—Comprendo la preocupación de Su Santidad. Pero confieso que comprendo menos lo que Kamenev espera ganar con esta maniobra.
Goldoni se permitió una débil sonrisa.
—La reacción de Su Eminencia es la mía… ¡Una maniobra! Pero Su Santidad adopta otra actitud.
Cirilo extendió sobre la mesa sus manos deformadas y se explicó con sencillez:
—Quiero que ustedes comprendan, ante todo, que yo conozco a ese hombre. Lo conozco más íntimamente de lo que les conozco a ustedes. Durante largo tiempo fue quien me interrogaba en la prisión. Ambos hemos ejercido una gran influencia mutua. Fue él quien organizó mi fuga de Rusia. Estoy profundamente convencido de que ésta no es una maniobra política, sino una auténtica petición de ayuda en las crisis que nos envolverán muy pronto.
Carlin asintió pensativamente.
—Su Santidad puede tener razón. Sería insensato descartar su experiencia con este hombre y su íntimo conocimiento de la situación rusa. Por otra parte, y lo digo con respeto, nosotros hemos tenido una experiencia diferente con Kamenev y con los soviéticos.
—Cuando usted dice «nosotros», ¿se refiere a la Iglesia o a los Estados Unidos?
—A ambos —dijo Carlin categóricamente—. En lo que se refiere a la Iglesia, el Secretario de Estado puede confirmar mis palabras. Aún hay persecución activa en los países satélites. En Rusia ha sido extinguida totalmente la Fe. Nuestros hermanos obispos que estuvieron presos con Su Santidad han muerto. Las fronteras soviéticas están cerradas a la Fe. No veo posibilidad alguna de que se abran en nuestra época.
Goldoni expresó su asentimiento:
—Ya he expuesto claramente este punto de vista a Su Santidad.
—Yo, yo —dijo Cirilo el Pontífice—, no estoy en desacuerdo con él… Hábleme ahora del punto de vista americano.
—A primera vista —dijo Carlin—, esto me parece una nueva versión de las reuniones en la cumbre. Todos recordamos los argumentos que las apoyaban… «Evitemos los peldaños inferiores, y que los jefes hablen con libertad, familiarmente, de nuestros problemas. Omitamos los detalles y lleguemos a los postulados fundamentales que nos dividen…» Tuvimos esas reuniones. Siempre fueron un fracaso. A fin de cuentas, toda discusión naufragaba en los detalles. La buena voluntad que podía existir antes de las reuniones disminuía, si no desaparecía por completo. En el fondo, como usted sabe, los peldaños inferiores de gobierno son más decisivos que los superiores, porque, bajo nuestro sistema y el sistema ruso, el jefe está siempre sujeto a las presiones de consejos administrativos y políticos que vienen de abajo. Ningún hombre puede mantener por sí solo el peso de una decisión en asuntos de trascendencia universal. —Sonrió ampliamente al Pontífice—. Incluso en la Iglesia tenemos la misma situación. Su Santidad es el Vicario de Cristo. Pero la efectividad de sus decisiones se ve limitada por la cooperación y la obediencia de los dignatarios locales.
Cirilo el Pontífice alzó las cartas de su escritorio y las enseñó a sus dos consejeros.
—¿Qué me aconsejan, entonces, que haga con ellas? ¿Desestimarlas?
Carlin eludió la pregunta.
—¿Qué desea Kamenev que haga Su Santidad? —Me parece que lo expresa con claridad. Me pide que comunique el contenido de estas cartas al Presidente de los Estados Unidos, y que le haga llegar también mi propia interpretación de su pensamiento y sus intenciones.
—¿Cuál es el pensamiento de Kamenev, Santidad? ¿Cuáles son sus intenciones?
—Permítanme citarles otra vez lo que dice la carta. «Dentro de doce meses, o tal vez antes, llegaremos al borde de la guerra. Yo quisiera la paz. Sé que no podremos obtenerla mediante negociaciones de conveniencia unilateral. Por otra parte, no puedo dictar sus términos ni siquiera a mi propio pueblo. Estoy cogido en la corriente de la Historia. Puedo vadearla, pero no puedo cambiar la dirección del agua… Creo que usted comprende lo que intento decir. Le pido, si puede, que la transmita con la mayor claridad posible al Presidente de los Estados Unidos…» Conociendo a este hombre, el mensaje me parece bastante claro. Antes de que la crisis se transforme en inevitable, quiere establecer una base para futuras negociaciones que permitan preservar la paz.
—Pero, ¿qué base? —preguntó Goldoni—. Su Santidad tiene que admitir que Kamenev no es muy explícito.
—Planteémoslo de otra manera —dijo Carlin, con su habitual pragmatismo—. Yo regreso a los Estados Unidos. Llamo a Washington y pido una audiencia privada con el Presidente. Le muestro estas cartas. Le digo: «La Santa Sede estima que Kamenev desea entablar conversaciones secretas para evitar la crisis que todos sabemos inminente. El Papa será el intermediario en estas conversaciones…» ¿Qué creen ustedes que haría o diría entonces el Presidente de los Estados Unidos? ¿Qué haría Su Santidad, de hallarse en su lugar?
El rostro marcado de Cirilo dibujó una sonrisa de genuina diversión.
—Diría: «Hablar no cuesta nada. En tanto los hombres puedan comunicarse, aunque lo hagan intermitentemente, hay esperanzas de paz. Pero si cerramos todas las puertas, cortamos todos los cables, construimos murallas cada vez más altas, entonces cada nación es una isla que prepara secretamente la destrucción común.»
Bruscamente, Carlin opuso objeciones al argumento.
—Hay una falta de lógica, Santidad. Perdóneme, pero debo hacérsela notar. Hablar, siempre cuesta algo, especialmente este tipo de charla. Los parlamentos secretos son peligrosos, porque cuando salen a la luz, como lo hacen inevitablemente, los que tomaron parte en ellos pueden negarlo. Y esas conversaciones se convierten entonces en armas para las maniobras políticas.
—¡Recuerde! —añadió Goldoni, asaltado por una nueva idea—. Ya no hay dos grandes potencias en el mundo. Están Rusia y los Estados Unidos. Está el bloque europeo. Está China, y están las naciones no comprometidas de Asia, África y las Américas. No se trata sólo de la carrera de armamentos. Está también la carrera por alimentar a los hambrientos, y la carrera para alinear a grandes masas humanas con una u otra ideología. No podemos adoptar una actitud excesivamente simplista ante este mundo tan complejo.
—Vacilo al decirlo, Santidad —dijo Carlin gravemente—, pero no me gustaría ver a la Santa Sede comprometida al ofrecerse como intermediaria en discusiones bilaterales y probablemente abortivas… Personalmente, desconfío de una tregua con el oso ruso, por hábilmente que éste dance.
—El oso está en el escudo de armas papal —dijo Cirilo ácidamente—. ¿También desconfía de él allí?
—Permítame contestar a esa pregunta con otra. ¿Su Santidad puede confiar totalmente en sí mismo en este asunto? Esto no es doctrina, ni dogma. Es asunto de Estado. Su Santidad está expuesto al error tanto como nosotros.
Carlin se había mostrado peligrosamente franco, y lo sabía. Ser cardenal arzobispo de Nueva York significaba una posición privilegiada en la Iglesia, gran influencia, y el dominio sobre dineros y recursos vitales para la economía del Vaticano. Pero en la constitución de la Fe, el sucesor de Pedro era soberano, y en su historia, más de un cardenal príncipe había sido despojado de su título con una palabra del Pontífice ultrajado. Charles Corbet Carlin se echó atrás en su silla y aguardó, no sin cierta inquietud, la respuesta papal.
Ante su sorpresa, ésta llegó en un tono controlado y con sincera humildad.
—Todo lo que usted me dice es verdad. En realidad, es un reflejo de mi propio pensamiento al respecto. Le agradezco que haya decidido hablarme francamente, sin tratar de doblegarme con palabras diplomáticas. Tampoco yo deseo doblegarlo. No quiero forzarle a actuar contra su prudencia. Esto no es asunto de Fe o de moral, es un asunto de convicción personal, y me gustaría poder compartir la mía con ustedes… Almorcemos primero, y luego deseo mostrarles algo. Lo han visto antes, pero espero que hoy pueda tener otro significado ante sus ojos.
Y viendo la duda y la sorpresa en los rostros de sus cardenales, Cirilo rió ingenuamente:
—No, no hay conspiraciones ni sutileza a la manera de los Borgia. He aprendido algo en Italia. No hay que discutir materias de importancia con el estómago vacío. Creo que Goldoni reconocerá que por lo menos he reforzado la cocina del Vaticano.
Vamos, descansemos un rato.
Comieron sencillamente, pero bien, en las habitaciones privadas de Cirilo. Discurrieron acerca de los hombres y los asuntos, y de las mil intimidades de la sociedad jerárquica a la cual pertenecían. Parecían miembros de un club internacional exclusivo, cuyos socios estuviesen dispersos por los cuatro puntos cardinales, pero cuyos asuntos fuesen conocimiento común en todas las lenguas.
Cuando terminaron de comer y el Vaticano recayó en la somnolencia de la siesta, Cirilo se puso una sotana negra y condujo a sus huéspedes a la Basílica de San Pedro. Los turistas eran escasos, y nadie se fijó en tres sacerdotes de mediana edad detenidos ante los confesonarios próximos a la sacristía. Cirilo señaló un confesionario, que ostentaba sobre su puertecilla la lacónica leyenda «Polaco y ruso». —Una vez por semana vengo aquí y permanezco dos horas en el confesionario, para escuchar la confesión de quienes acudan a él. Me gustaría escucharlas también en italiano, pero no domino los dialectos… Ustedes saben lo que sucede en el ejercicio de este ministerio. Los buenos acuden, los malos se mantienen alejados; pero de vez en cuando llega algún alma angustiada, alguien que necesita una cooperación especial del confesor para hacerlo regresar a Dios… Y es siempre una lotería, en la que se aventura el momento, el hombre y la fertilidad de la palabra que uno arranca de su propio corazón. Y, sin embargo, aquí, en estos cajoncillos sofocantes, se halla todo el sentido de la Fe: el diálogo privado del hombre con su Creador, y yo entre ellos, como siervo del hombre y de Dios. Ahí, rodeado por el olor a embutido y a repollo, soy aquello para lo cual fui ordenado: un oportunista sublime, un pescador de hombres, sin saber lo que cazaré en mis redes, o si llegaré a cazar algo… Y, ahora, vengan por aquí.
Indicó a un asistente que los acompañara. Luego cogió del brazo a ambos cardenales y los hizo cruzar hasta los peldaños que llevaban al confesionario de San Pedro, frente al gran altar de Bernini. Descendieron los peldaños. El asistente quitó el cerrojo a la reja de bronce que protegía la estatua arrodillada del Papa Pío VI. Cuando los sacerdotes penetraron en el nicho, cerró la puerta tras ellos y se retiró a respetuosa distancia. Cirilo condujo a sus dos consejeros al espacio en que se abría un agujero oscuro que llevaba a las grutas del Vaticano. Entonces se volvió hacia ellos. Su voz se hizo un murmullo que resonó suavemente en el recinto.
—Dicen que allá abajo está la tumba de Pedro el Pescador. Siempre que siento temor, o que me hallo en medio de las sombras, acudo aquí a orar y le preguntó qué puedo hacer yo, su heredero. También él era un oportunista, ustedes lo saben bien. El Maestro le dio las llaves del Reino. El Espíritu Santo le dio el don de la sabiduría y de las lenguas. Y luego debió plantar la semilla del Evangelio dondequiera que hubiese tierra para recibirla, aunque seguía siendo un pescador y un forastero en el Imperio Romano… No tenía método. No tenía templo. No tenía libros, sino el Evangelio viviente. Estaba condicionado por los tiempos en los cuales vivía, pero no podía permitir que las condiciones le limitasen… Tampoco puedo permitirlo yo. ¿Recuerdan ustedes la historia de Pablo, cuando llegó a la ciudad de Atenas entre los filósofos y retóricos, y vio el altar al Dios desconocido? ¿Recuerdan lo que hizo? Gritó con voz tonante: « ¡Hombres, hermanos! ¡Lo que ustedes adoran sin conocer, lo predico yo! » ¿No les parece que Pablo también era un oportunista? No razona con el momento. No apela a un sistema o a una historia. Aventura su persona y su misión en una palabra lanzada a la muchedumbre arremolinada.
¿No lo lo comprenden? Éste es el sentido de la Fe. Éste es el riesgo de creer.
Volvió su rostro luminoso hacia Carlin, sin intentar imponerse, sino razonando con él.
—Antes de que Su Eminencia acudiera a verme, me hallaba en las sombras. Me veía como un insensato que gritaba una locura a un mundo indiferente. ¡Así sea! Eso es lo que predicamos: insensatez trascendente, y confiamos en que finalmente sea lógica divina…
Bruscamente, Cirilo relajó su tensión y les sonrió con picardía.
—En prisión aprendí a jugar, y descubrí que, a fin de cuentas, el hombre que ganaba siempre era aquel que no se cubría en sus apuestas. Sé bien lo que ustedes están pensando. Que quiero dirigir la barca de Pedro según sople el viento en sus calzas papales. Pero si el viento es el aliento de Dios y sus manos agitan el agua…, ¿hay forma mejor de hacerlo? ¡Respóndame! ¡Hay forma mejor de hacerlo?
En el estrecho recinto, Goldoni se movió inquieto sobre sus pies.
Carlin permaneció obstinado e inconmovible como la Roca de Plymouth. Dijo con voz sin inflexiones:
—Ésta es tal vez la Fe que mueve montañas, Santidad. Lamento que no me haya sido concedida en la misma medida. Estoy limitado a trabajar de acuerdo con la prudencia normal. No puedo convenir en que los asuntos de la Iglesia sean administrados por inspiración personal.
Cirilo el Pontífice sonreía aún cuando respondió:
—Ustedes me eligieron por inspiración, Eminencia. ¿Cree usted que el Espíritu Santo me ha abandonado?
Carlin no se dejó amilanar, e insistió obstinadamente en su tesis.
—No he dicho tal cosa, Santidad. Pero sí diré esto: Nadie tiene estatura suficiente para convertirse en el hombre universal. Usted desea serlo todo para todos los hombres, pero jamás podrá lograrlo cabalmente. Usted es ruso, yo soy americano. Usted me pide que arriesgue por ese Kamenev más de lo que arriesgaría por mi propio hermano si fuese Presidente de los Estados Unidos. No puedo hacerlo.
—Entonces —dijo Cirilo con inesperada mansedumbre— no le pediré que lo haga. No le pediré que arriesgue cosa alguna. Simplemente le daré una orden. Se presentará usted ante el Presidente de los Estados Unidos. Le ofrecerá estas cartas, y una que le escribiré yo. Si se consulta mi opinión, puede usted decir lo que desee, como sacerdote particular y como americano, pero no intentará interpretar mi pensamiento ni el de Kamenev. De esta forma espero que se sienta usted en libertad de cumplir con su deber para con la Iglesia y con su patria.
Carlin se ruborizó. Dijo desmañadamente: