Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—¿Ustedes no son de Oklahoma?
Y Al, cerca del coche, miró la matrícula.
—Kansas —dijo.
—Galena, cerca de allí más o menos —informó el hombre enjuto—. Me llamo Ivy Wilson.
—Nosotros Joad —siguió Padre—. Venimos de cerca de Sallisaw.
—Es un placer conocerles —replicó Ivy Wilson—. Sairy, estos son los Joad.
—Sabía que no eran de Oklahoma. Hablan raro, como si… pero no es nada malo, no me malinterpreten.
—Todo el mundo habla de distinta forma —dijo Ivy—. Los de Arkansas de un modo, distinto de los de Oklahoma… Y vimos a una mujer de Massachusetts que hablaba más raro que nadie. Apenas entendíamos lo que decía.
Noah, el tío John y el predicador empezaron a descargar el camión. Ayudaron a bajar al abuelo y lo sentaron en el suelo, donde se quedó desmadejado, mirando al frente.
—¿Estás enfermo, abuelo? —preguntó Noah.
—Claro que sí —respondió el abuelo débilmente—. Estoy muy mal.
Sairy Wilson se le acercó andando despacio y con cuidado.
—¿Le gustaría venir a nuestra tienda? —ofreció—. Puede tumbarse en nuestro colchón y descansar.
Él levantó la mirada hacia Sairy, atraído por su dulce voz.
—Venga conmigo —dijo ella—. Podrá descansar. Le ayudaremos a llegar a la tienda.
Sin previo aviso el abuelo rompió a llorar. Su barbilla tembló y estiró los labios sobre la boca y sollozó roncamente. Madre acudió presurosa y le rodeó con sus brazos. Lo puso en pie, con su espalda ancha en tensión y medio lo llevó en volandas, medio lo ayudó a entrar en la tienda de campaña.
El tío John dijo:
—Debe estar enfermo de verdad. Nunca había hecho eso antes. No le había visto llorar así en toda mi vida —subió de un salto al camión y arrojó al suelo un colchón.
Madre salió de la tienda y fue hacia Casy.
—Usted ha estado con enfermos —empezó—. El abuelo está enfermo. ¿Le importaría ir a echarle un vistazo?
Casy se dirigió con rapidez a la tienda y entró. En el suelo había un colchón doble, las mantas extendidas con pulcritud; un pequeño hornillo de hojalata se apoyaba en sus patas de hierro y en él ardía un fuego desigual. Aparte de esas cosas, no había más que un cubo de agua, una caja de madera de provisiones y otra caja que hacía de mesa. La luz de la puesta de sol se veía rosa a través de las paredes de la tienda. Sairy Wilson estaba de rodillas en el suelo, junto al colchón y el abuelo yacía boca arriba. Tenía los ojos abiertos, mirando para arriba y las mejillas encendidas. Respiraba con dificultad.
Casy cogió la delgada muñeca del anciano entre los dedos.
—¿Se encuentra cansado, abuelo? —preguntó. Los ojos se movieron hacia la voz, pero no le encontraron a él. Los labios dibujaron unas palabras, pero no llegó a pronunciarlas. Casy le tomó el pulso, dejó la muñeca y puso la mano sobre la frente del abuelo. Una batalla comenzó a desatarse en el cuerpo del anciano, que movía las piernas sin cesar y agitaba las manos. Dejó escapar una ristra de sonidos imprecisos que no eran palabras; bajo los pelos blancos y erizados, la cara estaba roja.
Sairy Wilson habló en voz baja a Casy.
—¿Tiene idea de lo que le pasa?
Él levantó la vista hacia el rostro arrugado y los ojos ardientes.
—¿Y usted? —preguntó.
—Creo… creo que sí.
—¿Qué es? —inquirió Casy.
—Podría estar equivocada. Prefiero no decirlo.
Casy volvió a mirar la cara crispada del anciano.
—¿Diría usted… puede ser que… esté incubando una apoplejía?
—Yo diría que sí —dijo Sairy—. He visto ya tres casos.
Del exterior llegaban los sonidos de estar montando un campamento, cortando leña, el golpeteo de sartenes. Madre se asomó entre las lonas.
—La abuela quiere entrar. ¿O es mejor que no?
—Se va a inquietar si no la dejamos —opinó el predicador.
—¿Cree que el abuelo está bien? —preguntó Madre.
Casy negó lentamente con la cabeza. Madre miró el viejo semblante en plena lucha, con la sangre latiendo en él. Se retiró y su voz llegó desde fuera.
—No le pasa nada, abuela. Está descansando un poco.
La abuela replicó de mal humor.
—Bueno, pues quiero verle. Es más tramposo que el diablo y no permitiría que nadie se enterase —y se escabulló a toda prisa entre las lonas. Miró abajo, al colchón.
—¿Qué es lo que te pasa? —exigió saber del abuelo. De nuevo sus ojos persiguieron la voz y sus labios se estremecieron.
—Está de mal humor —dijo la abuela—. Ya os dije que era un tramposo. Esta mañana quería esconderse para no venir. Y luego le empezó a doler la cadera —dijo con tono de disgusto—. Se lo está comiendo el mal humor. Ya le he visto otras veces que no quería hablar con nadie.
—No está enfadado, abuela —dijo Casy suavemente—. Está enfermo.
—¿Sí? —miró de nuevo al anciano—. ¿Pero cree que está muy mal?
—Bastante mal, abuela.
Por un momento la abuela vaciló sin saber qué hacer.
—Bueno —dijo rápidamente—, y ¿qué hace que no está rezando? Es un predicador, ¿no?
Los fuertes dedos de Casy tropezaron con la muñeca de la abuela y se cerraron con fuerza en torno a ella.
—Ya se lo dije, abuela. Yo ya no soy predicador.
—Rece de todas formas —le ordenó—. Se lo tiene que saber de memoria.
—No puedo —replicó Casy—. No sé por qué ni a quién rezarle.
Los ojos de la abuela vagaron por la tienda y fueron a posarse en Sairy.
—No quiere rezar —dijo—. ¿Le he contado alguna vez cómo rezaba Ruthie cuando era una mocosa? Decía: «Ahora me acuesto a dormir. Ruego a Dios que me proteja. Y cuando llegó, el armario estaba vacío así que el pobre perro se quedó sin nada. Amén.» Así rezaba.
La sombra de alguien caminando entre la tienda y el sol cruzó la lona. El abuelo parecía estar luchando; todos sus músculos temblaban. Y repentinamente se estremeció como si le hubieran dado un tremendo golpe. Se quedó inmóvil, sin respirar. Casy miró el rostro del anciano y vio que se volvía morado oscuro. Sairy tocó a Casy en el hombro. Susurró:
—La lengua, la lengua.
Casy asintió.
—Póngase delante de la abuela —separó las mandíbulas apretadas y metió la mano en la garganta del anciano buscando la lengua. Al sacarla, escapó una expiración ruidosa y luego el anciano volvió a inspirar como si sollozara. Casy cogió un palo del suelo y sujetó la lengua con él y los estertores irregulares continuaron, inspiración, expiración. La abuela brincaba alrededor como una gallina.
—Rece —dijo—. Rece, le digo que rece —Sairy intentó sujetarla—. Rece, maldito sea —gritó la abuela.
Casy la miró un segundo. La respiración entrecortada hacía más ruido cada vez y era cada vez más irregular.
—Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
—¡Gloria! —exclamó la abuela.
—… venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
—Amén.
Un largo suspiro jadeante salió de la boca abierta y luego el aire escapó en un grito.
—El pan nuestro de cada día, dánosle hoy… y perdónanos… —la respiración había cesado. Casy miró los ojos del abuelo y los vio claros, profundos y penetrantes y en ellos había una serena expresión de clarividencia.
—Aleluya —cantó la abuela—. Siga.
—Amén —dijo Casy.
Entonces la abuela se inmovilizó. Fuera de la tienda todo el ruido había cesado. Un coche pasó silbando por la carretera. Casy seguía arrodillado en el suelo junto al colchón. Los de fuera escuchaban, silenciosos y atentos a los sonidos de la agonía. Sairy tomó a la abuela del brazo y la llevó afuera, y la anciana caminó con dignidad manteniendo la cabeza alta. Caminó y llevó la cabeza alta para su familia. Sairy la llevó hasta un colchón tirado en el suelo y la sentó en él. Y la abuela miró al frente, orgullosamente, porque este era su momento. La tienda estaba en silencio; finalmente, Casy separó las solapas de lona con las manos y salió.
—¿Qué ha sido? —preguntó Padre quedamente.
—Apoplejía —dijo Casy—. Un ataque fulminante.
La vida comenzó de nuevo a hacerse notar. El sol tocó el horizonte y se aplanó sobre él. Por la carretera pasó una larga fila de enormes camiones de carga con los lados rojos. Retumbó la tierra a su paso, como en un ligero terremoto, y los tubos de escape erguidos arrojaron el humo azul de los motores Diesel. En cada camión había dos hombres, uno al volante y el relevo durmiendo en una litera cerca del techo. Pero los camiones nunca se detenían; tronaban día y noche y la tierra temblaba bajo su pesada marcha.
La familia se convirtió en una unidad. Padre se acuclilló en el suelo, con el tío John a su lado. Padre era ahora el jefe de la familia. Madre se puso de pie junto a él. Noah, Tom y Al se agacharon en cuclillas, y el predicador se sentó y luego se reclinó apoyado en un codo. Connie y Rose of Sharon caminaban a cierta distancia. Ruthie y Winfield, acompañados por el ruido metálico del cubo de agua que acarreaban entre los dos, sintieron un cambio en la atmósfera, se detuvieron, dejaron el cubo y se acercaron callados a Madre. La abuela estuvo sentada orgullosa y fríamente hasta que el grupo estuvo formado, hasta que no quedó nadie mirándola, y luego se tumbó y cubrió su rostro con un brazo. El rojo sol se puso y el crepúsculo refulgió sobre la tierra, de manera que los rostros brillaban en el atardecer y los ojos relucían reflejando el cielo. El atardecer recogió toda la luz que pudo.
—Fue en la tienda de Wilson —dijo Padre.
El tío John asintió.
—Prestó su tienda.
—Buena gente, amable —dijo Padre con suavidad.
Wilson permanecía junto a su coche averiado y Sairy había ido al colchón a sentarse con la abuela, teniendo cuidado de no tocarla.
—¡Señor Wilson! —llamó Padre. El hombre se acercó arrastrando los pies y se acuclilló, y Sairy se quedó de pie a su lado. Padre dijo:
—Les estamos muy agradecidos.
—Es un honor poder ayudar —replicó Wilson.
—Estamos en deuda con ustedes —siguió Padre.
—No hay deuda en la hora de una muerte —dijo Wilson, y Sairy le imitó como un eco:
—Nada de estar en deuda.
Al ofreció:
—Les arreglaré el coche… entre Tom y yo lo arreglaremos —Al reflejaba el orgullo que sentía de poder pagar la deuda que había contraído su familia.
—Nos vendría muy bien un poco de ayuda —Wilson admitió la deuda.
—Hay que pensar qué vamos a hacer —dijo Padre—. Cuando alguien muere la ley dice que hay que dar parte, y al hacerlo, o se llevan cuarenta dólares para el entierro o lo toman por un pobre.
El tío John intervino:
—En nuestra familia nunca ha habido pobres.
—Tal vez haya que empezar a aprender —dijo Tom—. Tampoco nos habían echado nunca de ningunas tierras.
—Siempre nos hemos comportado —dijo Padre—. Nadie nos puede culpar de nada. Nunca cogimos nada que no pudiésemos pagar; nunca tuvimos que depender de la caridad de nadie. Cuando Tom se metió en aquel lío pudimos ir con la cabeza bien alta. Sólo había hecho lo que cualquier hombre habría hecho.
—Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John.
—Si vamos a dar parte como dice la ley vendrán aquí a buscarlo. Sólo tenemos ciento cincuenta dólares. Si se llevan cuarenta para enterrar al abuelo nosotros no llegamos a California; pero si no, lo entierran como a un pobre.
Los hombres se agitaron intranquilos, estudiando la tierra que iba oscureciéndose delante de sus rodillas.
Padre dijo quedamente:
—El abuelo enterró a su padre con sus propias manos, dignamente, y vació una buena tumba con su propia pala. Eso fue cuando un hombre tenía derecho a ser enterrado por su propio hijo y un hijo tenía derecho a enterrar a su propio padre.
—Ahora la ley manda otra cosa —dijo el tío John.
—A veces no se puede hacer caso a la ley —replicó Padre—. Sin perder la decencia, en cualquier caso. Hay montones de veces en que resulta imposible. Cuando Floyd andaba por ahí suelto, haciendo locuras, la ley decía que debíamos entregarlo… nadie lo hizo. A veces uno tiene que matizar la ley. Estoy diciendo que enterrar a mi propio padre es mi derecho. ¿Alguien quiere decir algo?
El predicador se enderezó apoyado en el codo.
—La ley cambia —dijo—, pero siempre hay obligaciones. Tiene derecho a hacer lo que es su deber.
Padre se volvió hacia el tío John.
—También es tu derecho, John. ¿Tienes algo que objetar?
—Nada —respondió el tío John—. Sólo que es como esconderte en la noche. Padre no se escondía, sino que salía disparando.
Padre dijo avergonzado:
—No podemos ir como iba el abuelo. Hemos de llegar a California antes de que se nos acabe el dinero.
Tom intervino:
—Alguna vez trabajadores que estaban cavando han encontrado un hombre y se ha organizado una buena, se imaginan que lo han asesinado. El gobierno muestra mayor interés por un muerto que por un vivo. Remueven cielo y tierra intentando averiguar quién era y cómo murió. Sugiero que pongamos una nota dentro de una botella y la enterremos junto con el abuelo, que diga quién es, cómo murió y por qué está aquí enterrado.
Padre se mostró de acuerdo.
—Buena idea. Y que quede bien escrito. Así no se sentirá tan solo, sabiendo que su nombre está con él, que no es solamente un viejo solo bajo tierra. ¿Alguien tiene algo más que decir? —el círculo permaneció en silencio.
—¿Tú te ocupas de él? —Padre volvió la cabeza hacia Madre.
—Sí, yo me ocupo —dijo Madre—. ¿Pero quién va a hacer la cena?
—Yo la prepararé —dijo Sairy Wilson—. Usted ocúpese del abuelo. Su hija y yo haremos la cena.
—Le estamos muy agradecidos —dijo Madre—. Noah, abre los barriles y saca algo de cerdo. La sal aún no habrá penetrado profundamente, pero estará rica de todas formas.
—Nosotros tenemos medio saco de patatas —dijo Sairy.
Madre dijo:
—Dame dos monedas de medio dólar —Padre hurgó en el bolsillo y le dio las monedas de plata. Ella cogió la palangana, la llenó de agua y entró en la tienda de campaña. Dentro, la oscuridad era casi total. Sairy entró, encendió una vela y la encajó derecha en una caja. Luego salió. Por un momento, Madre miró al anciano muerto. Y entonces, llena de lástima, rasgó una tira de su propio delantal y le ató la mandíbula. Le estiró los miembros y le dobló las manos sobre el pecho. Le cerró los párpados y puso encima de cada uno una moneda. Le abotonó la camisa y lavó su rostro.