redención consumado por Cristo en la cruz.

Traté de hacerle comprender que rechazar la alegría de vivir es insultar a Aquel que nos la da y que nos concedió el don de la risa junto con el de las lágrimas…

Creo que debiera escribir estas cosas para otros, porque la enfermedad de la mente es un síntoma de nuestra época, y todos debemos tratar de curarnos mutuamente. El hombre no está hecho para vivir solo. El propio Creador lo ha afirmado. Somos miembros de un cuerpo. La cura de un miembro enfermo es función de todo el organismo…

He pedido a Ruth que me escriba, y que venga a verme alguna vez. No quiero que mi cargo me aparte del contacto directo con mi pueblo… Por ello creo que debo sentarme en el confesionario una hora a la semana, y administrar los Santos Sacramentos a los que acuden a San Pedro.

Estuve próximo a perder mi fe y mi alma cuando yacía desnudo y solitario en una mazmorra subterránea… Cuando me llevaron de regreso a las cabañas, el sonido de las conversaciones humanas, incluso el ruido de la cólera, la grosería y la blasfemia, fueron para mí una nueva promesa de salvación…

No sé si será ésta la forma en que el acto creador se renueva día tras día: el Espíritu de Dios que alienta sobre las aguas oscuras del espíritu humano, infundiendo en él una vida cuya intensidad y diversidad sólo podemos adivinar…

In manos tuas, Domine
… A tus manos, oh, Dios, encomiendo todas las almas atribuladas.

Capítulo 4

Transcurrieron seis semanas desde la coronación antes de que Faber combinase un almuerzo con Campeggio. Podría haberlo postergado aún más, si Chiara no le hubiese apremiado con lágrimas y berrinches. Faber era un hombre expedito por naturaleza, pero su larga permanencia en Roma le había enseñado a desconfiar de los gestos gratuitos. Por supuesto, Campeggio era un colega distinguido, pero no un amigo, y Faber no veía motivo alguno para que se preocupase del lecho o del matrimonio de Chiara Calitri.

De manera que en lontananza divisaba alguna combinazione, alguna proposición cuyo precio permanecería oculto hasta el último minuto. Cuando se almorzaba con romanos, era necesario tener cuchara larga y pulso firme, y George Faber aún se sentía estremecido por su disputa con Chiara.

La primavera maduraba lentamente hacia el verano. Las azaleas estallaban en mil colores en la Escala Española, y los floristas hacían buen negocio con las rosas nuevas de Rapallo. Los turistas de pies doloridos buscaban refugio en el English TeaRoom, y el tránsito giraba irritado alrededor del bote de mármol de Bernini en la Piazza.

Para envalentonarse, George Faber compró un clavel y lo prendió garbosamente en su ojal antes de cruzar la plaza y entrar en la Via Condotti. El restaurante que Campeggio había indicado para esta entrevista era un lugarcillo discreto, alejado de los centros habituales de reunión de periodistas y políticos… Asuntos de tal delicadeza —había dicho Campeggio— no debían exponerse a oídos indiscretos; aunque Faber no veía el objeto de tanto secreto, puesto que el asunto Calitri era a lugar común en Roma. Sin embargo, entraba en las reglas del juego que cada combinazione, cada progetto, debía aderezarse con algo de teatro. Por tanto, se sometió sin protestas excesivas.

Campeggio lo entretuvo durante media hora con una crónica vivaz y cómica del Vaticano, describiendo la agitación en los palomares clericales al imponer el Papa su voluntad. Luego, con tacto de diplomático, dirigió la charla hacia Faber:

—Tal vez le agrade saber, amigo mío, que Su Santidad tiene una opinión favorable de sus artículos. Me han dicho que está ansioso por establecer contactos más directos con la Prensa. Se ha hablado de un almuerzo regular con los corresponsales más importantes, y su nombre, por supuesto, encabeza la lista.

—Me siento muy halagado —dijo Faber secamente—. Siempre tratamos de escribir honradamente, pero este hombre es un tema interesante por derecho propio.

—También Leone siente debilidad por usted, y se le considera favorablemente en la Secretaría de Estado… Ésas son fuentes y voces importantes, como bien sabe usted.

—Así es.

—Bien —dijo Campeggio con vivacidad—. Entonces usted comprende la importancia de mantener buenas relaciones, sin… digamos, sin incidentes molestos.

—Siempre lo he comprendido. Me interesa saber por qué lo menciona ahora.

Campeggio frunció sus labios delgados y con templó el dorso de sus manos largas y bien cuidadas. Dijo cuidadosamente:

—Lo menciono para explicar mi próxima pregunta. ¿Piensa usted instalar casa con Chiara Calitri?

Faber enrojeció y dijo acremente:

—Lo hemos discutido. Hasta ahora no hemos resuelto nada.

—Entonces, permítame aconsejarle encarecidamente que no lo haga en este momento… No me interprete mal. Su vida privada es asunto suyo.

—Difícilmente podría llamarla privada. En Roma todos conocen nuestra situación. Me imagino que los rumores habrán llegado al Vaticano hace ya tiempo.

Campeggio le ofreció una breve sonrisa.

—En tanto siga siendo rumor, el Vaticano reserva su juicio y lo deja en manos de Dios. No hay infamia pública que dañe su causa ante la Rota.

—Por ahora no tenemos causa —dijo Faber bruscamente—. Todo está suspendido hasta que Chiara pueda proporcionar nuevas pruebas. Hasta el momento, no ha logrado hallarlas.

Campeggio asintió lentamente, y luego comenzó a dibujar un intrincado diseño sobre el blanco mantel.

—Personas que conocen el pensamiento de la Rota me han dicho que su mejor esperanza de un veredicto descansa en la intención viciada. En otras palabras, si usted puede probar que Calitri firmó el contrato matrimonial sin la intención cabal de cumplir todos sus términos, y esa intención incluye la fidelidad, entonces tienen ustedes posibilidad de una decisión favorable.

Faber se encogió lastimosamente de hombros.

—¿Cómo probar lo que hay en la mente de un hombre?

—De dos maneras: mediante su propia declaración jurada, o por el testimonio de quienes le escucharon expresar esa intención viciada.

—Ya buscamos por ese lado. No encontramos a nadie, y Calitri no testificará contra sí mismo.

—Si se le presiona lo suficiente, tal vez lo haga.

—¿Qué tipo de presión?

Por primera vez pareció Campeggio sentirse inseguro. Permaneció silencioso un instante, trazando largas líneas ondulantes con el extremo del tenedor. Finalmente, dijo con deliberación:

—Un hombre como Calitri, que ocupa un alto cargo y que lleva, digamos, una vida privada desusada, es muy vulnerable. Vulnerable a su partido y a la opinión pública. Vulnerable a los que han caído en desgracia ante él… No necesito decirle que el mundo que él habita es un mundo extraño, un mundo de amores raros y odios curiosos. Nada en él es permanente. El favorito de hoy es rechazado mañana. Siempre hay corazones sangrantes dispuestos a contar su historia a quien sepa escucharlos. Yo he escuchado algunas. Y cuando tenga ya suficientes, va usted a ver a Calitri.

—¿Yo a ver a Calitri?

—¿Quién si no? Usted publica noticias, ¿verdad?

—No ese tipo de noticias.

—¿Pero conoce a muchos que lo hacen?

—Sí.

—Entonces no necesito decirle más.

—Eso es chantaje —dijo George Faber categóricamente.

—O justicia —repuso Orlando Campeggio—. Depende del punto de vista.

—Incluso si lográsemos arrancarle una declaración, Calitri podría sostener que hubo presión indebida, y el tribunal rechazaría el caso definitivamente.

—Ese es un riesgo que hay que correr. Si lo que está en juego lo merece, creo que debe usted arriesgarse… He de añadir que tal vez yo pueda proporcionarle alguna ayuda en su investigación.

—¿Por qué? —preguntó Faber mordazmente—. ¿Qué puede importarle lo que nos suceda a Chiara y a mí?

—Ya veo que se ha convertido usted en un verdadero romano —dijo Campeggio con helada ironía—. Pero su pregunta es muy justa. Siento simpatía por usted. Creo que tanto usted como la joven merecen mejor suerte. No me gusta Calitri.

Nada me agradaría más que verlo caído. Eso es casi imposible; pero si su Chiara gana el pleito, le causará un gran daño.

—¿Por qué lo detesta así?

—Preferiría no responder a esa pregunta.

—Tenemos intereses comunes. Lo menos que podemos hacer es mostrarnos mutuamente sinceros.

El romano vaciló un momento, y luego extendió las manos en un ademán de derrota.

—¿Qué importancia tiene, por lo demás? En Roma no hay secretos. Tengo tres hijos. Uno de ellos trabaja con Calitri y ha…, digamos…, ha caído bajo su influencia. No culpo al muchacho. Calitri es un hombre fascinante y no tiene escrúpulos para servirse de su fascinación.

—¡Qué asunto tan asqueroso!

—Estamos en una ciudad asquerosa —dijo Orlando Campeggio—. No soy yo quien debe decirlo, pero a menudo me he preguntado por qué la llaman la Ciudad de los Santos.

Mientras George Faber continuaba rumiando desdichadamente su diálogo con Campeggio, Chiara Calitri tomaba el sol en la playa de Fregene.

Other books

Retribution by Dale Brown
Dust by Yvonne Adhiambo Owuor
Guardian by Kassandra Kush
The Shadow Reader by Sandy Williams